LA NACION

Pasiones y batallas de Oriana Fallaci

- Verónica Chiaravall­i —LA NACION—

G enial, arbitraria, aguerrida, irritante; dura hasta la crueldad (“soy tan despiadada conmigo misma que no veo por qué debería ser dulce con los demás”), leal a un puñado de afectos fuertes y, sobre todo, feroz enemiga de la dictadura de lo políticame­nte correcto. Ésa es la Oriana Fallaci que emerge del estupendo libro que reúne su correspond­encia: El miedo es un pecado.

¿A quiénes escribe la gran periodista italiana? A su familia, sus editores, sus amigos (Pasolini, Ingrid Bergman, Isabella Rossellini, Anthony Quinn, Shirley MacLaine –juntas las detuvieron por exceso de velocidad en Texas, juntas acosaron sin éxito al mismo hombre en Nueva York–), sus enemigos (Henry Kissinger –“hace años que escribo o digo lo que pienso de usted: es decir, todo lo malo posible”–, Fidel Castro –“nadie me había dicho que para entrevista­r a Fidel Castro fuera necesario creer que los países socialista­s son el paraíso terrenal”–); a su amor, el poeta y activista griego Alekos Panagulis.

Consagrada al periodismo desde los dieciséis años, Oriana siempre se sintió escritora. Penélope en la

guerra (1962) es el primero de sus

muchos libros (Carta a un niño que

no nació, Un hombre y La rabia y el orgullo, entre ellos) siempre exitosos y polémicos.

En 1963 se instaló en Nueva York para cubrir la actualidad estadounid­ense. En Houston trabó amistad con el astronauta Charles Conrad Jr. y su esposa, Jane. A ella envió en 1967 una carta hilarante sobre la fama de yeta de la familia real española, en especial de la abuela de Juan Carlos. Fallaci enumera hechos: Juan Carlos se rompió un brazo cuando le avisaron que su abuela estaba llegando para el casamiento, cuatro personas que le dirigieron la palabra a la dama cayeron fulminadas por un infarto, la sola mención de su nombre en el cortejo enloqueció a los caballos de la carroza nupcial, causando una nueva fractura al futuro rey y una estampida seguida de muerte entre los súbditos. Y lo más doloroso: “No quería ir a la recepción después de la boda, pero tenía que ir porque tenía que escribir. Me puse todas las joyas. Collar, pulsera, aros de esmeraldas. Me los puse y fui, tratando de evitar la mirada de la abuela. Pero la abuela me miró. Lo hizo. Por un segundo, pero lo hizo. Desde ese momento me resigné. Sabía qué sucedería. Y nadie podía hacer nada. Nadie en el mundo. Al día siguiente me robaron las joyas”.

Entre las grandes pasiones de Oriana se cuentan el periodista François Pelou (la relación duró de 1967 a 1973, cuando Fallaci, harta, le envió a su mujer todas las cartas de amor que él le había escrito) y el atormentad­o Panagulis, muerto en 1976. Sobre él confesó a Jules Dassin: “En diciembre de 1973 su único amigo verdadero [de Panagulis] [al que hirió hasta el punto de inducirlo a dejar Grecia y volver solamente para los funerales] me dijo: «Te destruirá. Eres fuerte, pero él es más fuerte». Me destruyó. No hay ninguna duda al respecto”.

Atea, Oriana admiró a dos papas: Juan Pablo II (“Lo respeto inmensamen­te también cuando no estoy de acuerdo con él”) y a Benedicto XVI (“Es un hombre con pelotas. El único que tomó en el Vaticano una postura clara contra los curas pedófilos de los Estados Unidos. Y el único que defiende a Occidente”).

Fallaci murió en 2006, cinco años después de que, con las Torres Gemelas, cayó también el mundo que ella conocía. Había crecido combatiend­o el fascismo de la Segunda Guerra Mundial cuando era una púber y vivido la polarizaci­ón de la Guerra Fría, saltando entre polvorines como correspons­al: Medio Oriente, Vietnam, la masacre de Tlatelolco, donde la balearon y arrumbaron en una morgue hasta que despertó entre cadáveres, gritando insultos en italiano. ¿Qué habría hecho en el leve mundo de la posverdad? Segurament­e seguir dando batalla con las armas letales de su intelecto.

Fue una feroz enemiga de la dictadura de lo políticame­nte correcto

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