Pese a la precariedad y al frío, la gente en la calle rechaza ir a paradores
Familias y grupos sin techo explicaron a que no van la nacion a refugios por las reglas de convivencia y los robos frecuentes
Restan minutos para la medianoche, el frío polar corroe los huesos, pero Chiara, de casi tres años, ya revoleó su gorro de lana y ahora intenta sacarse la campera. Patalea en la vereda. “¡No te tires al suelo que se te ensucia la ropa! –le ordena Carla, la madre, de 34 años–. No por vivir en la calle tenés que estar toda sucia.” Si nadie las viera allí, al lado de cuatro colchones de dos plazas apilados, pocos imaginarían que desde que Chiara nació madre e hija viven en la calle, a metros de Rodríguez Peña y Paraguay.
No están solas. Son ocho en ese campamento, entre amigos y familiares. Rehúsan guarecerse en alguno de los 32 paradores con un cupo total de 2300 plazas del programa de asistencia Buenos Aires Presente (BAP). El grupo ya fijó su “residencia permanente” allí. Salvo por esporádicas estadías en un hotel de Constitución, Chiara no tiene registro de lo que es dormir bajo techo, sentir el calor de un hogar. Desempleada desde que salió de la cárcel por robo, delito en el cual no reincidió, asegura Carla, nunca consiguió empleo. No por los antecedentes –dice–, sino porque “nadie emplea a alguien como yo”. Ahora vende pañuelos descartables por la ciudad. Durante 10 meses cobró un subsidio habitacional de $ 1800.
Si bien la comuna 1, desde Retiro hasta Constitución, es el bastión más elegido por los sin techo para pasar la noche, en una recorrida nocturna encontró la nacion gente durmiendo en veredas, plazas, estaciones de trenes, entradas a cajeros automáticos, hospitales e iglesias y debajo de autopistas en muchas de las 15 comunas porteñas. Desde Núñez, pasando por San Telmo, hasta Caballito, en sus historias asoma un denominador común: el rechazo al “régimen carcelario” –aducen– de los paradores, los robos frecuentes, la falta de un lugar donde resguardar sus posesiones y, sobre todo, los problemas de convivencia en las habitaciones colectivas.
La ley de la selva está instalada en los refugios. A excepción de los grupos ya formados, hay conflictos reiterados, sin mediación ni resolución. Por más persuasión y lazos de confianza que las patrullas de asistentes sociales logren entablar con la gente que vive en la calle, su negativa a dormir bajo techo con desconocidos será rotunda. Agradecerán la ropa de abrigo, la sopa, pero seguirán eligiendo la calle, según los testimonios recolectados. “El parador no nos sirve –esgrime Carla, que tiene otros tres hijos mayores de su primera unión, ahora al cuidado de su abuela paterna en la provincia–. Del parador tenés que irte temprano a la mañana, llueva, truene o granice. Yo necesito un techo estable y un trabajo, que, cansada, ya dejé de buscar.”
Existe, al parecer, algo de desinformación. Desde diciembre, el gobierno porteño abre los paradores las 24 horas (salvo para los tres del Operativo Frío, que funcionan en clubes de barrio). También extendió los 7000 subsidios habitacionales (de $ 2500 a $ 4500) para que puedan ser renovados mes a mes, aseguró Maximiliano Corach, subsecretario de Fortalecimiento Familiar y Comunitario. Colocaron, dijo, lockers en siete de los albergues y habilitaron un depósito para posesiones en Pedro de Mendoza 3865, en Barracas. Demasiado lejos: está a siete kilómetros del microcentro.
Hace más de 10 años que María Rosa Ortega vive como nómade entre Palermo y Barrio Norte, para estar cerca de la Iglesia Espíritu Santo. Ahora desplegó revistas y ropa vieja en la vereda y, apoyada en la cortina baja de un negocio en Paraguay y Salguero, improvisó un lecho, sin colchón. El suyo fue robado. Tiene 60 años y un rostro tan ajado que parece una anciana. Nació en Las Piedras, Uruguay, y a los 18 cruzó el río para trabajar como mucama con cama. “Un día me volví vieja y ya no pude trabajar más. No me quedó otra que la calle”, relata. Rosa habla sin autoconmiseración. No recibe pensión, ni jubilación ni subsidios. En su década como trashumante jamás durmió en un parador ni piensa hacerlo: la atemoriza la gente extraña, siente un pánico visceral a dormir con extraños. También se resigna a que todos los días le roben cosas: las frazadas, el colchón, la ropa que le dan. No le interesa atesorar pertenencias. Sólo lo justo, dice, para moverse con más libertad e ir al baño tranquila en la iglesia. Su rutina no cambia: de día lava su ropa en una canilla que le presta un portero, le gusta barrer y pasear, compra yogur con las monedas que le dan y se alimenta con los platos calientes que algunos vecinos suelen acercarle. “Últimamente, comida no me falta: hoy almorcé unos ñoquis riquísimos. Ahora otra señora me trajo esta sopa. Pero hay días en que debo correr la coneja”. Sobre la gente del BAP cuenta: “Son amables, pero ya les dije que no voy a ir”, enfatiza.
En las arterias de Palermo o Núñez, sobre Luis María Campos, o Cabildo, varios cajeros sirven de techo temporario a mujeres de edad. Hay que llegar a la esquina de Rodríguez Peña y Córdoba para toparse con otro tipo de ranchada. Son cuadro amigos cartoneros de entre 40 y 50 años, instalados allí desde hace meses. Leo pasó unos años detenido por robo a mano armada. La experiencia en Marcos Paz, dice, le mostró “que no hay peor cosa que estar encerrado”. Salió y desde entonces cartonea. Fabián es hijo de desaparecidos; vende CD y objetos reciclados sobre un paño. Marcelo, “el cordobés”, trabajaba de changarín con rollos textiles. Alberto duerme, entre botellas de whisky y bocanadas de porro. Respetan las reglas de convivencia con los comerciantes de la cuadra, que no se quejan. A las 8, levantan campamento. Guardan los colchones sobre la copa de un árbol, piden al quiosquero agua caliente para el mate y salen a cartonear. “Los del gobierno son joda –se ríe Marcelo–. Para llenar el papeleo para un subsidio te piden un domicilio de contacto.”