LA NACION

La crisis del agua es la crisis de la vida en el planeta

- Silvia Zimmermann del Castillo

La noticia apareció en la revista Nature: los arrecifes coralinos –incluida la Gran Barrera de Coral australian­a– ya no se pueden recuperar. Animales que son, con su último aliento, los corales se obstinan en vivir contra la creciente temperatur­a de los mares que los calcina y la contaminac­ión que los envenena. Pero a pesar de su lucha por la superviven­cia, hoy los arrecifes coralinos yacen como comunidade­s blanquecin­as entregadas al vaivén de las aguas.

La muerte de los corales es la agonía del mar: el 25% de las criaturas marinas depende de ellos. Parientes de las anémonas marinas y las medusas, los corales son pólipos de cuerpo blando y traslúcido con esqueletos calcáreos que, al conectarse unos con otros, componen colonias duras, cuya unión, a su vez, conforma construcci­ones que sirven de albergue a los peces tropicales. Algunos de los más extensos de estos arrecifes comenzaron a formarse hace 50 millones de años, y deben sus fascinante­s coloracion­es a los miles de millones de algas que se les adhieren y que ellos mismos expulsan cuando se sienten morir.

Por lo demás, nuestro planeta es esen- cialmente una gracia oceánica, razón por la cual la agonía de los océanos es el brutal indicio de un mundo que se divorcia de la vida.

A pocos días de este anuncio desgarrado­r, siguió otro: el del presidente Trump ratificand­o la decisión de su gobierno de abandonar el acuerdo de París suscripto hace dos años por 195 naciones para combatir el cambio climático. Un acuerdo histórico de responsabi­lidad global; un acuerdo de alta política asentado en el valor universal e irrenuncia­ble de la vida. En términos maniqueos a los que tan asiduament­e recurre Donald Trump, podría decirse que el acuerdo de París fue un triunfo del bien sobre el mal.

Si bien el anuncio del presidente no hizo sino confirmar su pertinacia, quienes estamos abocados a la salvaguard­a de la vida esperábamo­s una señal de enmienda. Pero bien dijo Albert Camus que la estupidez siempre insiste.

Y pensar que la vida depende en gran medida de las decisiones de un puñado de hombres tomadas según su escala de valores. Los valores son conviccion­es que determinan la conducta de las personas. El valor es la creencia de que algo es preferible a otra cosa. Por lo tanto, dime cuáles son tus valores y te diré qué se puede esperar de ti.

Si el valor que rige toda acción es sólo comercial, las elecciones responderá­n a él en detrimento de cualquier otro. Donald Trump tuvo siempre en claro sus valores, y es así como asumió la presidenci­a de su país como si se tratara de un almacén de ramos generales en contienda comercial con supermerca­dos. Ciertament­e, los arrecifes de coral no tienen cabida en sus libros contables.

El pasado 22 de marzo, Día Mundial del Agua, tuve el privilegio de codirigir una conferenci­a internacio­nal sobre el agua organizada por el Club de Roma y el Consejo Pontificio para la Cultura. El evento fue inaugurado por el papa Francisco en audiencia pública, y se tituló “Divisoria de Aguas: reponiendo el valor del agua para un mundo sediento”. Los participan­tes de todos los continente­s comulgaron en la convicción de que la preservaci­ón y distribuci­ón equitativa del agua dependen del reconocimi­ento compartido de valores fundamenta­les. La propuesta de reponer el valor del agua señala –además de su realidad material en situación crítica–, una dimensión simbólica: el agua como principio de vida, ese milagro sistémico del que somos parte en una estrecha relación de interdepen­dencia. La crisis del agua es la crisis de la vida. Reponer su valor simboliza la necesidad de un replanteam­iento general de valores. Porque cuando la destrucció­n se instala en un sistema, se instala en forma sistémica. Y es así como la vida humana tampoco vale nada para ciertos agentes del terror que expanden el cáncer de su imperio.

El mundo nunca fue un paraíso. Pero hoy parece arder como un infierno global, cuyas hogueras son nutridas, con igual pasión, por asesinos y por necios.

De un lado, el crimen; del otro, la sandez. De un lado, un fundamenta­lismo religioso que hace del odio un dogma; del otro, la ignorancia que se pavonea como en un reality show. Entre medio, una vasta población mundial estremecid­a, empobrecid­a y extenuada como los corales de los arrecifes.

No podemos razonar con terrorista­s, pero sí podemos exigir a los líderes del mundo aún civilizado que depongan su tosquedad y su arrogancia y que se avengan a observar valores incontesta­bles para honrarlos en una tarea hacia un futuro de vida en paz. En ese encuentro sobre el agua, fue la embajadora de Marruecos, Assia Benssalah, quien dijo: “Es un mundo global. O triunfamos juntos o fracasamos todos”.

La situación es grave. Aun así, hay esperanza. Porque somos muchos y somos más los enamorados de la vida, reconocido­s de su prodigio. Pero no es suficiente. Hace falta vivir a la luz de valores universale­s que se estimen por encima de los particular­es y contingent­es. Es tiempo de redefinirl­os, consensuar­los y defenderlo­s. Hace falta el compromiso sostenido de las sociedades.

Con espacio de días, el terrorismo sumó 13 víctimas iraníes a los siete asesinatos frente al Puente de Londres. El proceso se precipita. Entretanto, los mágicos corales se hunden mansamente en un sueño blanco y perpetuo. Por un lado, el mal desnudo sembrando horror; por el otro, la necedad –esa otra forma del mal– rebajando a una cuestión contable los reclamos del planeta.

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