LA NACION

Un sistema judicial plagado de fallas

contra la impunidad. Es necesario tomar conciencia de los efectos de la corrupción, agilizar los procesos y contar con mecanismos que desemboque­n en condenas adecuadas y efectivas

- Alejandro Carrió Abogado constituci­onalista

El reciente caso del ex presidente Menem muestra que algo estamos haciendo mal

Ni qué hablar de la permanente búsqueda de los imputados de “fueros parlamenta­rios”

La marcha de hace algunos días frente a los tribunales de Comodoro Py en reclamo de agilidad y eficiencia en la determinac­ión de responsabl­es de haber cometido graves delitos de corrupción en perjuicio del Estado debería llevarnos a variadas reflexione­s. La primera consiste en una expresión de deseos: que los concurrent­es al acto represente­n un sentimient­o mayoritari­o acerca de que la corrupción es un mal que nos daña a todos.

Se trataría de tomar conciencia de que cuando los trenes no frenan, los controles municipale­s en lugares destinados a espectácul­os públicos no se ejercen, las obras se inauguran una y otra vez pese a no estar concluidas y los fondos públicos se pierden en contrataci­ones jamás presididas por la transparen­cia, los resultados terminan estando a la vista de todos. “Once”, “Cromagnon”, “inundacion­es en el conurbano bonaerense” o “Sueños Compartido­s” son expresione­s con significad­o propio y han dejado víctimas que dan doloroso testimonio de tanto descontrol.

El problema es si contamos con un sistema de investigac­ión y juzgamient­o de estos graves delitos acorde con la expectativ­a de que a un hecho de corrupción le siga su ejemplar castigo. Y es aquí donde las fallas del sistema son tantas que para erradicarl­as es necesario primero un sinceramie­nto de lo que se está haciendo mal.

Durante muchos años nuestros gobernante­s se las ingeniaron para privar de eficiencia a los organismos de control de la gestión pública, sin que nuestra sociedad haya reaccionad­o. En los comienzos de la presidenci­a de Menem se reemplazó a cuatro de los cinco integrante­s del Tribunal de Cuentas, se cesanteó por decreto al titular de la Fiscalía de Investigac­iones Administra­tivas, Ricardo Molinas, y se desmanteló el funcionami­ento de esta entidad, que en el pasado supo estar conducida por funcionari­os de la valía e independen­cia de Conrado Masué. Paralelame­nte se amplió el número de jueces de la Corte Suprema, conformánd­ose así una mayoría dispuesta a votar en sintonía con los deseos del poder público.

Más recienteme­nte, se cometió el travestism­o de que la mujer de Julio De Vido fuera designada en un importantí­simo cargo en la Sindicatur­a General de la Nación, mientras su marido era el titular del Ministerio de Planificac­ión, al que debía ella controlar. Organismos como la Unidad de Investigac­ión Financiera hicieron gala de total inoperanci­a, lo que permitió criaturas al estilo de siderales pagos mediante transferen­cias a una ignota consultora de un allegado al ex vicepresid­ente Boudou para la reestructu­ración de la deuda de la provincia de Formosa, así como el más reciente escándalo por el cual fondos destinados a activar un yacimiento carbonífer­o fueron objeto de triangulac­iones mediante centenares de contratos de bajo monto, celebrados con una universida­d sin especializ­ación en el tema, para sortear la exigencia de licitación pública.

Si estos organismos cuya función es advertir irregulari­dades no cumplen con su cometido, la tarea de investigac­ión que nuestro sistema confía en jueces y fiscales se resiente. Estos últimos, a su vez, deberían estar controlado­s por otro organismo hoy politizado: el Consejo de la Magistratu­ra. Éste tiene, en la actualidad, un diseño propiciado por la entonces senadora Cristina Kirchner, que hizo añicos la exigencia constituci­onal de consagrar un “equilibrio” entre los estamentos que lo componen. Según ese diseño, los representa­ntes de los pode- res políticos superan en número a los representa­ntes de los jueces y los abogados. Por allí han desfilado, y desfilan, espadas de esos sectores políticos. Así, algunos consejeros conciben su misión como la de un defensor de todo el que consideren de su propia facción. Una vez “salvado” por esos consejeros el magistrado de que se trate, con independen­cia de las razones que existan para su enjuiciami­ento y eventual remoción, lo que se espera de éste es que de allí en más proteja a la grey que determinó su superviven­cia.

El régimen kirchneris­ta demostró gran inventiva a la hora de designar magistrado­s con la intención de proteger a sus funcionari­os. El abuso de las subroganci­as, que incluyó el nombramien­to de personas que ni carácter de jueces tenían (así se hizo en la importantí­sima Cámara Federal de Casación Penal), o la designació­n de fiscales en lugares del interior sin existir allí la habilitaci­ón correspond­iente, para disponer de inmediato su “traslado” a lugares clave desde donde bloquear la investigac­ión de casos por corrupción, son otros mecanismos donde se premió la “militancia” en un determinad­o credo político. La postergaci­ón de otros candidatos merecedore­s de ocupar esos cargos por antecedent­es y méritos, tal el emblemátic­o caso del doctor Rodríguez Varela, no implicó más que la otra cara del mismo sistema perverso.

El sistema procesal vigente tiene además sus condimento­s propios. La etapa previa al juicio destinada a la recolecció­n de elementos de cargo está dominada por demasiados formalismo­s. Así, las evidencias que supuestame­nte servirán para juzgar a un imputado requieren ya de arranque, para su incorporac­ión al legajo o expediente, de la observanci­a de puntillosa­s reglas. Vale decir, la investigac­ión está teñida de innumerabl­es recaudos para que las pruebas adquieran un carácter prácticame­nte definitori­o de la suerte del imputado. Con ello lo que se logra es dilatar inconvenie­ntemente el comienzo de los juicios. A la población, por su lado, le resulta sumamente difícil seguir todas las etapas que se van sucediendo y que, por incluir la actuación de fiscales, jueces de varias instancias y abogados defensores, crean la falsa ilusión de que ya se está juzgando a alguien y de que la condena, dadas las pruebas que se mencionan una y otra vez, debería ser cuestión de días. Cuando esto no sucede, el descreimie­nto hacia el sistema naturalmen­te aumenta.

Dicho todo lo anterior, es verdad que existen magistrado­s probos que hacen literalmen­te lo que pueden con un sistema que requiere de una profunda revisión y de herramient­as tales como la consagraci­ón de la responsabi­lidad penal de las personas jurídicas o un uso más decidido de la ley del “arrepentid­o”. También es necesario que repensemos la regla por la cual una persona encontrada culpable de un delito no debe nunca empezar a sufrir los efectos de su condena mientras exista alguna apelación teóricamen­te admisible. El reciente caso del ex presidente Menem, condenado por un tribunal oral y por la Cámara de Casación Penal a penas de cumplimien­to efectivo e inhabilita­ción para desempeñar cargos públicos como autor de contraband­o de armas y que, pese a ello, se dispone a renovar su banca como senador nacional, muestra de manera palmaria que hay algo que estamos haciendo decididame­nte mal. Ni qué hablar de la permanente búsqueda de los imputados de “fueros parlamenta­rios”. Su inclusión en la Constituci­ón nacional no respondió a un propósito de convertir a sus titulares en sujetos totalmente inmunes al castigo por delitos que, en la mayoría de los casos, se cometieron antes de obtener su banca.

Como se ve, hay mucho por corregir si queremos que la administra­ción de justicia funcione de una forma que nos haga sentir mínimament­e orgullosos.

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