La conversación como material de teatro
La obra de Romina Paula que se estrenará la semana próxima en el Teatro Cervantes cuestiona las convenciones dramáticas en diálogo con la literatura y el arte
Se usa poco la palabra “cimarrón”, esa que la escritora, directora, dramaturga y actriz Romina Paula eligió para titular su última obra. O habría que aclarar: se usa poco en la ciudad. Tal vez en las zonas rurales estén más familiarizados con ella; quizás usan algún otro vocablo más coloquial, pero de seguro están más cerca del concepto. Cimarrón es cualquier animal doméstico que se escapa de sus amos y se asilvestra. También se les decía cimarrones en la época colonial a los esclavos que habían escapado y vivían vidas libres lejos de sus antiguos dueños.
En Cimarrón no hay esclavos ni animales; sin embargo, es un título profundamente ilustrativo a la hora de hablar de las tensiones y búsquedas que pone en juego la obra. Lo más conceptual y lo más primario se encuentran y se enamoran en
Cimarrón, tanto explícitamente en el texto como de forma silenciosa en los procedimientos que la obra pone a funcionar. Entre ensayos y bambalinas, algunas claves para ver y pensar esta obra que desde el viernes próximo se puede ver en el Teatro Nacional Cervantes.
Tanteando las fronteras
Cuando un director jura que la diferencia entre una sala y otra puede cambiar completamente la percepción de una obra, los civiles tendemos a pensar que exageran o, al menos, que la diferencia escapará a nuestros ojos. Sin embargo, para quien vio alguna de las cuatro funciones de Cimarrón que se hicieron el año pasado en el Tacec de La Plata (el teatro que comisionó la obra), las diferencias serán evidentes.
En los primeros ensayos es Esteban Bigliardi el que más se atreve a probar las nuevas posibilidades que les provee, en relación con el uso de la voz, la sala Luisa Vehíl del Cervantes. En uno de sus parlamentos más conmovedores, una larga cita de las
Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, una oportuna disminución del volumen genera de pronto uno de esos momentos climáticos que hacen que en un ensayo todo se detenga, que todos nos acordemos de que eso que está pasando en el escenario es una prueba, pero ya es un acontecimiento.
“En el Tacec todo era más declamado”, explica Romina Paula. “La prioridad era que el texto se escuchara hasta la última fila. Pero acá se pueden permitir más matices con la voz”, explica, y les asegura a Agostina Luz López y Denise Groesman, las dos actrices que completan el elenco, que no tengan miedo, que se escucha todo.
El paso de una sala grande a una más chica no es un asunto menor para la obra, y no sólo por el sonido. La belleza pictórica que tenía en el Tacec la imagen de esos tres actores pequeñitos atravesando un espacio inmenso es reemplazada en el Cervantes por la posibilidad de verles las caras y los cuerpos de cerca, y así identificar elementos actorales que era más difícil ver a la distancia y que son muy funcionales a la pieza.
De las vanguardias a nuestro tiempo, en todas las artes hemos visto intentos cada vez más disruptivos de desarmar las convenciones que, en teoría, hacían posible esas artes. Esa búsqueda puede valerse de estrategias muy distintas: en algunos casos, aquello que se da por supuesto es explicitado: un personaje dice “yo soy un personaje, esto es una obra de teatro”; un escritor escribe sobre sus intenciones de escribir una novela mientras la escribe. En otros casos lo que se explicita es la extrañeza de esa convención que damos por natural cuando nos sentamos en una sala y se apagan las luces: es lo que sucedía, por ejemplo, en Prueba III:
Las convenciones (parte del Proyecto Pruebas de Matías Feldman que se pudo ver el año pasado en el Teatro Sarmiento), en la que el personaje Bernabé es incapaz de comprender cualquier convención teatral de las que conocemos y utilizamos.
En Cimarrón, en cambio, las convenciones de personaje, espacio y trama son puestas en cuestión por el mecanismo de la ausencia: los actores están atravesados por distintos universos textuales y estéticos pero no tienen nombres, ni están ubicados en un espacio reconocible, ni involucrados en un conflicto en común. ¿Se puede hacer teatro sin todas estas cosas?, parece preguntarse la obra, y responder también, en el mismo acto, que sí, que hay algo un acontecimiento cuando tres cuerpos se miran, se sienten y se dicen.
Decíamos que en Cimarrón se tocan lo más primario y lo más conceptual, y es justamente porque al ser despojados del amparo de las convenciones, el teatro se produce en esos pequeños encuentros primarios de los cuerpos, de las subjetividades, de los sexos, en esas tensiones, incomodidades y comodidades que se le aparecen al espectador en el enfrentamiento con los actores.
Por eso también no es menor la cuestión de la sala. En la Luisa Vehíl se puede apreciar mucho mejor la corporalidad desafiante de Denise Groesman, en contraste con la femineidad coqueta pero dubitativa de Agostina Luz López, y los ritmos y expresiones de otra época que propone Esteban Bigliardi. Son esas composiciones sutiles las que hacen carne a los textos y demuestran que son mucho menos abstractos de lo que parecen a primera vista.
A propósito del tema
Cimarrón trabaja con muchos intertextos, entre los que se puede destacar tres: las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, la obra
Late, a Cowboy Song de la dramaturga norteamericana Sara Ruhl Groe y el movimiento protorromántico alemán Sturm und Drang. La obra de Ruhl aparece subterráneamente en la estructura de Cimarrón, que casi podría leerse como una especie de cover: en Late, a Cowboy Song se dibuja un triángulo amoroso entre una chica con dudas, su novio de toda la vida y una vaquera varonil y seductora. Es esta última figura, encarnada en Denise Groesman, y la fascinación que se producen mutuamente ella y la chica inocente que representa Agostina Luz López, el eco más evidente de la obra de Ruhl.
A su vez, la pregunta por el género y las diferentes mujeres que se puede ser y se puede amar se conecta con el universo de Rilke, que por ser mucho más reconocible para los espectadores locales probablemente se sienta como el más predominante. El amor, la fluidez y la identidad aparecen como temas indisociables en los textos que le toca recitar a Esteban Bigliardi, que parece una especie de ángel de la guarda encargado de provocar a las chicas a pensar sobre aquello que les está pasando allí mismo. Se produce una tensión interesante cuando Bigliardi recita las ideas de Rilke sobre la vida, el arte, el amor y la mujer como si fuera un profeta y ellas se niegan a aceptar sus palabras como verdad revelada: esas ideas que la obra trae son entonces afirmadas pero también discutidas en la propia obra.
Pero tal vez sea la idea de conversación el mejor dispositivo para entender de qué trata Cimarrón: “Creo que el amor es uno de los temas y acaso el tema de la obra sean ‘los temas’, ¿no? Hablan de cosas: el amor, el arte, la familia, la profesión, las dimensiones paralelas. Me tomé esa libertad de poner entidades a conversar acerca de cosas, sin darle un marco muy narrativo”, dice Romina Paula.
A pesar del carácter abstracto de la obra es probable que muchos espectadores se sientan reconocidos en esa idea de una conversación permanente sobre el amor, sobre el deseo, sobre lo que leímos de los agujeros negros en internet o sobre el lugar de la belleza en el arte y en la vida. Puede ser un comentario sobre la literatura, una conversación sobre cosas que importan; y también un comentario sobre nuestra época y nuestro modo actual de pensar, escribir, hablar y vincularnos, intercambiando obsesiones y teorías.
Mucho lugar para los débiles
El otro mundo que le toca traer a Bigliardi, cuyo personaje parece venir con una valija cargada de pasados, es el del Sturm und Drang, especialmente las reflexiones sobre el arte. Pero es llamativo que entre los motivos filosóficos que Romina Paula elige recuperar aparecen también reflexiones que no pueden ser sino actuales sobre el cinismo como un camino fácil pero infructuoso. Parecen ir en la línea de David Foster Wallace, que en varios ensayos se refirió a la idea de que la ironía puede ser liberadora en pequeñas dosis, pero se vuelve una especie de callejón sin salida cuando se la piensa como la única actitud posible frente al mundo.
“La pregunta acerca de la ingenuidad o más bien, acerca del cinismo, es una que me hago. En la obra uno de los personajes dice: ‘Todo lo que eluda el cinismo corre el riesgo de ser tomado por ingenuidad’. Es algo que creo, o que siento. Y siento también, desde mi experiencia, que el cinismo protege, es un lugar de seguridad y en ese sentido también de parálisis. Si uno se atreve a dejar ese lugar seguro y recobrar la ingenuidad pero casi en un sentido de poder percibir o ver como si fuera la primera vez, recién ahí aparece la posibilidad de pensar realmente”, dice Romina Paula. “Hay algo de la calidad del texto de Rilke, de las
Cartas a un joven poeta, desde donde irradia la obra un poco también: ese modo de hacer teoría estética desde sí, sin pretensión, con honestidad y amor a las cosas.”