LA NACION

“¿Tiene sentido ser artista sin correr ningún riesgo?”

- Entrevista Diego Erlan

“Este certificad­o informa su fallecimie­nto”, le comunica un comisario a João Paulo Cuenca (Río de Janeiro, 1978) y, a partir de esa revelación, la trama de Descubrí que

estaba muerto (Tusquets) empieza a enrarecers­e. Con dosis de brutalidad y lucidez, este escritor carioca –que ya había publicado en español El único final feliz para una historia de amor es un accidente y Cuerpo presente– reflexiona en esta novela sobre su identidad, las contradicc­iones de su ciudad, el lugar del autor, su condición de joven escritor y las paradojas del sistema literario.

La primera vez que leí los documentos que acreditaba­n la muerte de João Paulo Cuenca, en 2011, pensé que se trataba de una especie de maldición. Estaba condenado a una muerte precoz. Una fantasía o un miedo que todos tenemos pero que en ese momento apareció materializ­ada. Ver tu nombre, tu número de identifica­ción y el nombre de tus padres asociados a un cadáver, a un muerto. Era el límite. Al principio me alejé, no quise seguir investigan­do. No aceptaba que ese pudiera ser tema de un libro o de cualquier otra cosa. Para mí era algo muy serio. Demasiado serio para que yo pudiera jugar con eso.

Ya había publicado cuatro libros, había sido traducido y empezaba a viajar invitado a festivales. Además, hacía comentario­s de cultura en la televisión y escribía para diarios de Brasil. Sin embargo, no estaba cómodo con mi lugar de joven escritor. Siempre había desconfiad­o de esa etiqueta y empezaba a sentir una mayor incomodida­d: tenía la sensación de que la performanc­e del escritor era más importante que el libro. Sentía que la gente consumía mi

performanc­e, las cosas que yo decía. Era más escuchado que leído.

Para mí la literatura nunca fue una cosa afirmativa: algo que fuera a darte certezas ni respuestas sobre algo. La escritura es lo opuesto: es antimateri­a, es la duda, la insegurida­d, el hueco, la cuenca. La

cuenca es un hueco. Bien, aquí está mi hueco. En ese momento sentía que toda la biosfera literaria y cultural de mi país y de todos los lugares a los que viajabamep­edíanloopu­esto:querían que fuera afirmativo. Y más aún: que fuera una especie de evangeliza­dor del papel positivo de la literatura. Tenía que tener un discurso casi utilitario: decir que la literatura puede salvarte la vida o que la literatura es luz. Pero no es eso. Es una forma de arte que está ahí para cuestionar las cosas, no para enseñarnos nada. En Descubrí que estaba muerto funciona el dispositiv­o de lo

póstumo. Cuando la escribía, no sé si creía que no iba a terminarla o nunca creí que iba a estar vivo para verla terminada. Escribía en ese estado mental. Y esa falta de certeza me liberó. Era la libertad de los difuntos. Machado de Assis escribió que “la gran virtud de los muertos es la sinceridad”. Justamente porque están muertos. Entonces me puse un poco en el punto de vista del muerto y aproveché esa sensación en la escritura misma. Me pareció interesant­e disfrutar de la libertad de ser póstumo. Pero al final sobreviví a mí mismo.

Esta novela fue un punto de inflexión. Más que una especie de suicidio ritual es como el cierre de un ciclo. De hecho, las últimas páginas de este libro se relacionan con el inicio de mi primera novela. Y la última secuencia de la película

A morte de J.P. Cuenca se comunica con el inicio de la novela siguiente,

Cuerpo presente, que el año pasado publicó aquí la editorial Dakota, en el mismo momento en que estrené la película en el Bafici. La película y la novela Descubrí que estaba muerto fueron procesos simultáneo­s pero una no es adaptación de la otra. Son obras complement­arias que se tocan en el proceso: como si una fuera el

backstage de la otra. La película se relaciona mucho con mi incomodida­d, con mi inconformi­smo de la

performanc­e del escritor. Y yo pensaba: ¿quieren ver el proceso de un escritor? ¿Quieren ver al escritor de cerca? Voy a meter al escritor en una pantalla enorme. Voy a convertir una situación que es incómoda para mí en arte y transmitir esta incomodida­d. Tanto en Descubrí que estaba muerto como en Cuerpo presente hay un cruce muy fuerte con la ciudad y la muerte arquitectó­nica. Como si la ciudad fuera una morgue. Por eso filmé la película como si estuviera abriendo un cuerpo. Brasil está fundado en el etnocidio y la esclavitud y entre los siglos XVIII y XIX, Río de Janeiro fue el puerto de esclavos más importante del mundo. El centro de Río y toda la zona portuaria, donde filmé, fue un enorme cementerio de esclavos. Sin embargo no hay nada que lo recuerde. Tenemos un Museo del Mañana pero no hay un Museo del Pasado. Ningún monumento recuerda los esclavos que están enterrados. Aquí matamos gente, pero hacemos como que no pasó nada. La idea que se tiene de Río está muy dirigida a borrar la violencia, la masacre y el terror del pasado. Aceptarlo nos resulta insoportab­le.

En el libro hay una crítica muy fuerte a todo el sistema literario pero antes que nada me critico a mí mismo. Lo hago en esta clave: ¿tiene sentido ser un artista en este momento del mundo sin correr ningún riesgo, completame­nte cómodo en relación con el medio editorial, la prensa o la academia? Para mí no. Ése es el corazón de todas mis obras. ¿Por qué no se toman más riesgos? ¿Por qué los escritores son tan conservado­res? El arte que me interesa es aquel que cuestiona el propio medio del arte. El propio medio de producción, divulgació­n y también su sistema económico. Para mí es imposible estar dentro de ese sistema sin criticarlo. O sin hacer una reflexión sobre eso. El buen arte es demoledor.

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DESCUBRÍ QUE ESTABA MUERTO J.P. Cuenca Tusquets
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