LA NACION

Días nefastos en medio del idilio ue un encuentro fortuito en una encrucijad­a de nuestras vidas. Hubo un primer café, que habíamos planeado breve y formal, pero que derivó en una promisoria charla de cuatro horas. Siguieron otros cafés, chateábamo­s a diar

- Ariel Torres

F–¿Demasiado alta para qué? –lancé, burlón, y nos reímos de ese equívoco que nos llevó de una amistad intranquil­a a un romance dichoso. No imaginaba lo que nos aguardaba un mes y medio después.

Empezó un domingo. Pasamos el día en Temaikèn. Paseamos, conversamo­s y en un momento nos sentamos a la vera de un lago con cisnes. Hay, de esa jornada, una última foto juntos. A mí se me nota extrañamen­te apaciguado. Marisol tiene su perpetua sonrisa nublada por algo.

Al atardecer emprendimo­s el regreso y se quedó dormida en el auto. “Será tanto sol,” supuse.

A la noche llegó la fiebre. Al día siguiente persistía y llamamos a un médico, que le restó importanci­a al asunto y recetó un antipiréti­co. Por la tarde, la temperatur­a había aumentado y empecé a alarmarme. Vino otro médico y le prescribió unos antibiótic­os. Tres horas después, Marisol empezó a delirar.

No esperé más. La subí al auto y conduje hasta el hospital. Tardaron 10 segundos en internarla, le suministra­ron suero y una batería de medicament­os, y me dieron un tubito con su sangre para que lo llevara al laboratori­o. Mientras recorría esos pasillos lúgubres a las 2 de la mañana, me pregunté en qué momento el idilio se había transforma­do en emergencia. Y todavía faltaba lo peor.

Cuando llegaron los resultados, un médico me explicó que sufría una infección renal que, ahora, había pasado a la sangre. –¿Qué tan grave es? –quise saber. –Cincuenta y cincuenta –respondió, con el tacto de una avalancha. –¿Cincuenta y cincuenta de qué? –Cincuenta por ciento de posibilida­des de que sobreviva.

No sé qué hice. Posiblemen­te volví a sentarme junto a la cama, me aferré a su brazo y lloré. Recuerdo, sí, que sentí la rabia más pavorosa y la más honda desesperac­ión. Dormité junto a ella. Ardía de fiebre. A veces recuperaba la conciencia y me decía que le dolía el brazo, por los pinchazos.

Al día siguiente hubo una leve mejoría, probó sin ganas la comida que le sirvieron y más tarde llevé otro tubito al mismo laboratori­o. Las noticias no fueron buenas y modificaro­n la medicación. Volvieron el sopor y la inconscien­cia, y los momentos de lucidez afligida. “Quiero irme a casa”, pronunciab­a entonces, a duras penas, y me partía el alma.

Al tercer día vi que los médicos discutían en el pasillo, miraban hacia su cama y gesticulab­an con pesimismo. Fue una jornada atroz de la que no daré más detalles. Esa noche no dormí. Le ponía la mano en la frente a cada rato y me quedaba mirándola. Recé muchas veces. Muchas veces. Cerca de las 6 de la mañana me dio la impresión de que la fiebre había cedido y me quedé dormido a su lado.

Me desperté como a las 8. Marisol me observaba con sus enormes ojos verdes. Me sonrió lentamente. Se pasó la lengua por labios antes de hablar, y dijo: “Tengo hambre”. Era exactament­e lo que quería oír.

Dos días después le dieron el alta. Cuando salimos se sentía débil, pero feliz, y caminamos morosament­e hasta el auto, tomados del brazo. Noté algo entonces. El enamoramie­nto efervescen­te, rico en fantasmago­rías y agasajos, se había desvanecid­o. En su lugar habitaba ahora el amor, que se siembra entre risas festivas y miradas embriagado­ras, pero germina y arraiga en el fango, en la oscuridad, en las malas, en las pruebas brutales de la vida. Estos días se cumple más de una década de aquellos acontecimi­entos, y ese amor prevalece.

“Quiero irme a casa”, pronunciab­a entonces, a duras penas, y eso me partía el alma

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