Alrededor de un concepto moderno clave
¿ C Cuál es el concepto moderno de cultura? De lo que se ocupa el crítico Terry Eagleton (Reino Unido, 1943) es de componer un paisaje de ideas alrededor de esta pregunta, cuya aparente delicadeza no debería engañar al lector.
A grandes rasgos, ese paisaje es el siguiente: si a finales del siglo XVIII la noción de cultura cobró relevancia como crítica del industrialismo y como rechazo de la idea de revolución, también fue en ese momento cuando se convirtió en un concepto clave en el discurso del nacionalismo romántico.
Después, durante el siglo XIX, el concepto de cultura se vio inmerso en los debates del colonialismo y la antropología, e incluso empezó a sustituir ciertos valores religiosos en declive. Hasta que en el siglo XX se convirtió también en una gran industria, capaz de transformar “el inconsciente popular” de maneras sin precedentes.
En ese punto, lo que suele entenderse como “cultura” pasó a ser un factor vital alrededor de conflictos que ahora, señala Eagleton, se desenvuelven entre nosotros bajo nombres como el “multiculturalismo” y la “política identitaria”, los cuales suelen resultar muchas veces convenientes para desplazar a la política. De hecho, al tensar al máximo su propia cuerda retórica, Eagleton escribe al respecto que “el propio discurso de los estudios culturales es marcadamente excluyente: presta gran atención a la sexualidad pero no al socialismo, a la transgresión pero no a la revolución, a la diferencia pero no a la justicia, a la identidad pero no a la cultura de la pobreza”.
Trazado el teatro de operaciones, y aunque los interlocutores del autor de Esperanza sin optimismo van desde Platón hasta la Escuela de Fráncfort y cristalizan en nombres como Edmund Burke y Oscar Wilde, a quienes dedica capítulos enteros para analizar los vínculos de época entre cultura, sociedad, política y estética, la vena polémica de Eagleton sabe también cuándo despegar de la cátedra y aterrizar sobre la realidad inmediata.
Por eso es que si, para insistir en la cuestión del multiculturalismo y la identidad, el teórico inglés no duda en afirmar que, a los fines de producir verdaderos cambios, “abolir las jerarquías no significa alterar la desigualdad” –y es por eso que estas nobles causas sociales suelen adaptarse, sin inconvenientes, a la lógica misma del capitalismo avanzado, “una esfera de consumo que acoge a todos los que se acerquen”–, tampoco el terrorismo es una mera disputa cultural.
Pensado y escrito en un país donde ni siquiera los conciertos de Ariana Grande son neutrales frente al islamismo, las ideas de Eagleton despliegan el tipo de coraje intelectual y político que no sobra entre quienes suelen arrogarse la capacidad de cuestionar el orden simbólico de Occidente. De ahí que, a su entender, lo que ese terrorismo que recorre Europa transparenta es el efecto terrible de planes geopolíticos, resentimientos y movimientos del mercado. Un conjunto de fuerzas que hacen del fundamentalismo “el credo de quienes se sienten abandonados y humillados por la modernidad, y las fuerzas responsables de esta mentalidad patológica están lejos de ser culturales en sí mismas”.
Entre las derivaciones más sutiles y civilizadas de esas mismas fuerzas explotadoras en marcha podría pensarse incluso, dice Eagleton, la rápida transformación de las viejas universidades en “empresas pseudocapitalistas bajo la influencia de una ideología de gestión brutalmente filistea”.
Con la astucia, el rigor y el humor de uno de los críticos culturales más inteligentes en actividad, el eje definitivo de Cultura consiste así en el acto de destejer con paciencia el velo falsamente inocuo de una palabra que a veces confundimos, apenas, con entrar a museos, leer novelas o contemplar cuadros.