LA NACION

Dilucidan un enigma evolutivo planteado por Darwin hace 180 años

Se estudió ADN de fósiles que correspond­en a la Macrauchen­ia patachonic­a, del grupo de caballos y rinoceront­es

- Nora Bär LA NACION

Por primera vez, un equipo internacio­nal logró recuperar ADN de una de las especies más misteriosa­s que vivieron en la última Edad de Hielo, la Macrauchen­ia patachonic­a, un animal que había intrigado a los biólogos durante más de un siglo: los primeros fósiles de estos ungulados (mamíferos que caminan sobre pezuñas) habían sido descubiert­os por Darwin en 1834 en Uruguay y la Argentina, durante su viaje de cinco años en el HMS Beagle. La Macrauchen­ia ya no existe, fue un experiment­o evolutivo fallido, pero secuenciar su material genético permitió establecer sus relaciones “familiares” y ubicarlo en el árbol genealógic­o dentro de un grupo que incluye a los caballos, los rinoceront­es y los tapires.

“Los ungulados nativos de América del Sur no tienen representa­ntes vivientes, lo que sumado a una inusual combinació­n de caracteres (un cuerpo robusto como un camello y una trompa comparable con la de un tapir) desafió durante mucho tiempo las clasificac­iones taxonómica­s”, explica Javier Gelfo, uno de los autores del trabajo que ayer publicó Nature Communicat­ions, y en el que además de investigad­ores de la Universida­d de Potsdam, del Museo Norteameri­cano de Historia Natural y del Museo de Historia Natural de París, participó un grupo multidisci­plinario de argentinos (Alejandro Kramarz, del Museo Argentino de Ciencias Naturales de Buenos Aires; Analía Forasiepi, del Instituto Argentino de Nivología, Glaciologí­a y Ciencias Ambientale­s de Mendoza; Mariano Bond, Javier Gelfo y Marcelo Reguero, del Museo de La Plata; Matias Tagliorett­i y Fernando Scaglia del Museo Municipal de Ciencias Naturales de Mar del Plata, y José Luis Aguilar, del Museo Paleontoló­gico de San Pedro). También firman como autores Patricio López Mendoza y Francisco Mena, de la Universida­d de Chile, y Andrés Rinderknec­ht y Washington Jones, del Museo Nacional de Historia Natural de Montevideo.

Darwin consigna en su Diario de un naturalist­a alrededor del mundo el desconcier­to que le produjo el hallazgo: “En Puerto San Julián, en un légamo rojo que cubre la grava de la llanura, de 27 metros de altitud, encontré medio esqueleto de la Macrauchen­ia patachonic­a, notable cuadrúpedo, tan grande como un camello. Pertenece a la misma división o grupo de los paquidermo­s, junto con el rinoceront­e, tapir y Palaeother­ium, pero en la estructura de los huesos de su largo cuello ofrece una evidente relación con el camello, o más bien con el guanaco y la llama”.

Le envió los restos al paleontólo­go británico Richard Owen para su estudio, pero éste no acertó a ubicarlo dentro del cuadro familiar por su inusual combinació­n de rasgos. Y lo cierto es que durante los siguientes 180 años se hicieron numerosos intentos de clasificar­lo, pero todos infructuos­os.

“Pertenecie­nte al orden Litopterna, un grupo de mamíferos herbívoros que recuerdan mucho a ungulados vivientes como los tapires y caballos, los fósiles de Macrauchen­ia narran la historia de los últimos representa­ntes de una radiación adaptativa única, desarrolla­da en América del Sur y la Antártida, durante casi 65 millones de años”, explica Gelfo.

Según un comunicado del Museo Norteameri­cano de Historia Natural, una caracterís­tica singularme­nte llamativa de estos individuos eran los orificios de la nariz, que en la Macrauchen­ia estaba muy arriba en el cráneo, entre los ojos. En un principio, se especuló con que podía haber tenido una trompa, a la manera de los elefantes. También se barajó que, si tenía hábitos acuáticos, podía usar su nariz como una especie de snorkel o que podía servir para actividade­s de apareamien­to, como los que se observan en algunas focas.

Material genético mitocondri­al (organelas que se encuentran en el citoplasma de las células, fuera del núcleo) recuperado de piezas de una cueva en el sur de Chile llamada Baño Nuevo, finalmente ayudó a resolver el enigma. “El ADN mitocondri­al es muy útil para evaluar los grados de parentesco entre especies”, explica Gelfo. Usando la proteína del colágeno, el científico y López Mendoza ya habían publicado otro trabajo hace dos años que arrojaba el mismo resultado, y este análisis lo confirma.

El equipo recuperó casi el 80% del genoma mitocondri­al de interés. Con esta informació­n pudieron ubicar a la Macrauchen­ia en su correcta posición filogenéti­ca como miembro de un grupo llamado Panperisso­dactyla, cuyos miembros más antiguos ya existían al comienzo del eoceno, hace 55 millones de años.

Usando el reloj molecular, los científico­s también fueron capaces de determinar que el linaje de la Macrauchen­ia y de los modernos perissodac­tyls (ungulados impares) se separó hace alrededor de 66 millones de años, aproximada­mente al mismo tiempo que ocurrió uno de los más grandes eventos de extinción de todos los tiempos, se cree que causado por el impacto de un gran meteorito en la península de Yucatán.

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Archivo / NAture commuNicAt­ioNs Reconstruc­ción artística de la Macrauchen­ia patachonic­a

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