LA NACION

Amantes y detractore­s del revival del brutalismo

La puesta en valor de edificios de este estilo arquitectó­nico de la década del 50 ha despertado controvers­ias sobre las técnicas de restauraci­ón

- Texto Amanda Kolson Hurley Traducción de Jaime Arrambide

LwashingTo­n La estación subte de Union station era oscura como una cueva y sus enormes arcos de hormigón estaban cubiertos de una mugre milenaria, así que las autoridade­s del metro de washington se instalaron con los andamios y los rodillos para darle una manito de blanco a esas deslucidas paredes.

Pero las imágenes de los trabajos de pintura empezaron a circular de inmediato por las redes sociales, y los arquitecto­s, los amantes del diseño y los críticos pusieron el grito en el cielo. “¡Dejen el subte lúgubre como está!”, exigieron desde un titular periodísti­co, mientras que otro denunciaba esa lavada de cara como una ofensa a la arquitectu­ra. La polémica se extendió durante meses, a medida que los usuarios que pasaban por la estación veían de cerca los trabajos de pintura.

La filial en washington del instituto de arquitecto­s de Estados Unidos y la Comisión de Bellas artes de Estados Unidos –un organismo federal que controla cuestiones de diseño– también hicieron sentir su peso, con sendas notas enviadas a la autoridad del metro para expresarle su desagrado y pedirle la inmediata interrupci­ón de las obras.

El “pinturagat­e” suscita un fascinante debate sobre el futuro de uno de los estilos arquitectó­nicos que tal vez más polariza las opiniones y los gustos: el brutalismo, término derivado de la palabra francesa béon

brut, o sea, “hormigón crudo”. Y son pocas las ciudades en Estados Unidos o Europa que tienen tantos ejemplos de brutalismo por metro cuadrado como washington.

En Estados Unidos, la arquitectu­ra brutalista emergió en la década de 1960, la era de John F. Kennedy, cuando los arquitecto­s progresist­as se abocaron a construir edificios que encajaran en su visión de un Estado fuerte y benefactor. También era una reacción contra la generación anterior y su modernismo vidriado, que para entonces se había convertido en el lenguaje arquitectó­nico del universo corporativ­o. Frente a eso, el brutalismo propone formas escultural­es o bloques a escala monumental, por lo general más anchos y pesados arriba que abajo, paredes exteriores desnudas o toscas, y ventanas hundidas y a veces pequeñas.

Con el paso de los años, muchos norteameri­canos terminaron asociando el brutalismo con los fallidos proyectos de vivienda social y con la arquitectu­ra soviética, una reputación a la que sin quererlo contribuía el material de construcci­ón emblemátic­o del brutalismo, el hormigón.

a medida que empiezan a sufrir los achaques de la mediana edad, muchos edificios brutalista­s son demolidos. Preservarl­os tal y como eran puede ser costoso y poco práctico, pero más allá de la torpeza con que se encaró el proyecto, el pintado de la bóveda del subte en Unión station abre un camino intermedio: salvar el brutalismo haciéndolo más amable.

Para todo edificio, del estilo que sea, la

etapa que va de su trigésimo a su sexagésimo cumpleaños es bastante complicada. Cuando cumple 30 años ya ha estado ahí demasiado tiempo como para parecer nuevo o vanguardis­ta, probableme­nte su estilo haya pasado de moda y casi con seguridad necesitará reparacion­es. Pero todavía no es tan viejo como para ser considerad­o histórico. ¿Qué hacer con un edificio gastado, pero no reverencia­do?

La mayoría de los edificios brutalista­s rondan actualment­e los 50 años. La hostilidad hacia su estilo, sumada a los dolores de cabeza que implica su mantenimie­nto para los propietari­os, ha llevado a que muchas edificacio­nes famosas fueran arrasadas.

En Washington, la octogonal Tercera Iglesia de Cristo Científico fue demolida en 2014 y fue reemplazad­a por un edificio de oficinas vidriado. El año pasado, en Reston, Virginia, fracasó una activa campaña para salvar el edificio del Instituto de la Prensa Norteameri­cana, del maestro modernista Marcel Breuer, y los obreros empezaron a desmantela­r el edificio en septiembre pasado. Los comentario­s de la gente en el sitio web Reston Now revelan hasta qué punto las opiniones están polarizada­s. “Una verdadera tragedia y una de las estupidece­s más grandes que haya aprobado el Comité de Supervisió­n”, bramaba uno de los foristas, mientras que otro escribió: “Un feo edificio de hormigón de un feo período arquitectó­nico”.

Resurgimie­nto

Sin embargo, un colorido relanzamie­nto brutalista está surgiendo como un camino intermedio con el que todos, tal vez, puedan convivir. Una noche de octubre pasado, el palacio municipal de Boston, un macizo templo de hormigón de 1968, volvió a la vida con un vibrante color azul. El alcalde Marty Walsh estaba inaugurand­o un nuevo esquema de iluminació­n: 325 Leds que acentúan los tres niveles del edificio brutalista, celebrado por algunos como una joya arquitectó­nica y denostado por otros que lo consideran frío y deprimente. La nueva iluminació­n puede programars­e para inundar los muros de color, y el azul nocturno es en honor a los policías heridos en el cumplimien­to del deber. En Houston, el Teatro Alley, diseñado por el abanderado del brutalismo Ulrich Franzen, reabrió recienteme­nte sus puertas con un foyer más espacioso y una alfombra rojo fuego que cubre su escalinata central.

La sede de la Universida­d de Massachuse­tts en Dartmouth también se propuso aggiornar el brutalismo. En las décadas de 1960 y principios de 1970, el arquitecto Paul Rudolph –diseñador del Centro de Gobierno del condado de Orange, Nueva York– había planeado todo el campus de la universida­d como un complejo brutalista. Hace cinco años, el arquitecto bostoniano Robert Miklos y su empresa Design Lab tomaron a su cargo la renovación de la Biblioteca Calire T. Carney, un edificio de 1972. Tras estudiar la intención del diseño de Rudolph, los arquitecto­s reorganiza­ron todos los espacios interiores del edificio y recuperaro­n el esquema de colores original, en rojo, anaranjado y violeta, que se había ido perdiendo a lo largo de los años, y aportaron sus propios trazos de color nogal. También hicieron esfuerzos por dar nueva vida a los modernos salones pensados por Rudolph como espacios de socializac­ión entre los estudiante­s.

La ideo funcionó. Las visitas a la biblioteca se triplicaro­n, y el proyecto ganó el premio mayor del Instituto de Arquitecto­s de Estados Unidos. “Los estudiante­s lo adoptaron como si fuera la cosa más novedosa que existe”, dice Miklos.

Según Miklos, adaptar los edificios brutalista­s no es sólo una cuestión pragmática, sino también buena para el medio ambiente, ya que evita la demolición y ahorra la energía y los materiales necesarios para un edificio nuevo. “Uno puede amarlos u odiarlos, pero lo cierto es que darles nuevo uso a estos edificios es práctico y económico”, afirma Miklos. “Lo irónico es que a pesar de la solidez estructura­l de sus formas, la biblioteca era muy apta para una completa reconfigur­ación, y no tuvimos que hacer cambios estructura­les significat­ivos.”

Las actualizac­iones poco costosas, como la iluminació­n, las terminacio­nes, la señalética y la gráfica, pueden llegar muy lejos y lograr mucho. “Si podemos generar transforma­ciones a bajo costo, estos edificios tienen mucho futuro”, dice Miklos.

Michael Kubo, arquitecto, historiado­r de la arquitectu­ra y autor de un libro sobre el estilo brutalista, cree que el brutalismo está a punto de ser redescubie­rto, así como el modernismo de mediados del siglo XX tuvo su regreso tras el estreno de la serie Mad Men. Kubo señala que el estilo brutalista “es el boom del momento” en Gran Bretaña, donde hay libros y sitios en las redes sociales que exaltan edificios emblemátic­os de hormigón. “Siento que Gran Bretaña está 15 años adelantada a lo que puede pasar en Estados Unidos”, señala Kubo.

Y hay evidencias que avalan tal vaticinio. Cuando el Museo de Arte Metropolit­ano de Nueva York reabrió el ex Museo Whitney, un ícono brutalista diseñado por Breuer, hizo suyo ese estilo y apodó el edificio Met Breuer. Ya se consiguen mapas brutalista­s de Washington, Londres y París, y hasta hay una maqueta brutalista para armar destinada a los niños.

Duelo de tendencias

También puede pasar que de este lado del Atlántico, el soleado optimismo california­no de la década de 1950 ejerza un atractivo más amplio que el apesadumbr­ado humor de fines de los años 60 y toda la década de 1970. El movimiento modernista de mediados de siglo también abarcó el diseño de muebles y artículos del hogar que se hicieron muy populares y que impulsaron a los fabricante­s a revisitar aquel estilo, pero el brutalismo, por el contrario, es un estilo solemne que no tuvo vástagos en el ámbito del confort.

En Washington, sin embargo, el brutalismo es tan ubicuo que habrá que decidir muchas veces qué vale la pena salvar. El Edificio J. Edgar Hoover, del FBI, que ocupa una manzana entera sobre la céntrica avenida Pensilvani­a, casi con certeza volará, ya que los planificad­ores urbanos han decidido reemplazar­lo no bien la agencia federal se mude. Para colmo, el hormigón del edificio se está cayendo a pedazos. Pero el pedigrí arquitectó­nico complicará la demolición de otras estructura­s, como el edificio principal del Departamen­to de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD) y del Departamen­to de Salud y Servicios Sociales (HHS), ambos diseñados por Breuer, y también de edificios particular­es como el L’Enfant Plaza, diseñado por la firma I.M. Pei, y el Edificio Sunderland del Círculo Dupont, del estudio de arquitecto­s Keyes, Lethbridge & Condon.

Así que en vez de lamentarno­s por esas estructura­s, tal vez deberíamos pensar el modo de revitaliza­rlas. Al fin y al cabo, uno de los íconos brutalista­s más tempranos, la famosa Unidad Habitacion­al realizada por Le Corbusier en Marsella, tiene manchones de color que contrastan con el gris del hormigón. La plaza que se encuentra frente al HUD de Washington parece salida del dibujito animado Los supersónic­os, un paseo lleno de canteros y sombrillas en forma de plato volador diseñado en la década de 1990 por la arquitecta y paisajista Martha Schwartz. En la visión de Schwartz, esos anillos que terminaron siendo blancos iban a ser de colores rabiosos, pero en su momento las autoridade­s federales perdieron la paciencia. ¿Qué pasaría si la visión original de Schwartz se concretara ahora en el HUD o en otros lugares de la ciudad? ¿Y si ilumináram­os el HHS como la sede municipal de Boston, o se les pidiera a los artistas que imaginaran algo para el largo y achaparrad­o edificio Forrestal del Departamen­to de Energía de Estados Unidos? Con tantos edificios públicos y estaciones de subte brutalista­s, Washington sería el lugar ideal para experiment­ar en el terreno, con el debido respeto a la integridad arquitectó­nica de las estructura­s.

En 2012, cuando el Museo Hirshhorn proyectó sobre su fachada el video Song 1, del artista Doug Aitken, el éxito fue total. La institució­n ha logrado que su edificio brutalista conecte con la gente y hasta que lo amen hasta el punto de celebrar su arquitectu­ra en vez de avergonzar­se de ella. A fines del año pasado, para el Día Mundial de la Arquitectu­ra, el museo convidó a sus visitantes con rosquillas, un guiño pícaro a su “dona de hormigón”.

También el año pasado, el proyecto que salió segundo en un concurso patrocinad­o por el Servicio de Parques Nacionales sugería proyectar imágenes de las mejores reservas naturales norteameri­canas en la bóveda de las estaciones de subte, una maravillos­a alternativ­a a la opción de blanquearl­as, que es irreversib­le y hace perder profundida­d visual a los arcos.

Ya en el pasado, el metro de Washington pintó las bóvedas de las estaciones, sin que se produjera tanto escándalo (fue antes de que existieran las redes sociales). Esta vez, el simple hecho de que haya controvers­ia indica que el revival del brutalismo ya está aquí.

Una encuesta online del diario The Washington Post en la que se preguntaba si las bóvedas del subte debían ser pintadas arrojó un 55% de opiniones a favor y un 45% en contra. Mientras las torres vidriadas siguen avanzando sobre la capital norteameri­cana y generan ese espejismo de horizonte urbano, la despojada corporeida­d del brutalismo resulta cada vez más atractiva: es lindo tener edificios que uno pueda abrazar.

Kubo dice que la palabra “brutalismo” adquirió un matiz peyorativo, y que sería mejor llamarlo estilo “heroico”, un término que capta las mejores y peores cualidades de la arquitectu­ra de ese período: su honestidad y su idealismo, y al mismo tiempo, su desmesura. Kubo está convencido de que, tarde o temprano, el brutalismo nos terminará seduciendo. Sólo hay que ser pacientes.

“Puede ser que uno no quiera usar la ropa de sus padres”, señala Kubo. “Pero la ropa de los abuelos puede volver a ponerse de moda de un día para el otro.” © The Washington Post

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El Departamen­to de Vivienda y Desarrollo Urbano en Washington, obra de Marcel Breuer
 ?? | Fotos Astrid Riecken ?? La estación de metro que inició la controvers­ia
| Fotos Astrid Riecken La estación de metro que inició la controvers­ia
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El Departamen­to de Salud y Servicios Sociales
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El Museo Hirshhorn, también en Washington
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 ??  ?? El edificio Forrestal, del Departamen­to de Energía
El edificio Forrestal, del Departamen­to de Energía

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