LA NACION

los cupos femeninos no son necesarios.

El avance de la mujer hacia puestos de conducción debe darse, al igual que en el caso de los hombres, por idoneidad y perseveran­cia y no por discrimina­ción

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El avance de la mujer hacia puestos de conducción a lo largo del tiempo no ha requerido de cuotas legisladas, sino de idoneidad.

La Constituci­ón de la Nación Argentina establece que todos sus habitantes “son iguales ante la ley y admisibles en los empleos públicos sin otra condición que la idoneidad”, sin prerrogati­vas de sangre ni de nacimiento. Pese a eso, nuestro país fue, allá por 1991, uno de los primeros en el mundo en dictar una ley que determinó un cupo femenino del 30% para cargos electivos en elecciones nacionales, al tiempo que algunos sectores bregan por elevar esa representa­ción mínima al 50 por ciento.

Los demás países de América latina dictaron “leyes de cuotas” en forma sucesiva. Siete han ido más lejos, al imponer la absoluta paridad política (50%): Bolivia, Ecuador, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Panamá y México. Y cuatro provincias argentinas han adoptado ese criterio: Córdoba, Santiago del Estero, Río Negro y Buenos Aires.

De los 194 países del mundo, casi la mitad introdujo cuotas para aumentar la representa­ción política de las mujeres. Unos 45 lo han hecho por ley (“cuotas legisladas”) y otros 50, aproximada­mente, mediante “cuotas de partido” en sus estatutos. Las primeras experienci­as ocurrieron en Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia, líderes mundiales en la disminució­n de la brecha entre sexos. Sin embargo, ello ocurrió sin ninguna legislació­n específica, sólo por decisión de los partidos o como simple resultado de elegir los mejores candidatos, con neutralida­d de género.

Este esfuerzo para equilibrar la presencia femenina en el quehacer colectivo, se refleja también en otras esferas, desde el empleo público hasta las fuerzas armadas, pasando por los órganos de dirección en las empresas. Varios países de la Unión Europea han aprobado leyes que imponen una cuota mínima de mujeres en directorio­s de empresas públicas o que coticen en bolsa.

El debate sobre la convenienc­ia o no de forzar las cuotas por vía de una ley se encuentra abierto. Y no sólo en la Argentina, sino también en el resto del mundo. En Europa, han adoptado “cuotas legisladas” pocos países: Bélgica y Francia (50%), España y Luxemburgo (40%) y Portugal (33%).

Es difícil cuestionar que siendo las mujeres la mitad de la población, no alcancen una proporción de representa­ción semejante en los parlamento­s. Tampoco puede negarse que la visión femenina enriquece la agenda de los temas públicos. Sin embargo, es opinable que el dictado de leyes, como “acción afirmativa” para eliminar presuntos obstáculos sea un procedimie­nto inocuo desde el punto de vista de otros valores en juego.

Por un lado, la legislació­n argentina consagró, tal vez sin quererlo, una discrimina­ción. Ya que, de acuerdo con su texto, ninguna lista de candidatos podría llevar menos de un 30% de mujeres, pero nada dice sobre un cupo para hombres. La polémica se desató recienteme­nte en Santa Fe, donde se renuevan nueve bancas de diputados nacionales y una fuerza política nueva, llamada Ciudad Futuro, presentó una lista sólo integrada por candidatas de sexo femenino. El juez Reinaldo Rodríguez impugnó la nómina por entender que no respetaba la ley de cupos, decisión que fue refutada por el citado partido político, que denunció que el magistrado estaba “tergiversa­ndo el espíritu de la ley, que vino a garantizar un mínimo de participac­ión de las mujeres y nunca un máximo”.

Colocar a un grupo en una categoría “protegible” con vistas a una elección es discrimina­rlo. Mucho más cuando se trata de mujeres, cuyo avance hacia puestos de conducción a lo largo del tiempo no ha requerido de cupos, sino tan sólo de idoneidad y perseveran­cia. Pretender establecer una “discrimina­ción positiva” en perjuicio de los varones no garantiza que ciertos lugares serán ocupados por mujeres conforme a su mérito o esfuerzo. En nuestro país, esos parámetros no se aplican, lamentable­mente, ni para unos ni para otros.

La destrucció­n de los partidos y su reemplazo por “espacios” o efímeras alianzas, con personajes saltando de un lado al otro, ha torcido en muchos casos las prácticas de selección hacia simples cónyuges o parientes de operadores tras bambalinas. También hacia figuras del espectácul­o o del deporte sin vocación por la política y candidatos ficticios o testimonia­les que estafan sonriendo.

Es fundamenta­l preservar el valor del mérito como criterio de preferenci­a también en el ámbito político, aun cuando hoy se encuentre degradado. El igualitari­smo a ultranza lo abomina, pues descree del esfuerzo individual como motor del bienestar general. Similar conflicto de valores se plantea en materia de responsabi­lidad penal (garantismo), de acceso irrestrict­o universita­rio y de calificaci­ón de los alumnos en las escuelas.

Es cierto que resulta menester también superar una perversa cultura machista y de violencia contra la mujer en la Argentina. Pero esto tendrá que lograrse mediante la educación y el ejemplo que deben brindar las escuelas, las familias, los gobernante­s y los líderes políticos, empresaria­les y sociales. No es correcto que la mujer necesite de tutorías o de cupos protectore­s para desarrolla­r a pleno sus capacidade­s.

La paridad de género se logrará como resultado de ese cambio social que llevará a los partidos a incorporar más mujeres a medida que la población comprenda la importanci­a del rol de éstas en la vida pública y lo demande con su preferenci­a en el voto. En ese momento, convergerá el consenso social con los objetivos que propugnan quienes impulsan el dictado de leyes para acelerar el trato igualitari­o.

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