LA NACION

Días de aprendizaj­e en un barrio obrero

- Daniel Gigena —LA NACIoN—

H ace décadas, di clases como maestro suplente de los grados inferiores en una escuela pública de González Catán durante meses. Viajaba en el tren Belgrano Sur (ése es otro capítulo) hasta una estación improvisad­a en el cruce de una ruta provincial con las vías. Ahí se podía tomar un colectivo o esperar que un vecino nos llevara, a una compañera y a mí, hasta los alrededore­s de la escuela. Fue una suerte coincidir con ella. Ya habíamos hecho equipo en una colonia de veraneo para chicos que “bajaban” de las provincias del norte hasta las sierras de Córdoba, en Alta Gracia, para pasar diez días en un cuartel militar reciclado como centro de vacaciones. El alfonsinis­mo tenía sus refinamien­tos cívicos.

La escuela quedaba en un barrio obrero. Así me acostumbré a llamar a los asentamien­tos populares en tierras fiscales, por no decir abandonada­s de la mano de Dios, donde las familias, de a poco, construían sus casas, a la espera de que llegaran los servicios esenciales, una salita de atención médica y el asfalto. Sobre las zanjas, mientras tanto, unas maderas firmes permitían el paso de la calle a la vereda. Veíamos caballos en los baldíos, gallinas que cruzaban con parsimonia, perros que se acercaban a olernos los zapatones que usábamos en esos años, como si fuéramos dos personajes salidos de una novela de Lucy Maud Montgomery. Los sapos estaban mudos a esa hora de la mañana.

Los chicos no sólo no almorzaban en la escuela sino que, además, los padres nos invitaban a almorzar con ellos un día de la semana, en general los viernes. Mariana y yo les decíamos “los viernes de la reciprocid­ad”. A veces esos padres formaban parte de la cooperador­a escolar, a veces no. Recordaba, y esto es un recuerdo dentro del recuerdo, que mi abuela materna había invitado varias veces a algunas de mis maestras de la primaria a probar sus recetas de Avellino, hechas con verduras casi amargas, garbanzos, una torta de harina de maíz y carne de cerdo.

Así que mi compañera y yo aceptábamo­s, y mientras comíamos conversába­mos con los chicos y los padres (o sólo con la madre) sobre las clases en la escuela, el avance en la construcci­ón de la casa, los orígenes familiares de cada uno, siempre enredados, trabajados –como se dice de una artesanía– con desapego y calidez. Después hacíamos el camino de vuelta hasta la estación ferroviari­a o alguien nos llevaba hasta la de Gregorio de Laferrère.

Una vez pasada la segunda o la tercera semana de suplencia en la escuela, empezamos a ir preparados al barrio. Además de los ejercicios para aprender a leer o sumar, de los libros ilustrados con poemas de María Elena Walsh, de la guitarra (en el caso de Mariana) y de las estrategia­s didácticas que habíamos aprendido en cursos de próceres de la educación nacional, como Emilia Ferreiro, cargábamos en los bolsos una lata de duraznos en almíbar o un budín que comprábamo­s en Pompeya antes de iniciar el viaje en tren. No fuera que la siguiente invitación, que ineludible­mente llegaría, nos encontrara con las manos vacías.

Descubrí hace poco una novela publicada en 2014 titulada, precisamen­te, González Catán. El autor, Emilio Di Tata Roitberg, ambientó la historia en los años 2000. En la ficción (que fue finalista del Premio Clarín) aquel barrio había sido copado por bandas de narcos, policías cómplices de las bandas de narcos y funcionari­os con porte de matones.

El escritor vive en Bariloche, que se ha convertido en su nuevo pago chico. “De chico –dice– me dolía un poco que la gente de otros lugares pensara que en Catán o Laferrère sólo hubiera asesinatos y violencia, aunque era lógico que pensaran así porque su único contacto era por los diarios y los noticieros, que mostraban lo más escabroso.”

A las historias de aprendizaj­e y hospitalid­ad todavía no les llegó el momento.

Veíamos caballos en los baldíos, gallinas que cruzaban con parsimonia, perros que se acercaban...

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