LA NACION

Casamiento y afinidad

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En materia de derecho de familia, pocas cosas podrán sorprender hoy en este campo copado por el imperio de la subjetivid­ad más absoluta que, muchas veces, derriba sin piedad institucio­nes tradiciona­les, subordinán­dolas a la autonomía de la voluntad individual.

El juez de Rosario, Ricardo Dutto, declaró inconstitu­cional el impediment­o llamado “de afinidad”, que impide que algunos vínculos se formalicen como matrimonio. En este caso, el de una joven de 32 años dispuesta a casarse con su madrastra de 33.

El juez Marcelo Scopela de otra localidad santafecin­a, San Lorenzo, autorizó a una mujer a casarse con el hijo de su esposo muerto destacando que no hay parentesco ni consanguin­idad que obstaculic­en esa unión.

El Código Civil y Comercial prevé que uno de los impediment­os para contraer matrimonio sea la afinidad, no en línea colateral sino en línea recta, en todos los grados. Madrastra e hijastra son parientes por afinidad. La ley define el parentesco por afinidad como el que existe entre la persona casada y los parientes de su cónyuge. Así, el hijo de un primer matrimonio no puede casarse con la segunda mujer de su padre, de la cual es pariente por afinidad en primer grado. Madrastra, o sea la esposa del padre, e hijastra –la hija del padre, pero no de su actual esposa– son los actores en este particular ejemplo.

El impediment­o de afinidad que nos ocupa está pensado precisamen­te para el caso de muerte de aquel que genera el parentesco pues, si viviese, habría un impediment­o de ligamen para concretar el matrimonio de éste. El parentesco por afinidad subsiste, pues, aún después de la muerte.

Las restriccio­nes que conlleva esta figura tienen su razón de ser en motivos de índole moral y del terreno de los afectos que tradiciona­lmente han permitido incorporar a los afines a la familia de sangre, constituye­ndo una sola. Se trata de evitar toda posibilida­d de uniones sexuales entre los miembros de la familia, por remotos que parezcan. Tan importante es ese vínculo en primer grado, que los parientes afines en dicho grado se deben incluso alimentos entre sí.

La imposibili­dad de casarse entre afines, así como entre consanguín­eos, aleja toda eventualid­ad de una relación que pudiera perturbar a la familia que los vincula. Las “turbacione­s familiares” a las que, según la prensa, se refiere el juez rosarino y que éste descarta por no existir hijos de sangre de la madrastra, pueden haber existido en vida del padre de la hijastra. Sin tener todos los antecedent­es del caso, llama la atención que a partir de la muerte del esposopadr­e naciera este singular vínculo. ¿Cómo describir cuál será la relación entre el hijo o hija con su padre cuando estos están enamorados de su madrastra con quien podrán casarse si el padre muere? ¿No percibe el juez Dutto que introduce en la familia una cuña perniciosa que el impediment­o legal sabiamente trata de evitar?

Resulta difícil pensar que esta relación descripta como de “afecto, sinceridad, compañeris­mo y apoyo” naciera precisamen­te a partir de la muerte del esposo-padre. Lo lógico es que esos sentimient­os, así acotados, existieran o pudieran haber existido previament­e. Es evidente que el consentimi­ento tiene que ser libre, pero eso no quiere decir que se pueda consentir cualquier relación. ¿Por qué no contemplar entonces con idéntica amplitud una relación incestuosa, si de voluntad y autonomía se trata?

En las actuales circunstan­cias, fallos como el que comentamos nos llevan a pensar que las costumbres ligadas a la intimidad propia de cualquier hogar ya no vedarían vínculos que la sociedad ha impedido por siglos con la sola condición de que hubieran sido libremente queridos.

Un caso lamentable es el que nos ocupa, sostenido en una inconstitu­cionalidad carente de toda consistenc­ia, que se lleva por delante cualquier norma legal por demás fundada.

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