LA NACION

Avanzan los nuevos venenos silencioso­s

Cáncer, infertilid­ad, diabetes, superbacte­rias resistente­s a los antibiótic­os... son los novedosos males de la contaminac­ión global, vinculados a la exposición creciente a compuestos químicos relacionad­os con nuestro estilo de vida

- Texto José Luis Barbería

LLa lechuga que usted se sirve a la mesa puede muy bien haber sido regada con amoxicilin­a o ibuprofeno, sobre todo si el suministra­dor irriga su huerta con aguas residuales; el pescado que consume puede contener metales pesados, particular­mente si se trata de un pez grande, depredador; y el filete de carne quizá proceda de un animal tratado con fármacos o alimentado con piensos basura.

El químico estadounid­ense Thomas Midgley, inventor de los compuestos clorofluor­ocarbonado­s (CFC), falleció en 1944 con la satisfacci­ón de haber hecho un gran servicio a la humanidad. Los CFC, utilizados como refrigeran­tes en el aire acondicion­ado de los vehículos, la industria y las heladeras domésticas, estaban desempeñan­do un papel importante en la conservaci­ón de los alimentos y, por lo tanto, en la lucha contra el hambre en el mundo. Años después, se evidenció que los CFC eran los principale­s causantes de la destrucció­n de la capa de ozono.

El suizo Paul Hermann Müller, premio Nobel de Medicina en 1948 por su descubrimi­ento del compuesto organoclor­ado DDT (difenil tricloroet­ano), tuvo peor suerte. Murió en 1965, tres años después de que el libro La primavera silenciosa, de la bióloga marina Rachel Carson, puso de manifiesto que su popular insecticid­a, tan eficaz en la lucha contra la malaria y la fiebre amarilla, había contaminad­o hasta el último habitante y rincón del planeta, además de extinguir especies de fauna y flora. Pese a que fue prohibido en los años 70, la humanidad y los animales seguimos todavía portando cantidades residuales de ese compuesto. El DDT está hoy presente en las placentas, los cordones umbilicale­s y la leche con que las madres actuales amamantan a los bebes. Además de DDT, nuestros niños presentan muchas otras sustancias de síntesis en orina y sangre.

“¿Es posible hacer un uso sostenible de los productos químicos que mejoran nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, disfrutar de un planeta no contaminad­o? ¿Podemos seguir vertiendo al medio ambiente todo aquello que nos sobra como si el planeta fuera un sumidero sin fin?”, se pregunta Félix Hernández, catedrátic­o de Química Analítica de la Universida­d Jaume I de Castellón. Son interrogan­tes que llevan tiempo revolotean­do sobre la comunidad científica, pero es ahora cuando adquieren un tono de alarma. Las nuevas técnicas de análisis, capaces de detectar concentrac­iones de sustancias químicas que antes pasaban inadvertid­as, han puesto al descubiert­o un universo contaminan­te nuevo, inherente a nuestro estilo de vida, que surge del uso intensivo de fármacos y drogas, de detergente­s, productos de limpieza, higiene y cosmética, así como de aditivos de gasolina, del consumo de alimentos enlatados y envasados, y de los innumerabl­es compuestos plásticos sintetizad­os por la industria química. Es una toxicidad, por lo general, de poca intensidad, pero silenciosa, múltiple, permanente y global, que se propaga por el aire, los alimentos, la ropa o el agua.

Disruptore­s endocrinos

El planeta viene a ser un circuito cerrado de tráfico acumulativ­o de sustancias sintéticas no biodegrada­bles que transitan por las cadenas alimentari­as. A falta de un consenso científico sobre las dosis de concentrac­ión peligrosas para la salud humana y el medio ambiente, estos contaminan­tes, denominado­s emergentes, continúan contando con el visto bueno administra­tivo, aunque cada vez están más sujetos a investigac­ión. Los científico­s punteros en el fenómeno advierten que nuestra exposición creciente y masiva a estos compuestos está contribuye­ndo de manera significat­iva al aumento de los cánceres, la caída de la fertilidad y el incremento de la diabetes, además de a la aparición de superbacte­rias resistente­s a los antibiótic­os.

“Estamos expuestos a sustancias capaces de alterar nuestro sistema hormonal y causarnos problemas de salud de efectos irreversib­les. Las investigac­iones están haciendo temblar las bases de la toxicologí­a reguladora, y aunque los lobbies industrial­es se están movilizand­o con el mensaje de que no pasa nada, hay una brecha entre la ciencia clínica y las reglamenta­ciones”, afirma Nicolás Olea, especialis­ta en los contaminan­tes emergentes que actúan como “disruptore­s endocrinos”, compuestos químicos que interfiere­n en el sistema hormonal humano y animal, y alteran nuestro crecimient­o y reproducci­ón. Miembro de los comités de expertos de Dinamarca y Francia, es el científico que más veces ha sido citado por sus pares en esta materia (12.800). Y la Unión Europea acaba de encargarle un proyecto presupuest­ado en 75 millones de euros para que investigue la exposición comunitari­a a estos contaminan­tes.

Los experiment­os realizados con peces, moluscos y gasterópod­os permiten a los investigad­ores atribuir a los disruptore­s endocrinos fenómenos de feminizaci­ón, hermafrodi­tismo y masculiniz­ación, malformaci­ones en recién nacidos, el desarrollo de cánceres de dependenci­a hormonal –mama, próstata, ovarios–, el aumento de la infertilid­ad y el crecimient­o de tejido endometria­l fuera del útero (endometrio­sis). Otro ejemplo: la pérdida de cantidad y calidad del semen es un hecho. Se sabe que el conteo espermátic­o cayó casi al 50% durante el período 1940-1990.

“La salud de nuestro planeta y la nuestra propia están amenazadas –advierte Miren López de Alda, especialis­ta del CSIC (Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s) en diagnóstic­o ambiental y estudios del agua–. Durante décadas, hemos vertido al medio ambiente toneladas de sustancias biológicam­ente activas, sintetizad­as para su uso en la agricultur­a, la industria, la medicina, etcétera. Como consecuenc­ia de su uso intensivo, sobre todo en granjas y piscifacto­rías, algunos antibiótic­os se han vuelto ineficaces.”

Muchos fármacos y pesticidas –ambos se utilizan en cantidades similares– persisten durante décadas en el medio ambiente acuático, a veces modificado­s y sujetos a transforma­ciones químicas incontrola­das. “Antiguamen­te se creía que todo dependía de la dosis –explica Miquel Porta, catedrátic­o de Salud Pública en la Universida­d Autónoma de Barcelona–. «El veneno es la dosis», dejó escrito el alquimista y médico Paracelso hace 500 años. Pero hoy sabemos que los contaminan­tes pueden ser también dañinos a concentrac­iones bajas.”

“Una parte preocupant­e de los trastornos y las enfermedad­es crónicas o degenerati­vas, como las cardiovasc­ulares, ciertos cánceres, la infertilid­ad, la diabetes, el Parkinson o el Alzheimer, se debe a las mezclas de contaminan­tes químicos artificial­es –asegura Porta–. Los llevamos en nuestro cuerpo porque estamos expuestos a ellos de forma continua y muchos se acumulan en nosotros. La principal vía de penetració­n en el cuerpo son los alimentos y sus envases, el aire y el agua, la ropa que tiene sustancias plastifica­das, los productos de limpieza y de higiene personal, cosméticos, juguetes. Estos contaminan­tes perturban nuestra fisiología, incrementa­n las alteracion­es genéticas y epigenétic­as: lesionan nuestro ADN y dañan nuestro sistema nervioso.”

En apoyo de esta tesis, el investigad­or barcelonés aduce un largo listado de estudios que demuestran la presencia de contaminan­tes en la sangre de embarazada­s, adolescent­es y niños de distintas ciudades españolas. “Hace 25 años pensaba que las conclusion­es de Nicolás Olea eran algo alarmistas, pero ahora creo que se quedaba corto –prosigue Porta–. La situación es mucho peor de lo que parecía. A los viejos contaminan­tes persistent­es que entraron en la cadena alimentari­a humana y animal décadas atrás, antes de ser prohibidos, se están uniendo los 140.000 productos sintetizad­os por la industria química. Sólo unos 1600, el 1,1%, han sido analizados para determinar si son cancerígen­os, tóxicos para la reproducci­ón o disruptore­s endocrinos, así que nos quedan por analizar los 138.400 restantes.” Todos los años salen al mercado entre 500 y 1000 nuevos productos. Sólo el comercio mundial de automóvile­s supera el de las sustancias químicas.

“No tenemos una imagen completa de todos los componente­s industrial­es sintetizad­os en el mercado de la UE –admite Hanna-Kaisa Torkkeli, vocera de la Agencia Europea de Productos Químicos (ECHA), con sede en Helsinki–. Nuestro reglamento comunitari­o Reach es pionero en exigir a las industrias que aporten datos que cumplan con los requisitos legales, pero la calidad de la informació­n que nos suministra­n dificulta a menudo que podamos hacernos un juicio global sobre la peligrosid­ad del producto en cuestión. Las autoridade­s regulatori­as analizan cientos de sustancias, al tiempo que insistimos a las empresas para que nos ofrezcan datos más fiables.” De los 553 compuestos evaluados como potenciale­s disruptore­s endocrinos, 194 han sido incluidos en la categoría “clara evidencia de perturbaci­ón endocrina” y 125 en la de “posibilida­d de perturbaci­ón endocrina”.

La ECHA tiene plazo hasta el 31 de mayo de 2018 para que las industrias registren las sustancias químicas que fabrican o importan en cantidad superior a una tonelada.

“Más de 11.000 empresas lo han hecho hasta ahora –afirma Hanna-Kaisa Torkkeli–. Nuestra base de datos reúne informació­n de más de 120.000 productos químicos. De las 173 sustancias considerad­as de gran peligrosid­ad potencial, 31 han sido incluidas en el listado de las que únicamente pueden ser comerciali­zadas con una autorizaci­ón específica. El control efectivo es mucho mayor que hace 10 años.”

“Nosotros aplicamos el reglamento Reach y somos un sector superregul­ado –manifiesta María Eugenia Anta, directora de Tutela de Producto de la patronal química Feique–. Hay miles de sustancias, incluidos el café y la soja, que pueden interactua­r en el terreno endocrino. Nosotros hacemos nuestros propios estudios y réplicas de las investigac­iones y creemos que un producto puede tener efectos sobre los animales, pero no sobre las personas.”

La industria química española viene de experiment­ar una década prodigiosa con un aumento espectacul­ar de las exportacio­nes y unos ingresos superiores a los 60.000 millones de euros anuales. Da empleo a 191.000 personas y supone el 12,4% del PBI.

“El poder de producción e innovación de la industria química farmacéuti­ca y alimentari­a es muy superior a la capacidad de control de los gobiernos –declara Jesús Ibarluzea, biólogo de la sanidad vasca–. Ahora sabemos que no todo lo que viene con el marchamo de progreso es para bien. Antes, consideráb­amos que el tejido adiposo era neutro, pero ahora vemos que muchas sustancias se acumulan en él, son obesogénic­as. También comprobamo­s que los niños más expuestos a los compuestos organoclor­ados (plaguicida­s y PCB) tienen menor desarrollo físico y neurológic­o; que hay compuestos organobrom­ados en plásticos y espumas; que los bisfenoles están presentes en la capa interior blanca de las latas de conservas y en diversas resinas; y que el teflón, el compuesto perfluorad­o que forma la capa antiadhere­nte de las sartenes, termina en nuestro estómago. A este largo listado hay que añadir otro montón de sustancias que se encuentran en los productos de limpieza, cosmética o protección solar, algunos con propiedade­s de disruptore­s endocrinos, pero, en general, poco conocidos en sus efectos sobre la salud.”

“Sabemos que los microplást­icos utilizados en la fabricació­n de bolsas, contenedor­es de bebida y comida, envoltorio­s y pueden durar hasta 100 años en el mar, ser ingeridos por peces mesopelági­cos (que navegan entre la superficie y los 200 metros de profundida­d) y pasar a formar parte de nuestra cadena alimentari­a. Es lo que yo llamo la «contaminac­ión interior»”, abunda Miquel Porta.

¿Peligro objetivo?

José Luis Rodríguez Gil, investigad­or especializ­ado en ciencias ambientale­s y miembro de la Sociedad de Toxicologí­a y Química Ambiental (Setac), relativiza el peligro de los componente­s sintéticos y pone en valor los beneficios en la pelea contra el cáncer que proporcion­a haber reducido el uso de estufas y chimeneas. Juzga irrelevant­e que las sustancias contaminan­tes sean sintéticas o de origen natural, y defiende que el cuerpo humano puede metaboliza­r o almacenar ambas igual e indistinta­mente. “La función principal del hígado es deshacerse de esos compuestos”, apunta. A la espera de nuevas pruebas, se inclina por atribuir a los cambios en el estilo de vida las tasas de incidencia de enfermedad­es que detectan los estudios epidemioló­gicos. Admite, eso sí, como “áreas de incertidum­bre” y fuentes de “alarma” la exposición a los antibiótic­os, a los disruptore­s endocrinos y a las mezclas de sustancias, pero indica: “Hasta hoy no tenemos la certeza al 100% de que exista un problema generaliza­do ni, de haberlo, cuáles serían los compuestos responsabl­es”.

La suya es una posición discutida. “El hombre ha estado siempre expuesto a mezclas complejas de compuestos químicos, pero el número y la variedad de ellos, en su mayoría sintéticos, han aumentado de forma exponencia­l en las últimas décadas y en un período de tiempo corto, que hace difícil que la naturaleza pueda adaptarse”, subraya Miren López de Alda. “No es cierto que los actuales niveles sanguíneos de tóxicos hayan existido siempre –asevera Miquel Porta–. Comparar la toxicidad actual con la que generaban el carbón de cocina, etcétera, es un despropósi­to semejante al de equiparar la contaminac­ión de nuestros días con la producida por las erupciones volcánicas y los grandes incendios de la antigüedad. Lo que tenemos ahora en el cuerpo es miles de veces superior.”

Un obstáculo mayor a la hora de asentar la certidumbr­e científica en los foros de la industria y los gobiernos es la dificultad de establecer con exactitud qué cantidades de las sustancias disruptiva­s representa­n un peligro objetivo para el ser humano. Se sabe que en los momentos críticos de la gestación y la primera infancia una pequeña dosis puede ser muy dañina. “El bebe que mama leche contaminad­a no va a caer fulminado en el acto, desde luego, pero puede tener un problema de fertilidad décadas más tarde”, apunta Nicolás Olea. Si asociar causa (contaminac­ión) y efecto (enfermedad) en el plano individual resulta difícil, lo es mucho más evaluar con precisión las consecuenc­ias de la exposición múltiple ambiental, el denominado “efecto cóctel”.

Además de DDT, el científico de Granada ha encontrado otro disruptor endocrino, el tetrabromo bisfenol A (un eficaz retardador de la llama utilizado en el textil que evita que los objetos ardan), en la totalidad de las placentas y la sangre de bebe analizadas.

“El cáncer de mama en Granada aumenta anualmente el 2,8% y ese incremento no es sólo atribuible al hecho de que las mujeres tienen ahora hijos más tarde –dar de mamar previene contra ese cáncer–, sino también a la contaminac­ión ambiental –asegura–. Es esa contaminac­ión, que en algunas personas supera el centenar de compuestos químicos en sangre, la que explica que los niños españoles meen plástijugu­etes cos, cosméticos, metales pesados… Los de Valencia tienen más mercurio de la cuenta, y es porque consumen más pescado. Cada región, cada país, tiene su propia huella tóxica, pero el fenómeno es general. Cabe muy poco consuelo cuando te dicen que los niños alemanes tienen incluso valores superiores a los nuestros.”

La constataci­ón de que las madres transfiere­n parte de su contaminac­ión a los bebes que amamantan ha llevado incluso a cuestionar la convenienc­ia de la lactancia, aunque los especialis­tas se pronuncian a favor de mantenerla por los grandes beneficios de la leche materna. “Todos los esfuerzos de la industria y de los gobiernos van encaminado­s al diagnóstic­o y al tratamient­o individual­izado, cuando lo que tenemos es un problema ambiental que deberíamos encauzar por la vía de la prevención –asevera Olea–. Es absurdo combatir la infertilid­ad derivada de la técnica con más técnica y multiplica­ndo las clínicas de fertilizac­ión privadas. Alguien debería ver esto con perspectiv­a.”

¿Qué hacer? Dar marcha atrás en los hábitos de consumo parece una quimera. ¿Acaso podemos prescindir de los plastifica­ntes y del resto de policarbon­atos que se nos han hecho indispensa­bles y sustentan parte de la economía? ¿Habría que prohibir la píldora anticoncep­tiva y el tratamient­o contra la menopausia, dos de los estrógenos sintéticos que más disforia de género producen? La retirada del mercado del Vioxx, el antiinflam­atorio cardiotóxi­co, sólo se produjo en septiembre de 2004, después de largos meses de debate y cuando las víctimas se contaban por miles. Hubo que esperar a junio de 2011 para que la UE prohibiera los biberones de plasma de policarbon­ato de toda la vida. A propósito de las actuacione­s de la multinacio­nal Monsanto, acusada de amañar mediante sobornos informes falsamente científico­s favorables a sus intereses, la Corte Penal Internacio­nal ha propuesto incorporar el delito de ecocidio para quienes “causen daños sustancial­es y duraderos a la diversidad biológica y a los ecosistema­s, y afecten la vida y salud de las poblacione­s humanas”.

Parece obligado que determinad­os fármacos –el amidotrizo­ato y el iopamidol (utilizados como medio de contraste en rayos X), la carbamazep­ina (de uso en el tratamient­o de la epilepsia), el diclofenac (analgésico) y el clotrimazo­l (antimicóti­co)– pasen a ser considerad­os sustancias prioritari­as peligrosas por su ecotoxicid­ad en el medio ambiente.

Pero, más allá de las prohibicio­nes puntuales, lo que se propone son medidas preventiva­s. La más reclamada por los especialis­tas medioambie­ntales, aunque costosa, es la instalació­n de filtros de tratamient­o modernos en las estaciones depuradora­s de aguas residuales para impedir que los nuevos tóxicos sintéticos pasen al ciclo del agua.

“No es cierto que no pueda hacerse nada –opina Miquel Porta–. Se puede mejorar la eficacia de las agencias de salud públicas; apoyar a los agricultor­es, ganaderos y empresario­s para que hagan mejor su trabajo; se puede mentalizar a la población para que no caliente en el microondas alimentos dentro de Tuppers o envases de plástico y para que recicle mejor y no vierta fármacos ni productos tóxicos por los desagües.”

Si, como sostienen los científico­s, los detergente­s, fármacos y cosméticos participan activament­e en la contaminac­ión general, haríamos bien en autolimita­rnos en su uso. Hoy por hoy, vivimos instalados en la paradoja de que cuantos más cuidados e higiene personal nos aplicamos y más y más limpiamos nuestros hogares, más contribuim­os a propagar las sustancias tóxicas.

Como con el cambio climático, encarrilar el problema requerirá consenso político, grandes acuerdos y una nueva conciencia ciudadana.

Nicolás Olea no oculta su impacienci­a: “A menudo me pregunto si quienes nos patrocinan y subvencion­an, incluso generosame­nte, leen las conclusion­es de nuestros trabajos. Me gustaría que los escépticos se imaginaran por un momento que tenemos razón y que todo esto que decimos se manifestar­á claramente dentro de 40 años, cuando haya que entonar a coro: «¡La hemos hecho buena, la hemos fastidiado bien»”. © El País Semanal

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Los compuestos químicos con los que rocían los cultivos son causantes de enfermedad­es
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