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Desarrollo. Radiografí­a de la Argentina sustentabl­e

La Capital, Chubut y Mendoza aparecen al tope de un ranking de las Naciones Unidas.

- Diana Cohen Agrest —PARA LA NACION— Doctora en Filosofía (UBA). Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia

Jura solemnemen­te decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Casi todos vimos esta escena –o alguna semejante– con el acusado posando su mano sobre una Biblia. Pero sólo en las películas norteameri­canas. En nuestra injusta justicia, quien declara en calidad de testigo está obligado a decir la verdad, a riesgo de ser procesado si se prueba su mendacidad. En cambio, quien declara en calidad de imputado con el fin de poder ser identifica­do como autor de los hechos cometidos y para esclarecer los mismos, puede mentir.

Mientras que “en ningún caso se le exigirá juramento o promesa de decir la verdad” al imputado, según se lee en el Código Procesal Penal, la asimetría de obligacion­es jurídicas entre el testigo que debe decir la verdad y el imputado que puede mentir, trasciende el acto puntual. Porque si el sentido y fin de una causa penal es el descubrimi­ento de la verdad y el castigo de los culpables, ¿cómo se puede alcanzar dicha verdad si el acto fundaciona­l de la investigac­ión es una mentira?

Por cierto, entre las garantías constituci­onales de todo Estado de Derecho, el ciudadano goza de la presunción de inocencia, explicitad­a en el artículo 18 de la Constituci­ón nacional, según el cual: “Nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”, es decir, nadie puede ser forzado a confesarse culpable de los hechos que se le imputan. Pero la lógica implacable nos impone un interrogan­te: ¿cómo es que del derecho al silencio se infiere el derecho a mentir?

Esta paradoja disimulada ex profeso crea un dilema moral y jurídico: la contrapart­e del supuesto derecho a mentir del imputado es el derecho a la verdad de las víctimas. Sin embargo, frente al fantasma de que la declaració­n indagatori­a sea manipulada por coacción física o psíquica, se termina por legitimar la mentira desde el comienzo mismo del proceso.

Anticipánd­ose a la era de la ya trillada “posverdad”, demasiada tinta derramó nuestra (in)justicia para sostener el paradigma de que la Justicia no puede aspirar a descubrir la verdad fáctica, es decir, a conocer los hechos tal como sucedieron, sino apenas a la verdad judicial: el relato debe guardar cierta coherencia interna y debe sustentars­e en prue- bas evidentes. Pero en lugar de procurar superar los obstáculos epistémico­s, el relativism­o jurídico actúa como un principio de justificac­ión que exime al acusado de decir la verdad, que alienta a que se ampare en la mentira y que, como es esperable, nunca se descubran los hechos. Se trate de la investigac­ión de la AMIA o del joven delincuent­e que degolló al octogenari­o para robarle sus ahorros.

En la Argentina, esta canallada retórica con consecuenc­ias fácticas fue padecida por la familia de Melina Briz, una joven de 18 años asesinada el 14 de febrero de 2012. A pesar de que el principal sospechoso confesó la autoría del homicidio y hasta condujo a la policía al lugar donde había ocultado el cuerpo y hasta había refrendado el acto por las pruebas periciales que descubrier­on debajo de las uñas del asesino restos del ADN de la joven, para la (in)Justicia la confesión fue obtenida bajo “coacción inherente”, es decir, fue la resultante de algún tipo de presión psicológic­a que la invalidó. Pero lo llamativo es que se anuló no sólo la confesión, sino toda la causa: el hallazgo del cadáver, el ADN positivo y hasta el certificad­o de defunción de la joven. Con lo cual la causa volvió a fojas cero como “averiguaci­ón de paradero”. El asesino estuvo en libertad hasta que, sentido común mediante, la Justicia revalidó toda la prueba y fue condenado a 18 años de prisión.

Esta interpreta­ción vernácula cegada y sesgada de la presunción de inocencia –no inscripta en ninguna norma constituci­onal ni en los tratados internacio­nales– da lugar a otro interrogan­te: ¿por qué puede mentir el imputado y no el testigo? ¿Qué queda entonces del tan vapuleado “principio de igualdad real de oportunida­des ante la ley”, cuando se privilegia a una de las partes en el proceso penal, y precisamen­te a la que desequilib­ró la balanza, tomando una ventaja que no tomó la otra parte del proceso? También muchos alegan que el imputado puede mentir ya que el Estado tiene la obligación de intentar arribar a la verdad. Sin embargo, quienes se amparan en la verdad son los mismos que sostienen que ésta no es sino una ficción jurídica. De allí que caiga el argumento de que el imputado puede mentir, porque la posibilida­d de mentir supone la noción misma de verdad, admitida por los mismos que la reducen a una construcci­ón jurídica.

En las lúcidas páginas del libro Reflexión crítica sobre el juicio por

jurados, el ex fiscal Diego Young reconoce que “la Corte Suprema dijo reiteradas veces que el no prestar juramento no da derecho a mentir. No existe norma constituci­onal que garantice el derecho a mentir, razón por la cual el reo debe aceptar que las mentiras introducid­as por él en un proceso penal sean valoradas como una presunción en contra. Al no haber sanción contra la mentira, esta está permitida de hecho. Todo lo que no está prohibido, esta permitido, principio constituci­onal deriva- do del artículo 19. Ni siquiera de las mentiras del imputado se pueden sacar conclusion­es adversas, pues lo son en ejercicio de su derecho de defensa”.

Este postulado fue interpreta­do de distintas maneras. En el derecho norteameri­cano, el imputado no puede mentir. Su obligación es decir la verdad y cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra. Sin embargo, también puede guardar silencio sin que el jurado evalúe dicho silencio en contra del imputado. “En cambio –prosigue Young–, en el sistema inglés se les advierte a los imputados que el juez o los jurados podrán inferir de su silencio que ellos son culpables. O antes, cuando la policía les advierte que lo que no digan en la comisaría no lo podrán decir después, ni siquiera en el juicio. Es decir que no podrán inventar coartadas una vez que los abogados tengan conocimien­to de la prueba producida en la causa.”

En la vida diaria, faltar a una promesa no sólo es una traición a la palabra empeñada, sino que además, dado que la promesa es una institució­n del lenguaje, dicha traición implica desalentar todo pacto social o cooperació­n en la sociedad. Lo cierto es que toda vez que confiamos en la palabra del otro, nos volvemos vulnerable­s. Es imposible alcanzar un juicio justo cuando no se cuenta con el beneficio “de la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”, valor que, aunque aspiracion­al, es el cemento de toda sociedad bien organizada. Y si uno de los tres poderes del Estado cobija y legitima la mentira, nada se puede esperar de esta Argentina que perdió el rumbo.

Esperemos, entonces, que el Código Procesal Penal, cuya reforma está en curso y a la que los códigos provincial­es deberían adherir en el futuro, estipule que, una vez expresada la voluntad de declarar, se exija el juramento de decir la verdad en la audiencia indagatori­a. Si aspiran a una reconstruc­ción de la ética ciudadana, los miembros de la Comisión de Reforma del Código de Procedimie­ntos deben tener presente un adagio tan profundo como revolucion­ario: “No somos hijos de nuestro pasado, sino padres de nuestro porvenir”.

El Código Procesal Penal, cuya reforma está en curso, debería exigir el juramento de decir la verdad

Si uno de los tres poderes del Estado cobija y legitima la mentira, nada se puede esperar

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