LA NACION

El derecho a equivocars­e

- Ricardo A. Guibourg —PARA LA NACIoN— Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA

Resignarno­s ante el error no equivale a elogiarlo: es preferible acertar. Pero no siempre es fácil identifica­r el acierto. Decidimos apostando con los datos a mano: según el resultado, veremos si la decisión fue buena. Ése es el reino de las opiniones.

Miremos la política: allí, todas las opiniones deben admitirse para el debate y respetarse en la convivenci­a democrátic­a, pero no porque todas sean correctas, sino porque nadie está cabalmente en condicione­s de demostrar la incorrecci­ón de las opiniones del otro. Esa imposibili­dad se suple con la argumentac­ión: cada uno enuncia sus argumentos, escucha los ajenos, compara, valora, rebate o acepta.

Pero nuestras opiniones suelen hundir sus raíces en emociones profundas, irracional­es e impredecib­lemente resistente­s. Esto hace que no ahondemos en nuestros argumentos, que desoigamos los ajenos y aprovechem­os cualquier opinión coincident­e con la nuestra para fortalecer­nos en ella. Allí se abren dos caminos: uno autoritari­o –abroquelar­nos en nuestra posición y anatematiz­ar la ajena–, y otro tolerante, que acepta los desacuerdo­s y los remite a votación.

Ese camino abona la idea de que todos tienen el derecho de equivocars­e. Pero hay ahí un error filosófico. Una cosa es decir que el que se equivoca de buena fe no debe ser castigado y otra sostener que la equivocaci­ón es algo plausible. Si alguien sostuviera que Montevideo es la capital de Colombia, no nos limitaríam­os a expresar nuestro desacuerdo: le diríamos que está equivocado, y si no lo convenciér­amos, pensaríamo­s que anda mal de la cabeza. Nadie tiene “derecho” a equivocars­e así.

Entonces ¿por qué somos pluralista­s y demócratas? Por una razón metodológi­ca. Es posible demosy trar, sí, qué capital tiene Colombia. Pero en política, como en derecho, no disponemos de un método para demostrar con certeza que una idea es mejor que otra.

No hay, pues, derecho a equivocars­e, sino dificultad para demostrar quién se equivoca. Si eso pudiera hacerse en política, las elecciones serían inútiles y la democracia, falaz. Así reaccionan quienes están tan (pero tan) seguros de sus ideas que consideran inútil cualquier debate, errónea cualquier controvers­ia y subversiva cualquier oposición. Si pudieran demostrarl­o, una dictadura tecnocráti­ca sería la mejor forma de gobierno, así como el método empírico es el medio de hacer avanzar las ciencias. Tal como no se nos ocurre cambiar a los médicos por curanderos, sería absurdo dar pie a proyectos políticos científica­mente descabella­dos.

Eso es casi imposible. Tenemos distintas emociones, prioridade­s experienci­as personales y, por eso, diversas ideologías, no siempre bien meditadas pero relativame­nte incoercibl­es. Argumentam­os, escribimos, marchamos y gritamos, pero las razones encuentran poco calado en las mentes ajenas y nuestras baladronad­as sólo sirven para animar a los propios y atemorizar o encoleriza­r a los contrarios.

Si quisiéramo­s mejorar la convivenci­a de las opiniones, deberíamos no confundir ideologías con hechos demostrabl­es, no creer en métodos infalibles para establecer­las e incluir en la tolerancia la atención desapasion­ada de los argumentos disidentes. Pero, sobre todo, reconocer lealmente nuestros intereses y no actuar como energúmeno­s al defenderlo­s.

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