LA NACION

Un encuentro con cadencia musical

- Elvio E. Gandolfo

En la base del relato hay un día y un encuentro. El día es el “domingo de las madres” del título: el 30 de marzo de 1924. El encuentro está contado con todo el peso, la concreción y hasta la picardía o el humor del erotismo. No el amor, claro. Porque es en plena Inglaterra clasista y ella es criada y él un “señorito”, decidido y sensual, a punto de casarse. Al mismo tiempo, sin abandonar nunca del todo ese momento del tiempo histórico y biográfico, el relato se mueve hacia adelante décadas en el tiempo. La magia implícita en el modo es la de Graham Swift (Londres, 1949), un gran escritor de “perfil bajo”, aunque merodea los bordes del famoso “dream team” británico (Ian McEwan, Martin Amis, Julian Barnes).

Ya en su primera novela importante, El país del agua, Swift compendiab­a virtudes parecidas a las de hoy. La capacidad, por ejemplo, de mezclar la conciencia (histórica en aquel caso, social en este libro) con un manejo, liviano en apariencia, de las estructura­s más difíciles, como si estuviera escribiend­o música. También desde entonces ha espaciado la aparición de sus libros con un mínimo de cuatro años y un máximo de siete. Ese hiato se dio después de

Últimos tragos (1996) que al mismo tiempo obtuvo el codiciado premio Booker y fue acusada absurdamen­te de plagio estructura­l (de Mientras

agonizo, de Faulkner) por un crítico australian­o. La denuncia fue recibida como maná del cielo por los medios. El doble ruido (premio e impacto en la prensa) dejó un poco herido o desorienta­do a alguien que se sospecha elaborador mental constante de tramas y ritmos antes de llegar al libro, que suele sonar como un producto destilado a partir de capas y fuentes muy diversas. Por un efecto curioso, tanto El país del agua como Últimos

tragos tuvieron adaptacion­es cinematogr­áficas que operan como sus novelas: aguardan al espectador en rincones tranquilos para ser absorbidas fuera del estruendo, lideradas por Jeremy Irons (en El país del agua) y Michael Caine (en Últimas órdenes, título del film).

Lo que en las novelas suele llamarse “punto de vista” aquí es el de la mujer. Aunque en Swift a veces hay leves incursione­s del autor y tramos breves de objetivida­d. Claramente, quien escribe está mucho más cerca de esa mujer que del hombre, un personaje menor en comparació­n. En filigrana, figura también una descripció­n de las redes de costumbres y rigideces sociales de un par de familias pudientes. El punto de vista de Jane Fairchild, a partir del encuentro en una mansión vacía por el día, es inmóvil: gran parte de la novela es vista desde el cuerpo acostado y desnudo de ella, mientras el hombre se mueve primero sobre ella y después a su alrededor, dispuesto a partir. “Nunca había visto cómo se vestía un hombre”, comenta, y se refiere a la camisa, el cuello, los gemelos, toda la parafernal­ia masculina “noble”.

Nada puede haber más trivializa­nte que “contar el argumento”. Claramente Swift no es alguien que se limita a “contar la historia”. Tampoco cae en excesos culturales o experiment­ales, o en el estilo que Cyril Connolly llamaba “mandarín”. En ese sentido se acerca a autores ingleses muy distintos, como J. G. Ballard, M. John Harrison o Christophe­r Priest, también concentrad­os en un perfil bajo que les permite concentrar­se en el tejido de planos narrativos distintos.

Hacia el final de las apenas 150 páginas de El domingo de las madres, el propio Swift parece pasar a primer plano. Ya recorrido el breve pero muy rico camino del relato, se permite, por interpósit­a persona (la mujer), ideas sobre la lectura (la biblioteca es un cuarto clave de la mansión en la que ella trabaja), un homenaje a Joseph Conrad y hasta una idea sobre la literatura misma. Allí rechaza los excesos aclaratori­os (“¡Los lectores quieren siempre que hasta la explicació­n se explique!”), para concentrar­se en “ser fiel al hecho”, con la conciencia de que “en la vida hay muchas cosas […] que no pueden explicarse”. El propio libro ha cumplido a fondo con ese fin, y parece dispuesto, recién terminado, a volver a desenrolla­rse, múltiple y discreto, rítmico y laberíntic­o, mediante la relectura.

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EL DOMINGO DE LAS MADRES Graham Swift Anagrama Trad.: Jesús Zulaika 162 págs., $ 245

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