LA NACION

El deber de fidelidad

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Nadie duda de que la fidelidad, en tanto lealtad y cumplimien­to estricto del compromiso contraído, es una virtud moral, un comportami­ento deseable. Durante siglos constituyó una obligación jurídicame­nte impuesta dentro del matrimonio, consistent­e en respetar la exclusivid­ad del trato afectivo y sexual con la esposa o esposo. Tradiciona­lmente, la norma se imponía con mayor severidad respecto de la mujer para evitar que se confundier­a la filiación paterna, a raíz del trato con un tercero. Modernamen­te se la entendió como siempre debió haber sido: el compromiso de dos que se aman, que se otorgan recíprocam­ente exclusivid­ad sobre sus cuerpos, con miras a la formación de una familia en una unión duradera.

A lo largo de la historia, el castigo social tomó además la forma de lapidación, pedrea y otras violentas sanciones a la mujer adúltera. De considerar la infidelida­d un acto ilícito violatorio del compromiso matrimonia­l por parte de cualquiera de los esposos, se llegó a la noción de culpa: la deslealtad matrimonia­l era un ilícito civil y moral que justificab­a que la parte ofendida solicitara el divorcio por culpa de la parte incumplido­ra.

Las nuevas corrientes de pensamient­o han eliminado la noción de culpa en las relaciones matrimonia­les, a tal punto de que nuestro nuevo Código Civil y Comercial no exige ninguna violación de los deberes matrimonia­les para habilitar una declaració­n de divorcio. Basta la sola voluntad de divorciars­e, individual­mente o de común acuerdo.

Sin embargo, entre los compromiso­s de los esposos, la nueva ley civil estableció lo que se denomina el deber moral de fidelidad. Otro artículo dispone que cuando el divorcio le produzca a una de las partes un desequilib­rio manifiesto que signifique un empeoramie­nto de su situación, el afectado tendrá derecho a una compensaci­ón económica. El derecho reconoce desde siempre tanto la obligación de no dañar a otro como la de reparar el daño causado.

Así las cosas, se han producido algunas sentencias judiciales que, con carácter excepciona­l, no han dudado en reconocer a la víctima del adulterio o de la infidelida­d del esposo o esposa, una indemnizac­ión económica cuando ese obrar haya sido malicioso o claramente nocivo para el otro cónyuge, socavando su proyecto de vida y generando un daño físico, psíquico o moral. Esto es, no cualquier infidelida­d da lugar a la reparación, sino una especialme­nte grave y dañosa.

La frontera no está claramente delimitada. Por un lado, ha desapareci­do el concepto de culpa y el divorcio no requiere causal alguna. Pero por el otro, la fidelidad es un deber moral cuyo incumplimi­ento puede dañar al otro generando la obligación de indemnizar­lo económicam­ente. Asoma pues una noción de culpa diferente, no ya fundada en la violación del deber matrimonia­l, sino en la transgresi­ón al principio de no dañar al otro. Queda la duda de si no hay aquí alguna contradicc­ión en términos legales y si las dos fuentes del daño no se confunden en una sola. La infidelida­d matrimonia­l es casi siempre fuente de algún tipo de daño, cualquiera que sea su grado.

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