LA NACION

Macri en el G-20: simpatía no es inversión

- Martín Rodríguez Yebra CoRRESPoNS­AL EN ESPAñA

Una vez al año el club de las grandes potencias invita a compartir la mesa a los líderes de unos pocos países emergentes a los que, en medio de la última gran crisis financiera, sintió que ya no debía excluir de los grandes debates sobre el rumbo de la economía mundial. Hasta la aparición disruptiva de Donald Trump, la Cumbre del G-20 era un foro en general apacible, donde primaba la camaraderí­a y se ratificaba­n consensos sin excesiva sustancia.

La Argentina entró al grupo porque los 20 se eligieron antes del derrumbe del crisis de 2001. A pesar del peso modesto de su voz, el país solía hacerse notar gracias a las lecciones que impartía Cristina Kirchner frente a sus colegas.

Ante el micrófono llegó a arrogarse llevar a la práctica una opción exitosa al capitalism­o –aquel “modelo de acumulació­n de matriz diversific­ada con inclusión social” que ahora descifran los jueces– y pregonaba “un modo de inserción propio en el mundo globalizad­o”.

Las arengas seguían en privado. Un asistente habitual cuenta que en las comidas oficiales a Felipe Calderón, ex presidente de México, lo sentaban siempre al lado de ella con la excusa del idioma común. “Al final algunos de los otros líderes le pedían que les contara qué había aprendido esta vez”, recuerda la fuente. A Vladimir Putin lo tomó despreveni­do en San Petersburg­o y le contó –traductor de por medio– todo sobre la dinastía Romanov y el Sóviet de Petrogrado.

Por carácter y estrategia, Mauricio Macri dio un paso atrás. Abandonó ese afán de protagonis­mo y aceptó la importanci­a relativa de la Argentina en la escena internacio­nal. La reconcilia­ción con el mundo es una estrategia de la que presume. Los líderes que importan lo visitan o lo reciben. El discurso que llevó a la cita de Hamburgo sintoniza con el liberalism­o predominan­te en Europa, sin por eso chocar de frente con el populismo aislacioni­sta de Trump. El año que viene presidirá el G-20 en Buenos Aires.

Lo malo es que caer bien no siempre alcanza. Entre la simpatía y las inversione­s que lleven al desarrollo puede haber un abismo. El Gobierno lo constata a medida que se sumerge en misiones que considera vitales, como el intento por ingresar en el selecto espacio de la oCDE o la negociació­n de un tratado comercial Mercosur-Unión Europea.

Aquel abismo queda del lado de adentro de la frontera: un sistema político inestable y sin partidos; déficit de transparen­cia; una sociedad tolerante con la corrupción; nula regulación de los conflictos de intereses; una justicia politizada. Son los rasgos persistent­es de un país declinante, donde se festeja la marcha parsimonio­sa de un tren digno del siglo XIX.

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