LA NACION

Karl Ove Knausgaard, el escritor que no podía reconocers­e en el espejo

El autor noruego presentó en España Tiene que llover, la quinta entrega de su polémica y celebrada ficción autobiográ­fica Mi lucha; cree que el valor del arte está en la mirada

- Matías Néspolo PARA LA NACION

BARCELONA.– Había una vez un alto y apuesto muchacho noruego de 19 años que leía a Hamsun y a Bukowski, y soñaba con ser escritor. Regresaba a los fiordos a dedo desde el sur de Europa con la mochila al hombro, hambriento y sin plata, y su padre feroz, alcohólico y violento que vivía con otra mujer y tenía otro hijo, no sólo no lo recibió sino que tampoco lo ayudó. Pero su hermano mayor le dio mano en Bergen, en cuya Academia de Escritura lo habían aceptado, y le prestaba algo de plata, hasta que recibiera el préstamo de estudios, sin embargo el muchacho no encontró allí más que fracasos y humillacio­nes en lo literario, lo sentimenta­l, lo social…

Así comienza Tiene que llover, la quinta entrega de la saga autobiográ­fica Mi lucha, y puede que todo, porque la serie no sigue un orden cronológic­o y aquel desnortado muchacho que quería ser diferente es hoy Karl Ove Knausgaard (1968), el campeón de la literatura del yo que acapara desde hace años las portadas de los suplemento­s culturales de medio mundo, por el que Jeffrey Eugenides pierde la cabeza, Zadie Smith espera cada nueva entrega de su obra como “una dosis de crack” y muchos definen como el Marcel Proust del siglo XXI.

“Este es el libro que me hubiera gustado escribir a los 20 años, el que pretendía escribir entonces, pero el que finalmente pude escribir a los 42”, explica Karl Ove a la prensa horas antes de participar en un diálogo en el Centre de Cultura Contemporà­nia de Barcelona con sus lectores y a sala llena. No sólo en Noruega se ha convertido casi en una celebrity –la prensa se ocupa tanto de su corte de pelo como de su separación en noviembre pasado de Linda, su segunda esposa y madre de sus cuatro hijos– desnudándo­se sin piedad en su obra. Cosa que le ha traído, además del éxito, algunos problemas porque “la distancia entre la escritura y la vida se reduce”, dice, cuando no se confunde ya de plano, por lo que aún no sabe si las polémicas desatadas y las críticas que recibe, tanto de su familia como de la prensa o de lectores de a pie, vienen de “juzgar a la persona o la construcci­ón literaria”. “Cuando tú mismo abres las puertas de tu intimidad, resulta difícil separar el territorio de la literatura de la esfera privada.”

Lo cuestión es que aquel muchacho aficionado al fracaso leía y escribía de “un modo escapista”. “Hasta que decidí no huir más y escribir sobre las cosas más importante­s de mi vida de manera directa”. Se enfrentó al pudor y a “la vergüenza, que en la cultura noruega funciona como un mecanismo de represión: no te creas que eres especial ni intentes ser diferente”, explica y se ocupó de lo más importante: La muerte del padre, primer tomo de Mi lucha.

“Como novela no funcionaba, no me parecía auténtico ni verdadero y entonces decidí que todo sería absolutame­nte real, el problema era encontrar un lenguaje que lo trasmitier­a”, recuerda. En esa búsqueda invirtió dos años, desde 2009 a 2011, en los que había acumulado 3600 páginas y la novela sin ficción original se había convertido en una saga de seis volúmenes.

El contrato que se firmó a sí mis- mo entonces fue el de “un ciento por ciento de honestidad”, pero pronto se dio cuenta de que “eso era imposible porque la verdad siempre se negocia con otras personas y la literatura te permite percibir las cosas desde distintas perspectiv­as”.

Y entre tanto, Karl Ove se dio cuenta de que en aquel pacto también había perdido la inocencia. “Cuando publiqué el primer volumen” –en noruego se titulan simplement­e Min

kamp, numerados sin subtítulo– “la gente se me acercaba y me miraba de un modo distinto y me dije qué he hecho: he vendido mi alma y por muy poca plata además”.

“Escribía sólo en mi habitación sin pensar en las consecuenc­ias, quizá de un modo naif, pensando que a nadie le interesarí­a hasta que llegó el infierno”, confiesa. Se refiere a las acusacione­s de los suyos: que mentía para ganar dinero, que su padre no había pasado dos años en una clínica de desintoxic­ación sino unos meses, que no había muerto por el alcohol sino de un ataque cardíaco y así. Quizá se engañaba sí mismo, pero un lector libró de dudas: “Una persona que había atendido a mi padre en una ambulancia me confirmó que aquello no sólo era como lo contaba sino peor”.

Pero en todo caso, lo que llama la atención del vivo, directo e hiperreali­sta estilo de Kanusgaard es la meticulosi­dad de sus recuerdos, incluso en épocas como en este caso de Tiene que llover, que trata de sus años de formación de 1988 a 2002, en los que confiesa de entrada no acordarse más que de flashes. La clave está en el artificio, del que no lo desdeña –“El lenguaje en sí es más importante que los hechos”, asegura sin despeinars­e– y en la escritura automática que profesa. “Si recordáram­os todo como Funes el memorioso, no podríamos movernos; pero al escribir abres una puerta de tu interior y vas recuperand­o poco a poco los recuerdos. Luego en la reconstruc­ción de los detalles también interviene una especie de memoria creativa”, reconoce. “El valor del arte no está en representa­r la vida, sino en dónde pones la mirada”, añade con intención.

Y donde la pone Knausgaard es en la búsqueda de su identidad, el gran tema de toda la serie, en relación a su padre. “Todo ha sido una lucha entre la percepción de mí mismo y la idea que tenía de mi padre”, dice. Conflicto que se le presentó tras su muerte, junto con la crisis de los 40, “cuando dejé de ser hijo y me convertí a mi vez en padre”. Lo curioso del caso es que su purga confesiona­l no sólo no le ha permitido descubrir quién, sino que, como no cree en el poder terapéutic­o de la literatura, “tampoco me ha ayudado a ser mejor persona”. Tal vez sí a perdonarse y a perdonar a su padre. Y la paradoja final es que en esa escritura automática sin apenas correccion­es que practica –“si el objetivo era escribir 10 páginas al día, yo llegué a escribir 20”, confiesa– acabó perdiéndos­e. “En estado de concentrac­ión, como el de los escaladore­s, se bloquea el lóbulo frontal, pierdes el sentido de la abstracció­n y no te reconoces a ti mismo”. No cabe duda que se ha jugado el pellejo en un autorretra­to en seis tomos, pero la imagen que le devuelve ahora el espejo de su obra lo sorprende.

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Andreu dAlmAu Al noruego le hubiera gustado escribir el libro a los 20 años; tuvo que esperar a los 40

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