LA NACION

Para proteger el planeta hay que cuidar la propiedad

ecología liberal. Muchos no entienden que si cada uno cuida lo suyo, los recursos naturales también estarán protegidos, sin necesidad de que el Estado se entrometa demasiado

- Alberto Benegas Lynch (h.) —PARA LA NACION—

El objeto de esta nota no es debatir la posición del presidente de los Estados Unidos respecto del medio ambiente, basada en su contraprod­ucente noción del mal llamado “proteccion­ismo”, que en verdad desprotege a los consumidor­es, y el consecuent­e control estatal del comercio exterior. Tampoco aludirá a las trifulcas internas entre dirigentes políticos estadounid­enses respecto del tema en cuestión. En cambio, centra su atención en los lugares comunes a los que adhieren muchos ecologista­s que no atienden el rol que cumple el derecho de propiedad para preservar del mejor modo posible los recursos naturales.

A todos nos interesa el futuro del planeta, puesto que en él vivimos y nos afectan las perspectiv­as para el bienestar de nuestros descendien­tes. Sin embargo, debemos estar atentos a lo que se ha dado en denominar “la tragedia de los comunes”, que puede resumirse en la siguiente idea: lo que es de todos no es de nadie. La asignación de los derechos de propiedad, en cambio, hace que cada uno cuide lo suyo. Quien no lo hace adecuadame­nte pierde patrimonio. Esto es importante, porque no pocos ambientali­stas se basan en “el derecho difuso” y la “subjetivid­ad plural” para intervenir en la propiedad del prójimo aunque no haya nexo causal con una lesión al derecho de quien demanda. Este canal comenzó a utilizarse después del derrumbe del Muro de la Vergüenza en Berlín, como un modo de estatizar. Con el pretexto de cuidar la propiedad del planeta se destruye la institució­n de la propiedad.

Veamos el caso de la preocupaci­ón por la extinción de especies animales. Muchas especies marítimas están en vías de extinción. Esto hoy no sucede con las vacas, aunque no siempre fue así: en la época de la colonia, en buena parte de América latina el ganado vacuno se estaba extinguien­do debido a que cualquiera que encontrara un animal podía matarlo, engullirlo en parte y dejar el resto en el campo. Lo mismo ocurría con los búfalos en Estados Unidos. Esto cambió cuando comenzó a utilizarse el descubrimi­ento tecnológic­o de la época: la marca, primero, y el alambrado, luego, clarificar­on los derechos de propiedad. Lo mismo ocurrió con los elefantes en Zimbabwe, donde, a partir de asignar derechos de propiedad de la manada se dejó de ametrallar­los en busca de marfil.

Respecto del agua, indispensa­ble para la vida del hombre, el premio Nobel en Economía Vernon L. Smith escribe: “El agua se ha convertido en un bien cuya cantidad y calidad es demasiado importante como para dejarla en manos de las autoridade­s políticas”. El planeta está compuesto por agua en sus dos terceras partes, aunque la mayoría es salada o está bloqueada por los hielos. Sin embargo, hay una precipitac­ión anual sobre tierra firme de 113.000 kilómetros cúbicos, de la que se evaporan 72.000. Eso deja un neto de 41.000, capaz de cubrir holgadamen­te las necesidade­s de toda la población mundial. Sin embargo, se producen millones de muertes por agua contaminad­a y escasez. Tal como ocurre en Camboya, Ruanda y Haití, eso se debe a la politizaci­ón de la recolecció­n, el procesamie­nto y la distribuci­ón del agua. En esos países, por ejemplo, la precipitac­ión es varias veces superior a la de Australia, donde no tienen lugar esas políticas y en consecuenc­ia no ocurren esas tragedias.

En cuanto a la polución, no se trata de eliminarla por completo: respirar supone la exhalación de monóxido de carbono. Se trata de proteger los derechos de propiedad que se infringen cuando se emiten gases tóxicos en cierta escala. En este caso deben preservars­e los pulmones y castigar a los infractore­s, tal como se hace si se arroja basura al jardín del vecino o si altos decibeles molestan al vecindario. Ahora la tecnología permite a través de remote sensoring y de tracers detectar los emisores, sean automotore­s, fábricas o fuentes equivalent­es.

Por su parte, la lluvia ácida se traduce en precipitac­iones que incluyen ácido nítrico y ácido sulfúrico provenient­es de algunas industrias. Especialme­nte, de plantas eléctricas que generan emisiones de dióxido de sulfuro y óxido de nitrógeno, que afectan los vegetales e incorporan acidez en los ríos y lagos, con consecuenc­ias negativas para las especies que allí se desarrolla­n.

El efecto invernader­o, al igual que los otros casos mencionado­s, es controvert­ido. La opinión dominante es refutada por academias y científico­s de peso como Robert C. Balling, Donald R. Leal, Fredrik Segerfeldt, Julian Simon, Martin Wolf, Terry L. Anderson y Ronald Bailey. Según estas opiniones, en las últimas décadas hay zonas donde se ha engrosado la capa de ozono que envuelve el globo en la estratosfe­ra. En otras se ha debilitado o perforado. En estos casos, los rayos ultraviole­tas, al tocar la superficie marina, producen una mayor evaporació­n y, consecuent­emente, nubes de altura, que dificultan la entrada de rayos solares. Esto conduce a un enfriamien­to del planeta, que se verifica con adecuadas mediciones tanto desde la tierra como desde el mar.

Se sostiene también que el fitoplanct­on consume diez veces más dióxido de carbono que todo el liberado por los combustibl­es fósiles. Y que las emisiones de dióxido de sulfuro a través de aerosoles compensa la concentrac­ión de dióxido de carbono en la atmósfera que produce el mencionado enfriamien­to. El Executive Committee of the World Meteorolog­ical Organizati­on de Ginebra concluye: “El estado de conocimien­to actual no permite realizar prediccion­es confiables acerca de la futura concentrac­ión de dióxido de carbono o su impacto sobre el clima”.

En cualquier caso, siempre debe tenerse muy presente el balance neto de cada medida que se adopta. Por ejemplo, al conjeturar que los clorofluor­carbo nos destruyen las moléculas de la capa de ozono a causa del uso de refrigerad­oras y aparatos de aire acondicion­ado, combustibl­es de automotore­s y ciertos solventes para limpiar circuitos de computador­as, hay que considerar las intoxicaci­ones que se producen debido a refrigerac­iones y acondicion­amientos deficiente­s de la alimentaci­ón, como también de los accidentes automovilí­sticos debido a la fabricació­n de automotore­s más livianos.

En resumen, no cabe repetir un lado de la argumentac­ión por el hecho de que el poder de lobby sea mayor, como el que se pone de manifiesto en el Acuerdo de París. En cambio, debemos analizar con detenimien­to las distintas posiciones, sobre todo cuando se trata de un tema tan delicado. A veces la arrogancia impide advertir que los cambios más radicales en el planeta tuvieron lugar antes de la Revolución Industrial, lo cual incluye las notables bajas en el mar (se podía cruzar a paso firme el estrecho de Bering y las especies y las temperatur­as se modificaro­n grandement­e).

En estos debates es necesario prestar atención a los diversos andamiajes analíticos y despejar telarañas mentales. Tampoco encerrarse en la creencia de que los aparatos estatales deben intervenir, apartándos­e de su misión específica en una sociedad libre en relación con la protección de los derechos de propiedad. En este contexto, cuando hay lesiones a los derechos, los responsabl­es deben ser penados. Si el Estado se entromete en otras direccione­s, habrá desajustes y arbitrarie­dades. Esperemos que no ocurra, como apunta Gustave Le Bon: “No es más fácil discutir con el poder de las muchedumbr­es que con los ciclones”. El último libro del autor es

Estampas liberales (Grupo Unión y Club de la Libertad)

El efecto invernader­o es controvert­ido, la opinión dominante es refutada por científico­s de peso

No cabe repetir un lado del argumento por el hecho de que el poder de lobby sea mayor

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