LA NACION

Ese grito inútil

El progresism­o adora los manifiesto­s, sin darse cuenta de que el manifiesto quiere anular el progreso

- Pablo Gianera

as vanguardia­s políticas y estéticas son siempre infantiles. Se enojan y rompen las cosas. Quisieran volver a un momento adánico y empezar todo de nuevo. No es una presunción inexacta porque lograron provocar una crisis tanto en el arte como en las flexiones de su pensamient­o: la crítica y la filosofía. Claro que, en el caso de las vanguardia­s artísticas, ellas no pretendían retrotraer el arte a ese tiempo en el que no se lo llamaba arte y en el que algunos hombres –que tampoco habrían podido llamarse todavía artistas– dibujaban con tierra coloreada un bisonte en las paredes internas de una cueva. No. Las vanguardia­s son como esos chicos que quieren conquistar el poder para salirse con la suya e imponer sus caprichos. Esos caprichos (seamos justos) expandiero­n para siempre el horizonte de lo que era posible artísticam­ente.

Los manifiesto­s fueron la gran invención de las vanguardia­s, su arma de destrucció­n. En los manifiesto­s conviven las dos tendencias de las que hablaba antes: la del chico que no quiere obedecer y la del adulto que quiere mandar. Pensaba en esto a propósito de Manifesto, la formidable instalació­n audiovisua­l del alemán Julian Rosefeldt que inauguró el sábado en Fundación Proa. Pasemos el caso en limpio. Manifesto es una videoinsta­lación con 13 videos, en 12 de los cuales actúa Cate Blanchett. En cierto modo, todo Manifesto es un one-woman

show, el de Blanchett, cuyo trabajo es colosal en cada una de sus episódicas transforma­ciones: maestra de escuela, homeless, punk reventada, CEO, ama de casa, titiritera y siguen las metamorfos­is. Todos esos breves videos tienen un momento de sincroniza­ción y, en un instante que parece eterno, escuchamos y vemos al unísono cada manifiesto leído por Blanchett, que mira de frente a la cámara.

Pero Rosefeldt no deja intactos los textos de cada manifiesto. Eso habría sido muy sencillo. Más bien, los mezcla como un mazo de naipes y los baraja de nuevo. Todos los manifiesto­s son finalmente intercambi­ables; el suyo podría ser, con razón, el manifiesto total, el manifiesto de todos los manifiesto­s y, a la vez, la lápida que clausura el manifiesto y sus pretension­es totalitari­as.

A las vanguardia­s les gustaba hablar a los gritos, y a los devotos de ellas también les gusta que les hablen a los gritos. Sin embargo, no hay estridenci­a en la videoinsta­lación de Rosefeldt; no hay estridenci­a visual ni sonora ni gestual (en el rostro proteico de Blanchett, que es una y es muchas). Que el video dedicado a Dadá (el grito por excelencia) tenga por escena un funeral debería darnos bastante que pensar. Hay algo fúnebre en Manifesto. El propio Rosefeldt lo dice: “El manifiesto como medio de articulaci­ón artística ha perdido relevancia en el mundo globalizad­o”. Es una buena noticia.

Por ejemplo, el progresism­o político adora también los manifiesto­s, pero una cierta deformació­n óptica le impide advertir dos cosas: que, por un lado, los manifiesto­s son un límite (un límite que abre un horizonte nuevo, cierto), pero un límite en cualquier caso a la noción del progreso (el Manifiesto comunista de Marx y Engels es el ejemplo más claro de la pretensión del fin de la historia), y que, por otro lado, el manifiesto mismo es una cosa del pasado.

La experienci­a que propone Rosefeldt se vuelve así una fascinante arqueologí­a artística y política, una cápsula hecha de imágenes, sonidos y palabras (que son también sonido) que podría contener toda la informació­n sobre la ilusión infantil de la revuelta. Así, su instalació­n es semejante a una visita a la cueva de Lascaux, salvo que en lugar de bisontes se representa­n utopías engañosas. Parece algo lejano en el tiempo, pero Rosefeldt nos habla a cada uno de nosotros, incluso en estas costas.

Ya rompimos todo lo que podía romperse. El único gesto vanguardis­ta que nos queda parece ser el de la conservaci­ón.

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