Amantes y detractores del revival del brutalismo
La puesta en valor de edificios de este estilo arquitectónico de la década del 50 ha despertado controversias sobre las técnicas de restauración
LwashingTon La estación subte de Union station era oscura como una cueva y sus enormes arcos de hormigón estaban cubiertos de una mugre milenaria, así que las autoridades del metro de washington se instalaron con los andamios y los rodillos para darle una manito de blanco a esas deslucidas paredes.
Pero las imágenes de los trabajos de pintura empezaron a circular de inmediato por las redes sociales, y los arquitectos, los amantes del diseño y los críticos pusieron el grito en el cielo. “¡Dejen el subte lúgubre como está!”, exigieron desde un titular periodístico, mientras que otro denunciaba esa lavada de cara como una ofensa a la arquitectura. La polémica se extendió durante meses, a medida que los usuarios que pasaban por la estación veían de cerca los trabajos de pintura.
La filial en washington del instituto de arquitectos de Estados Unidos y la Comisión de Bellas artes de Estados Unidos –un organismo federal que controla cuestiones de diseño– también hicieron sentir su peso, con sendas notas enviadas a la autoridad del metro para expresarle su desagrado y pedirle la inmediata interrupción de las obras.
El “pinturagate” suscita un fascinante debate sobre el futuro de uno de los estilos arquitectónicos que tal vez más polariza las opiniones y los gustos: el brutalismo, término derivado de la palabra francesa béon
brut, o sea, “hormigón crudo”. Y son pocas las ciudades en Estados Unidos o Europa que tienen tantos ejemplos de brutalismo por metro cuadrado como washington.
En Estados Unidos, la arquitectura brutalista emergió en la década de 1960, la era de John F. Kennedy, cuando los arquitectos progresistas se abocaron a construir edificios que encajaran en su visión de un Estado fuerte y benefactor. También era una reacción contra la generación anterior y su modernismo vidriado, que para entonces se había convertido en el lenguaje arquitectónico del universo corporativo. Frente a eso, el brutalismo propone formas esculturales o bloques a escala monumental, por lo general más anchos y pesados arriba que abajo, paredes exteriores desnudas o toscas, y ventanas hundidas y a veces pequeñas.
Con el paso de los años, muchos norteamericanos terminaron asociando el brutalismo con los fallidos proyectos de vivienda social y con la arquitectura soviética, una reputación a la que sin quererlo contribuía el material de construcción emblemático del brutalismo, el hormigón.
a medida que empiezan a sufrir los achaques de la mediana edad, muchos edificios brutalistas son demolidos. Preservarlos tal y como eran puede ser costoso y poco práctico, pero más allá de la torpeza con que se encaró el proyecto, el pintado de la bóveda del subte en Unión station abre un camino intermedio: salvar el brutalismo haciéndolo más amable.
Para todo edificio, del estilo que sea, la
etapa que va de su trigésimo a su sexagésimo cumpleaños es bastante complicada. Cuando cumple 30 años ya ha estado ahí demasiado tiempo como para parecer nuevo o vanguardista, probablemente su estilo haya pasado de moda y casi con seguridad necesitará reparaciones. Pero todavía no es tan viejo como para ser considerado histórico. ¿Qué hacer con un edificio gastado, pero no reverenciado?
La mayoría de los edificios brutalistas rondan actualmente los 50 años. La hostilidad hacia su estilo, sumada a los dolores de cabeza que implica su mantenimiento para los propietarios, ha llevado a que muchas edificaciones famosas fueran arrasadas.
En Washington, la octogonal Tercera Iglesia de Cristo Científico fue demolida en 2014 y fue reemplazada por un edificio de oficinas vidriado. El año pasado, en Reston, Virginia, fracasó una activa campaña para salvar el edificio del Instituto de la Prensa Norteamericana, del maestro modernista Marcel Breuer, y los obreros empezaron a desmantelar el edificio en septiembre pasado. Los comentarios de la gente en el sitio web Reston Now revelan hasta qué punto las opiniones están polarizadas. “Una verdadera tragedia y una de las estupideces más grandes que haya aprobado el Comité de Supervisión”, bramaba uno de los foristas, mientras que otro escribió: “Un feo edificio de hormigón de un feo período arquitectónico”.
Resurgimiento
Sin embargo, un colorido relanzamiento brutalista está surgiendo como un camino intermedio con el que todos, tal vez, puedan convivir. Una noche de octubre pasado, el palacio municipal de Boston, un macizo templo de hormigón de 1968, volvió a la vida con un vibrante color azul. El alcalde Marty Walsh estaba inaugurando un nuevo esquema de iluminación: 325 Leds que acentúan los tres niveles del edificio brutalista, celebrado por algunos como una joya arquitectónica y denostado por otros que lo consideran frío y deprimente. La nueva iluminación puede programarse para inundar los muros de color, y el azul nocturno es en honor a los policías heridos en el cumplimiento del deber. En Houston, el Teatro Alley, diseñado por el abanderado del brutalismo Ulrich Franzen, reabrió recientemente sus puertas con un foyer más espacioso y una alfombra rojo fuego que cubre su escalinata central.
La sede de la Universidad de Massachusetts en Dartmouth también se propuso aggiornar el brutalismo. En las décadas de 1960 y principios de 1970, el arquitecto Paul Rudolph –diseñador del Centro de Gobierno del condado de Orange, Nueva York– había planeado todo el campus de la universidad como un complejo brutalista. Hace cinco años, el arquitecto bostoniano Robert Miklos y su empresa Design Lab tomaron a su cargo la renovación de la Biblioteca Calire T. Carney, un edificio de 1972. Tras estudiar la intención del diseño de Rudolph, los arquitectos reorganizaron todos los espacios interiores del edificio y recuperaron el esquema de colores original, en rojo, anaranjado y violeta, que se había ido perdiendo a lo largo de los años, y aportaron sus propios trazos de color nogal. También hicieron esfuerzos por dar nueva vida a los modernos salones pensados por Rudolph como espacios de socialización entre los estudiantes.
La ideo funcionó. Las visitas a la biblioteca se triplicaron, y el proyecto ganó el premio mayor del Instituto de Arquitectos de Estados Unidos. “Los estudiantes lo adoptaron como si fuera la cosa más novedosa que existe”, dice Miklos.
Según Miklos, adaptar los edificios brutalistas no es sólo una cuestión pragmática, sino también buena para el medio ambiente, ya que evita la demolición y ahorra la energía y los materiales necesarios para un edificio nuevo. “Uno puede amarlos u odiarlos, pero lo cierto es que darles nuevo uso a estos edificios es práctico y económico”, afirma Miklos. “Lo irónico es que a pesar de la solidez estructural de sus formas, la biblioteca era muy apta para una completa reconfiguración, y no tuvimos que hacer cambios estructurales significativos.”
Las actualizaciones poco costosas, como la iluminación, las terminaciones, la señalética y la gráfica, pueden llegar muy lejos y lograr mucho. “Si podemos generar transformaciones a bajo costo, estos edificios tienen mucho futuro”, dice Miklos.
Michael Kubo, arquitecto, historiador de la arquitectura y autor de un libro sobre el estilo brutalista, cree que el brutalismo está a punto de ser redescubierto, así como el modernismo de mediados del siglo XX tuvo su regreso tras el estreno de la serie Mad Men. Kubo señala que el estilo brutalista “es el boom del momento” en Gran Bretaña, donde hay libros y sitios en las redes sociales que exaltan edificios emblemáticos de hormigón. “Siento que Gran Bretaña está 15 años adelantada a lo que puede pasar en Estados Unidos”, señala Kubo.
Y hay evidencias que avalan tal vaticinio. Cuando el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York reabrió el ex Museo Whitney, un ícono brutalista diseñado por Breuer, hizo suyo ese estilo y apodó el edificio Met Breuer. Ya se consiguen mapas brutalistas de Washington, Londres y París, y hasta hay una maqueta brutalista para armar destinada a los niños.
Duelo de tendencias
También puede pasar que de este lado del Atlántico, el soleado optimismo californiano de la década de 1950 ejerza un atractivo más amplio que el apesadumbrado humor de fines de los años 60 y toda la década de 1970. El movimiento modernista de mediados de siglo también abarcó el diseño de muebles y artículos del hogar que se hicieron muy populares y que impulsaron a los fabricantes a revisitar aquel estilo, pero el brutalismo, por el contrario, es un estilo solemne que no tuvo vástagos en el ámbito del confort.
En Washington, sin embargo, el brutalismo es tan ubicuo que habrá que decidir muchas veces qué vale la pena salvar. El Edificio J. Edgar Hoover, del FBI, que ocupa una manzana entera sobre la céntrica avenida Pensilvania, casi con certeza volará, ya que los planificadores urbanos han decidido reemplazarlo no bien la agencia federal se mude. Para colmo, el hormigón del edificio se está cayendo a pedazos. Pero el pedigrí arquitectónico complicará la demolición de otras estructuras, como el edificio principal del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD) y del Departamento de Salud y Servicios Sociales (HHS), ambos diseñados por Breuer, y también de edificios particulares como el L’Enfant Plaza, diseñado por la firma I.M. Pei, y el Edificio Sunderland del Círculo Dupont, del estudio de arquitectos Keyes, Lethbridge & Condon.
Así que en vez de lamentarnos por esas estructuras, tal vez deberíamos pensar el modo de revitalizarlas. Al fin y al cabo, uno de los íconos brutalistas más tempranos, la famosa Unidad Habitacional realizada por Le Corbusier en Marsella, tiene manchones de color que contrastan con el gris del hormigón. La plaza que se encuentra frente al HUD de Washington parece salida del dibujito animado Los supersónicos, un paseo lleno de canteros y sombrillas en forma de plato volador diseñado en la década de 1990 por la arquitecta y paisajista Martha Schwartz. En la visión de Schwartz, esos anillos que terminaron siendo blancos iban a ser de colores rabiosos, pero en su momento las autoridades federales perdieron la paciencia. ¿Qué pasaría si la visión original de Schwartz se concretara ahora en el HUD o en otros lugares de la ciudad? ¿Y si ilumináramos el HHS como la sede municipal de Boston, o se les pidiera a los artistas que imaginaran algo para el largo y achaparrado edificio Forrestal del Departamento de Energía de Estados Unidos? Con tantos edificios públicos y estaciones de subte brutalistas, Washington sería el lugar ideal para experimentar en el terreno, con el debido respeto a la integridad arquitectónica de las estructuras.
En 2012, cuando el Museo Hirshhorn proyectó sobre su fachada el video Song 1, del artista Doug Aitken, el éxito fue total. La institución ha logrado que su edificio brutalista conecte con la gente y hasta que lo amen hasta el punto de celebrar su arquitectura en vez de avergonzarse de ella. A fines del año pasado, para el Día Mundial de la Arquitectura, el museo convidó a sus visitantes con rosquillas, un guiño pícaro a su “dona de hormigón”.
También el año pasado, el proyecto que salió segundo en un concurso patrocinado por el Servicio de Parques Nacionales sugería proyectar imágenes de las mejores reservas naturales norteamericanas en la bóveda de las estaciones de subte, una maravillosa alternativa a la opción de blanquearlas, que es irreversible y hace perder profundidad visual a los arcos.
Ya en el pasado, el metro de Washington pintó las bóvedas de las estaciones, sin que se produjera tanto escándalo (fue antes de que existieran las redes sociales). Esta vez, el simple hecho de que haya controversia indica que el revival del brutalismo ya está aquí.
Una encuesta online del diario The Washington Post en la que se preguntaba si las bóvedas del subte debían ser pintadas arrojó un 55% de opiniones a favor y un 45% en contra. Mientras las torres vidriadas siguen avanzando sobre la capital norteamericana y generan ese espejismo de horizonte urbano, la despojada corporeidad del brutalismo resulta cada vez más atractiva: es lindo tener edificios que uno pueda abrazar.
Kubo dice que la palabra “brutalismo” adquirió un matiz peyorativo, y que sería mejor llamarlo estilo “heroico”, un término que capta las mejores y peores cualidades de la arquitectura de ese período: su honestidad y su idealismo, y al mismo tiempo, su desmesura. Kubo está convencido de que, tarde o temprano, el brutalismo nos terminará seduciendo. Sólo hay que ser pacientes.
“Puede ser que uno no quiera usar la ropa de sus padres”, señala Kubo. “Pero la ropa de los abuelos puede volver a ponerse de moda de un día para el otro.” © The Washington Post