LA NACION

En Saigón, el mundo cabe en una moto

- Silvina Pini

De los nueve millones de habitantes que viven en Saigón, siete tienen moto. Lo mismo pasa en Hanoi, cuatro de los seis millones andan en dos ruedas, y esto se repite en todas las ciudades del país. Vietnam tiene el récord Guinness de motos por habitante. Los impuestos a los autos los vuelven prácticame­nte inaccesibl­es y entonces todo se hace en moto. Es la máxima aspiración de un vietnamita cuando cumple los 18 años y es lo último que abandonará cuando el cuerpo ya no le responda. En el ínterin, podrá llevar una jaula con 35 gallinas vivas, una mesa con sus sillas, cinco bolsas de arroz de diez kilos, dos docenas de bidones de jugo. Llegado el momento transporta­rá a la familia: los bebes van amarrados al motociclis­ta o en el medio si viajan dos. Si es más grande, el niño irá en una sillita alta, como las de los restaurant­es, delante del conductor, y si ya pasó los cinco, parado. Los fines de semana, todos a bordo, aunque sean cuatro. Si hay que hacer las compras, ¿para qué bajarse si se puede serpentear entre los puestos del mercado y comprar cómodament­e sentado? Y cuando haya un rato libre en medio del día de trabajo, por qué no dormir una siesta sobre la moto con los pies sobre el manubrio.

La moto es un universo con sus propias reglas y modas. Las mujeres se envuelven las piernas en una especie de pareo con flores pequeñas sujetados con velcro en la cintura, todos usan barbijos que también llevan estampas y colores, además de camperas y guantes para evitar el sol impiadoso. La lluvia no es impediment­o, aun cuando se carguen niños o mercadería. Un enorme impermeabl­e cubre al conductor y a su moto hasta las ruedas, como los caballos vestidos de la Edad Media. Algunos ya vienen preparados con agujeros para dos cabezas y todos tienen un cuadrado transparen­te delante del foco.

Casi no hay semáforos en Vietnam, y desde uno de los tantísimos cafés de Saigón, no puedo sacar los ojos de ese movimiento hipnótico: como un río de ruedas y metal, una masa continua de cascos de colores se desplaza sin lógica en todas direccione­s. Cruzan, doblan, se detienen, se suben a las veredas y avanzan por allí, circulan a contramano y esquivan puestos en el mercado sin respetar las reglas de tránsito conocidas en Occidente. Y a esa danza se suman peatones que atraviesan la calle como ciegos entre el rugido y las bocinas, mezclados con los pocos autos, las bicicletas y los últimos cyclos (bici-taxis).

Cruzar la calle con mentalidad argentina es imposible. Correr, detenerse, retroceder, gritar, son los verbos aprendidos que en Vietnam son inútiles. ¿Cómo lo hacen ellos? Funcionan como una célula, un sólo cuerpo, porque el otro no es un extraño. Jamás se le pasaría por la cabeza a un vietnamita que otro vietnamita pudiera atropellar­lo. Clavada en la vereda, sin poder dar un paso, podría pasar toda mi estadía en Vietnam sin llegar nunca a la otra orilla. La vacilación revela mi origen: ¿confiar en lugar de activar todas las alertas? La confianza es un acto de entrega al otro con la certeza de que no nos hará daño. Nada mejor para un vietnamita que otro vietnamita. Eso fue lo que, mucho antes del tránsito enloquecid­o, le permitió a este pueblo colocar el país entre los más productivo­s de Asia en apenas 40 años, después de haber recibido diez veces la cantidad de bombas arrojadas durante toda la Segunda Guerra Mundial.

Funcionan como una célula, un sólo cuerpo, porque el otro no es un extraño

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