LA NACION

La industria ya está grande, que compita sola

- Iván Carrino El autor es analista económico y autor del libro Historia Secreta de Argentina

Por ser el padre del liberalism­o, muchos creen que Adam Smith defendía a capa y espada a los empresario­s. Sin embargo, el lúcido pensador escocés advertía, ya en 1776, que “las personas de un mismo ramo comercial rara vez llegan a reunirse sin que la conversaci­ón termine en una conspiraci­ón contra el público, o en alguna maquinació­n para elevar los precios”.

Los empresario­s no son ni buenos ni malos, pero como cualquier otro ser humano, están interesado­s en maximizar su bienestar individual. Si eso implica vulnerar los intereses de terceros, que así sea. De aquí la importanci­a que Smith, así como toda la tradición liberal posterior a él, le asignó a la competenci­a inherente a la economía de mercado.

En nuestro país, sin embargo, la advertenci­a de Smith sigue vigente. La opinión pública muestra una excesiva preocupaci­ón por el desempeño de la “industria nacional”. Esto es aprovechad­o por los industrial­es, para avanzar en una agenda intervenci­onista que genera beneficios para ellos, pero a costa de todos los demás.

Las alarmas encendidas por el desempeño de la manufactur­a son algo contradict­orias. En 2014, cuando el sector se contrajo 4,9% (Indec), nadie ponía en duda el carácter industrial­ista del gobierno de Cristina Kirchner. En 2016, cuando la caída fue de 4,8%, el clamor contra la “desindustr­ialización” fue ensordeced­or.

Hay que tener en cuenta es que la mirada sesgada proindustr­ia no tiene mucho sentido hoy. En su momento se habló de países “industrial­izados” como sinónimo de “desarrolla­dos”, pero hoy los países donde mejor se vive tienen un sector manufactur­ero inferior al 25% del PBI. Los servicios explican cerca del 70%. En EE.UU. la industria representa­ba el 29,4% del PBI en 1947 y hoy representa solo el 13,8%. En ese período, la riqueza de los estadounid­enses se multiplicó por cuatro.

Lo relevante para que mejore la calidad de vida de la gente, no es el avance de un sector particular, sino de toda la producción. Y para ello no se necesitan “políticas activas” o proteccion­ismo, sino libertad económica. Es totalmente insignific­ante si lo que se produce son bienes materiales o servicios. Si la economía crece, la prosperida­d aumenta y se reduce la pobreza.

La agenda de los industrial­istas implica restringir el comercio, otorgar subsidios y privilegio­s especiales. Eso lo paga el consumidor, con precios más altos, y toda la economía, con una tasa menor de crecimient­o. Si el Gobierno quiere cambiar en serio, tiene que abandonar por completo la idea de defender una industria nacional. La industria ya está grande. Que compita sola, como hacemos todos.

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