Un nuevo síntoma del descrédito institucional
En la era del Lava Jato, hay innumerables ejemplos de sospechosos que intentan flagrantemente la manera de controlar la mayor operación de lucha contra la corrupción de la historia de Brasil.
El resultado del juicio que hizo zafar a Michel Temer de la guillotina, y principalmente de sus chanchullos, permite suponer que finalmente ese control fue alcanzado.
No deja de ser sorprendente. En primer lugar, porque se dio por medio de la justicia, un poder que –bien o mal– todavía goza de algún respeto, en medio del descrédito institucional generalizado. Después, porque todo ocurrió con la anuencia silenciosa de las calles, y después de lo ocurrido en 2013.
Seguramente habrá un sinnúmero de argumentos técnicos para justificar la exclusión de un océano de pruebas (por usar las palabras de un eminente fiscal), que comprueban que el resultado electoral fue corrompido de manera decisiva.
Pero nada servirá para explicar el giro de 180 grados del Tribunal Superior Electoral, que a la mañana determinó la necesidad de una investigación y a la noche decidió que eso mismo era simplemente ilegal.
El juicio histórico que finalizó anteayer dejó expuestos ante el país a los representantes de dos Brasil diferentes: el magistrado que desesperadamente intentó convencer a sus pares de que lo que es blanco es blanco y lo que es negro es negro, y el que cambió de remera sin el menor pudor, cuando lo que defendía hasta ayer de pronto hoy ya no le sirve a los suyos.
La pregunta ahora es cómo sigue. No quedan dudas de que a Temer todavía lo esperan muchos dolores de cabeza por delante. Pero con una diferencia crucial: volvemos a vivir bajo el signo de que a todo se le puede encontrar la vuelta.