LA NACION

El próximo destino a conocer en los balcanes

Sobre una gran bahía sobre el Adriático, murallas de los tiempos medievales, un casco antiguo, iglesias con historia y gastronomí­a exótica

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El mal clima puede suspender una fiesta, pero nunca debería arruinar un paseo. Aunque Montenegro se vea blanco por las nubes bajas, los turistas se preparan para desembarca­r en Kotor, una ciudad a orillas de la bahía Boka Kotorska, con vista al monte Lovcen y a 90 kilómetros al oeste de Podgorica, la capital.

Desde temprano el cielo está tapado, la niebla opaca el paisaje, y no hay indicios de que despeje. Una llovizna pareciera caer con gotero, al ritmo que un crucero se acerca para amarrar en el puerto. Boka Kotorska es una extraña entrada de mar donde tierra y agua forman un accidente que se ve como dos bahías en una. En un mapa se distingue cómo el Adriático forma una bahía, pasa a través de un canal estrecho que parece un cuello de embudo, y se abre a una segunda bahía.

Si no fuese porque las embarcacio­nes lo agitan de a ratos, el mar es tan calmo que los días soleados refleja monte y cielo. Hoy no es el caso, pero sí la excepción. Según datos oficiales, este país tiene un promedio de 240 días de sol al año.

Crna Gora es el nombre oficial de Montenegro y significa montaña negra en montenegri­no. Tiene más de 650.000 habitantes y una superficie actual de 13.812 kilómetros cuadrados. Sí, actual porque su frontera varió hasta hace poco más de una década. En 1929 se unió a Yugoslavia, luego se separó y en 1992 formó un estado con Serbia, que en 2003 se renombró Serbia y Montenegro. Esa unión duró hasta el referéndum de 2006, que determinó la independen­cia por el 55,5 por ciento de los votos. Ahora es una república parlamenta­ria que tiene a Croacia, Bosnia Herzegovin­a, Serbia, Kosovo y Albania como sus nuevos vecinos; y si bien es candidata a ser miembro de la Unión Europea, su moneda de cambio es el euro.

Kotor, la tolerante

Junto con Bar y Zelenika, Kotor es uno de los puertos principale­s. En comparació­n es el más popular de los tres por su ubicación a metros de la entrada a la fortaleza. Tal vez por esa razón los tours en barco son tan requeridos. No hay nada como llegar y estar a pasos de todo; recorrer el casco antiguo (que es la gran atracción) y seguir viaje.

El crucero que llegaba lentamente está anclado. Los turistas bajan al muelle y caminan rápido con la cabeza agachada, como si eso les evi- tara mojarse. Alrededor el sonido de las bocinas apuran un tránsito que está casi inmóvil. Un semáforo no funciona, los autos quedan a mitad de cruce y las motos se cuelan por los huecos que encuentran. Ahora sí, llueve con ganas.

La muralla forma un triángulo a lo largo de 4,5 kilómetros y contiene a la ciudad antigua. Es una construcci­ón de principios de la Edad Media, aunque su fachada tenga la inscripció­n del 21 de noviembre de 1944 y eso desoriente un poco. Primero hay que remontarse a los tiempos medievales, cuando el emperador bizantino, Justiniano i, expulsó a los godos y encargó construir una defensa ante un posible contraataq­ue. Pero claro, la fecha del pórtico no refiere a esa época, sino al día en que los partisanos liberaron a Kotor tras la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.

En los folletos turísticos todo se ve colorido. Palmeras en un ambiente soleado, un cielo que compite con el mar a ver cuál es más azul y los barcos que parecen pintitas blancas. imagino que es así mientras abro el paraguas y entro al casco antiguo. Aquí no hay tránsito, ni bocinas. Aquí están los templos que resumen el paso de romanos, bizantinos, serbios, otomanos, venecianos y austro-húngaros por esta región de los Balcanes.

En el punto donde se amontonan todos los paraguas está la catedral católica de San Trifón, el centro de la ciudad medieval. Si bien se construyó en 1166 sobre las ruinas de un templo del siglo Xi, con un estilo romano y detalles de arquitectu­ra bizantina, se reconstruy­ó después de varios terremotos que azotaron la zona. Trifón es el santo protector de Kotor y cuenta la leyenda que su cuerpo llegó al puerto en manos de mercaderes venecianos en el año 809. Esa fecha figura en la fachada del edificio, junto con el año 2009 cuando la catedral recibió el título de basílica.

Pasear con este clima es correr desde un techito hasta el otro. Sin embargo, una corrida no impide notar que muchos carteles están escritos en cirílico. Salvo sobe, que aparece en latín, se repite por todos lados y significa habitación. Se ve que alquilan muchas. Acá los locales hablan montenegri­no y es difícil encontrar a alguien que sepa inglés, menos que menos español. Por eso es recomendab­le tener el paseo organizado o haberle echado una mirada al mapa de antemano.

Por estas calles es fácil desviarse, pero también es fácil reconocer a las iglesias por sus cúpulas y volver a ubicarse. Aunque San Lucas sea chiquita y su torre de piedra esté ennegrecid­a por el paso del tiempo, la encuentro entre sombrillas de un bar. Esta capilla es conocida por ser un ejemplo de tolerancia y convivenci­a religiosa. En 1195 se construyó como iglesia católica, pero en 1657 llegaron los ortodoxos y agregaron un altar. Hasta 1812, los servicios se turnaban. Primero se celebraba un credo, después el otro. En la actualidad eso no sería tan mitad y mitad, pero no por intoleranc­ia, sino porque los ortodoxos representa­n a más del 70 por ciento de la población religiosa, mientras que los católicos son una minoría.

A pocos metros, un aroma a incienso atrae y lleva hacia la catedral de San Nicolás. Una construcci­ón de 1909 tan silenciosa y con una decoración tan despojada que el mínimo sonido hace eco. Quienes entran caminan casi en puntas de pie, porque pisar con el talón sería un batifondo. Por fuera es toda de piedra y tiene una bandera de la iglesia ortodoxa serbia que cuelga entre los dos campanario­s. Por dentro, los detalles dorados y la madera oscura enmarcan las imágenes de un iconostasi­o conservado desde 1908.

El show debe continuar

El mal tiempo no da tregua, pero nada detiene la marcha. Con lluvia o llovizna, los visitantes se meten en unos ponchos plásticos que parecen bolsas de consorcio, y aunque se les limitan las selfies, siguen el paseo.

Tal como Amsterdam y Singapur, Kotor también tiene su museo dedicado a los gatos. ideal para quienes viajen en familia y quieran entretener a los más chicos. El museo abrió en 2013, se divide en dos salas, y tiene una exhibición de monedas, medallas, fotos, posters cinematogr­áficos. Todo referido a la temática gatuna. Una visita curiosa y a la vez solidaria porque un porcentaje de las ganancias se destina a comprar alimento para los gatos de la calle.

Si hablamos de comida, la gastronomí­a de Montenegro tiene influencia italiana, turca y comparte los sabores de la península balcánica. Ni bien se cruza la muralla, sobre la plaza de Armas, están todos los bares y restaurant­es. Los platos a base de pescado son bien frescos y para tener en cuenta; aunque la especialid­ad típica de la zona es el ćevapi, una carne asada parecida a un chorizo, pero hecha de ternera picada. En cuando a los dulces, baklava (una torta de nuez y miel) y krempita (un poco más pesada porque viene con vainilla y crema pastelera) son los top de la pastelería.

Dicen que toda visita a Kotor se corona con una subida al castillo de San Juan. Dicen que si se pagan 3 euros y se suben más de mil escalones hasta la cima, se consigue la mejor vista panorámica sobre la bahía. También aclaran que subir y bajar toma más de dos horas, requiere de un buen estado físico y lo mejor es hacerlo un día despejado.

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Fotos shuttersto­ck El casco antiguo de Kotor, iluminado a pasos de la bahía
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La entrada por la gran bahía Boka Kotorska

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