Los hijos de presos, un drama invisible
Hay unos 468.000 chicos en esa situación; alertan sobre los efectos de la estigmatización
Son las víctimas invisibles del delito y del sistema penal. Inocentes, pero condenados, tanto al estigma social como a la falta de apoyo para sus necesidades específicas. Según cifras del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA, hay unos 468.000 chicos y adolescentes de hasta 17 años en hogares en donde algún adulto estuvo o está privado de su libertad.
Distancias kilométricas entre sus casas y la unidad penitenciaria, impedimento de contacto por falta de recursos, allanamientos violentos y requisas invasivas son solamente algunos de los efectos que la privación de la libertad provoca en los chicos que tienen un padre, un hermano o una madre detenidos.
Lionel no aguantó más. Con 8 años, se paró delante de su maestra y sus compañeros de grado y gritó: “¡Mi papá está preso: el que me quiere hablar, que me hable; y el que no, no!”.
Ese día, la tensión acumulada de tantos meses explotó. Desde que su padre cayó detenido acusado de un robo, a mediados de noviembre, empezó para él; su mamá, Beatriz; y sus dos hermanos, un calvario.
Lionel no es el único. Según las últimas cifras del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA, se estima que en nuestro país 468.000 chicos y adolescentes de hasta 17 años residen en hogares en donde algún adulto estuvo o está privado de su libertad (333.000 y 135.000, respectivamente).
Los especialistas aseguran que estos niños y adolescentes son las “víctimas invisibles del delito y del sistema penal” y que sus derechos se ven afectados tanto por la acción delictiva de su familiar como por las medidas tomadas por diferentes agentes estatales, que contradicen principios reconocidos por tratados internacionales como la Convención sobre los Derechos del Niño.
Tratos crueles, requisas invasivas, traslados intempestivos, distancias kilométricas entre el hogar familiar y la unidad penitenciaria, impedimento de contacto por falta de recursos, estigmatización por parte de las comunidades educativas, entre otros, son algunos de los efectos que la privación de la libertad provoca en quienes tienen un familiar detenido.
Lionel y su familia lo vivieron en carne propia. Deambular por comisarías y juzgados en búsqueda de respuestas; los días de visita, salir de la casa familiar en San Martín a las cuatro de la mañana para iniciar el viaje, en dos colectivos y tren, hasta el penal en José León Suárez; la fila eterna para entrar, expuestos al frío y al calor, sin un lugar donde sentarse; el momento de la requisa, entre gritos y uniformes, con revisaciones nerviosas y delante de personas desconocidas; la falta de contención en la escuela; y la desesperación de Beatriz, que hasta entonces era ama de casa, por salir a vender bolitas y tortas fritas para garantizar un ingreso.
Para poner sobre la mesa la grave vulneración que a diario sufren los derechos de estos chicos e impulsar políticas públicas que atiendan las necesidades específicas de este colectivo, la Asociación Civil de Familiares de Detenidos en Cárceles Federales (Acifad), la oficina regional de Church World Service (CWS) y el Defensor del Pueblo de la Nación conformaron en marzo del año pasado una alianza estratégica con autoridades públicas nacionales y bonaerenses relacionadas con el sistema de protección integral de niñez y con el penal.
“Estos chicos no cometieron ningún delito y el Estado tiene que tratarlos como lo que son: ciudadanos inocentes. Sin embargo, muchos de sus derechos son permanentemente puestos a prueba”, subraya Martín Coria, coordinador de la Oficina Regional para América latina y el Caribe de la CWS.
Advierten que la cárcel atraviesa y determina la forma de vida, sociabilidad y oportunidades de desarrollo de niños y adolescentes; y que si bien existen programas destinados a aquellos de hasta 4 años que están alojados con sus mamás en unidades penitenciarias, no los hay para atender las vulneraciones que padecen todos los que quedan “afuera”, y que son la inmensa mayoría.
Además, hacen hincapié en la falta de capacitación para brindarles la contención necesaria; en el desconocimiento generalizado sobre la problemática y en la ausencia de cifras estatales sobre cuántos son los afectados por el encarcelamiento de un familiar, algo clave a la hora de pensar políticas públicas.
A principios de 2014, un juzgado de ejecución penal de Lomas de Zamora puso en conocimiento de la Defensoría del Pueblo de la Nación la situación de desamparo en la que habían quedado tres hermanos de 11, 13 y 15 años tras la muerte de su papá,
mientras su mamá estaba presa. La defensa había solicitado el arresto domiciliario, invocando el interés superior del niño. Sin embargo, el pedido fue sistemáticamente denegado, aún cuando había informes periciales que alertaban sobre el riesgo de vida que corría la hija, internada en tres oportunidades por intento de suicidio y autolesiones.
María Eugenia Múgica, coordinadora de la Oficina de Personas Privadas de Libertad de aquella defensoría, cuenta que hasta ese momento venían trabajando en la situación que padecen las mujeres embarazadas, las madres que conviven con sus hijos en las cárceles y los propios chicos. A partir del caso de los tres hermanos, se abocaron también al estudio de las graves vulneraciones que sufren los otros niños y adolescentes con padres o referentes adultos encarcelados.
Coria agrega que el encarcelamiento es un fenómeno que impacta en la vida familiar y de los chicos desde diferentes puntos de vista, que van del material al emocional. “Desde el momento en que sus padres o madres se involucran con el sistema judicial y luego con el penitenciario, hasta el de la liberación, sus derechos son vulnerados muchas veces”, dice.
Para él, estos van desde el de ser escuchados y que su opinión sea tenida en cuenta en decisiones que los afectan; hasta el vivir en un contexto familiar; crecer y desarrollarse libres de toda discriminación; acceder a la educación y la salud, o recibir apoyo oportuno para sus necesidades específicas.
Indiana Guereño es directora del Observatorio de Prácticas del Sistema Penal de la Asociación Pensamiento Penal. Explica que los allanamientos suelen ser sumamente traumáticos para los chicos. “Se tienen que hacer de día, pero en la práctica son de noche. La policía llega y no hay particular atención a los niños que están en la casa: se despiertan con gritos, armas, uniformes”, relata. “Supimos de casos donde quedaron solos, porque sus dos referentes fueron detenidos”.
¿Cómo se puede minimizar los efectos de los allanamientos? Lo primero, es que los operadores judiciales averigüen si hay niños en esa familia. “Deberían hacerse en horarios escolares; y en caso de que no sea posible, acudir con profesionales de la psicología y el trabajo social”, sostiene Guereño. “Además, proponemos que se utilicen medios tecnológicos para las búsquedas en vez de romper todo lo que se va encontrando.”
En esta línea, Nicolás Laino, defensor público oficial y cotitular del Programa contra la Violencia Institucional de la Defensoría General de la Nación, agrega: “Tenemos registro de muchas situaciones de violencia donde se rompen cosas en la casa, se maltrata a los niños: incluso casos de chicos golpeados o tirados al suelo. Marcarlos de por vida por un actuación exasperada del Estado desoye todas las convenciones sobre derechos humanos”.
En los encuentros que los miembros de la alianza estratégica realizan mensualmente en la Defensoría del Pueblo de la Nación, se está trabajando en un protocolo de allanamientos y detenciones que sean respetuosos de los derechos de los niños y adolescentes.
“El acuerdo destaca la importancia de las acciones de sensibilización destinadas a autoridades judiciales, para que tomen en consideración los derechos y necesidades de los chicos con referentes adultos encarcelados, priorizando medidas alternativas a la privación de libertad, que permitan garantizar la relación paterno-filial”, cuenta Múgica.
Explica que el Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas estableció una serie de principios entre los que se destacó especialmente que el derecho de los niños y adolescentes a mantener una relación con sus progenitores no debe quedar subordinado a las preocupaciones de seguridad del Estado. Siempre que haya niños, se deberá dar prioridad a las medidas sin privación de la libertad, incluso en relación a la detención preventiva.
Sobre este punto, Laino asegura que la Justicia, tiene “literalmente una venda en los ojos (salvo hornadas excepciones) para evaluar la situación de una persona detenida que tiene niños o adolescentes a su cargo”.
Asegura que cuando los defensores piden que se morigere el encierro preventivo y el impacto negativo del encarcelamiento en la familia, por ejemplo, a través de la prisión domiciliaria o del uso de dispositivos electrónicos como pulseras, los jueces casi nunca lo conceden. “Uno de los argumentos que usamos es el interés superior del niño, pero los jueces no están sensibilizados sobre esta problemática”, dice.
Mantener los vínculos
Con respecto de la necesidad de mantener los vínculos durante el encarcelamiento y de trabajarlos para el momento en que los adultos recuperen la libertad, Andrea Casamento, presidenta de Acifad, dice: “El sistema penitenciario complica todo. No entienden que esos chicos tienen el derecho de ver a sus padres, y que estos tienen una obligación para con sus hijos: el Estado debe garantizar que puedan cumplirla”.
La distancia entre los hogares y los penales; el impedimento de que los presos se comuniquen con sus familias como una forma de castigo; la falta de espacios amigables y de juegos en los lugares de visita; y las incomodidades que generan las requisas y las largas colas, son algunos de los factores que atentan contra la relación entre padres e hijos.
“Vemos a la familia sometida a revisaciones absolutamente vejatorias”, cuenta Laino. Para evitar esto, podría contarse con medios tecnológico, como en los aeropuertos: “El sistema penitenciario federal compró escáneres, pero no funcionan, y esto ocurre también en muchas provincias. Muchas veces no se quiere ir de visita para no pasar por la requisa: la cárcel termina desintegrando a la familia”.
Brian, el hermano mayor de Lionel, cuenta: “Tenemos que hacer una fila larga y nos aburrimos: hay un teléfono que no anda colgado en una pared y jugamos con eso. Después, vamos a una pieza con un policía que te revisa todo: los bolsillos, la campera, las zapatillas”. Más de una vez, le gritaron, y eso no le gustó.
Coria concluye que hay mucha presencia institucional, pública y no gubernamental, en la vida de estas familias y niños. “Muchas veces no se trata de crear programas específicos para los hijos de presos, sino de revisar el propio hacer institucional y preguntarse cómo el mismo impacta para bien o para mal en aquellos”.