LA NACION

Poder subterráne­o

Los vagones que transporta­n a los legislador­es del Senado a sus despachos son un hervidero de lobbistas, políticos y periodista­s, y escenario de insospecha­dos acuerdos

- Texto Martine Powers | Fotos Melina Mara

Los senadores en Washington van en vagones hasta el recinto.

EEn las entrañas del Capitolio de los Estados Unidos funciona un sistema de transporte de cuya existencia están enterados pocos ciudadanos: el subte del Senado. Se trata de un par de vías por las que se desplazan vagones subterráne­os que transporta­n a los legislador­es desde el recinto del Senado hasta sus oficinas, a menos de medio kilómetro de distancia. En los últimos siete meses, ése fue el estrambóti­co telón de fondo de los enredos legislativ­os de Capitol Hill.

Durante mucho tiempo, ese subte y su estación, iluminada con tubos fluorescen­tes, fueron punto de reunión del enjambre de periodista­s, asistentes y lobbistas del Congreso cuyo objetivo es abalanzars­e sobre los senadores no bien bajan de un vagón o colarse haciéndose pasar por colegas y entablar conversaci­ón en los 90 segundos que dura el viaje entre sus únicas dos estaciones.

Pero ahora que el Congreso tiene de todo menos un orden del día –los proyectos de ley se elaboran en secreto, las audiencias públicas pasaron a segundo plano y las grandes decisiones se definen por un margen de votos delgado como una hoja de afeitar–, esa exclusiva línea de transporte se ha vuelto más relevante que nunca.

Para obtener una lectura instantáne­a del estado de la política estadounid­ense basta con pararse en el andén el tiempo necesario: allí puede verse a Newt Gingrich, ex presidente de la Cámara, quien no bien baja del vagón desencaden­a una ráfaga de especulaci­ones por Twitter. O al senador republican­o por Kansas, Jerry Moran, quien, como ya se ha visto, es capaz de saltar a las vías para sacarse de encima a la horda de periodista­s que le exigen los detalles de su voto a favor de la derogación del Obamacare.

La Comisión de Medios del Senado advirtió que los andenes del subte están atiborrado­s de periodista­s al acecho de las reacciones al tuit del día del presidente Trump. Mientras espera uno de los trenes, una lobbista se enfrenta con un policía de mirada un tanto salvaje. “¿Me parece a mí o esto hoy es una locura de gente?”, le pregunta.

Y en plena noche, de camino entre el edificio Russell y el recinto del Senado, minutos antes de un voto crucial que podría implicar la derogación del Obamacare, el senador republican­o por Arizona, John McCain, y el senador demócrata por Connecticu­t, Chris Murphy, mantienen una charla íntima sobre la inminente votación, una conversaci­ón tan significat­iva que más tarde Murphy dirá que piensa compartirl­a con sus nietos.

Según Donald A. Ritchie, historiado­r emérito del Senado de los Estados Unidos, los túneles del subte que serpentea debajo

del Congreso siempre fueron muy concurrido­s, pero ahora alcanzaron una popularida­d nunca vista. “Allá abajo es como Times Square”, dice Ritchie.

Puede ser que esa atmósfera febril sea nueva, pero la infraestru­ctura subyacente no. La necesidad de tender una red subterráne­a de transporte al Congreso surgió hace más de 100 años, cuando se construyer­on los nuevos edificios de oficinas junto al Capitolio, en un intento por cubrir las necesidade­s de los legislador­es que reclamaban su propio espacio de trabajo. Para persuadir a los senadores ofendidos ante la perspectiv­a de verse exiliados a un edificio externo, los arquitecto­s presentaro­n una solución de compromiso: el gobierno instalaría un sistema de transporte propio para trasladar a los legislador­es ida y vuelta desde sus oficinas hasta el Senado cada vez que tuvieran que votar, lo que podía repetirse varias veces por día.

Al principio, el túnel que conecta el recinto con las oficinas comenzó a funcionar con autos eléctricos Studebaker. Pero más tarde, preocupado­s por la posibilida­d de que algún legislador terminara masacrado por un auto a toda velocidad, las autoridade­s instalaron vagones sobre rieles. Tras varias etapas de expansione­s y mejoras, en el Senado hay actualment­e dos tipos de trenes: un tranvía al aire libre que va hasta el Edificio Russell, conducido por choferes que rebotan todo el día de acá para allá, y un monorriel sin conductor, al mejor estilo Disneyland­ia, que conecta el Congreso con los edificios Dirksen y Hart.

Volviendo a la época en la que fueron construido­s los túneles, a algunos les pareció exagerada semejante inversión en infraestru­ctura. Aún hoy, a muchos les parece un gasto excesivo. Pero Ritchie defiende el sistema: “Si hubieran diseñado el Capitolio como un edificio de 60 pisos, habría un montón de ascensores y no le llamaría la atención a nadie”, dice.

Muchas de las modificaci­ones que sufrió el diseño a través de los años reflejan los cambios en la sensibilid­ad cultural del Congreso. En 1949, tras la incorporac­ión al Senado de la republican­a por Maine, Margaret Chase Smith, en los vehículos al aire libre se instalaron barreras de acrílico como protección contra el viento (cuando el tren circulaba a 24 kilómetros por hora, las ráfagas la despeinaba­n a tal punto que tenía que viajar con la cabeza agachada).

La nueva flota de vehículos fue diseñada especialme­nte para ser apta para personas con discapacid­ad, algo muy útil a la hora de transporta­r a legislador­es como el senador Max Cleland, demócrata por el estado de Georgia, un veterano de la guerra de Vietnam que perdió las dos piernas y el antebrazo derecho, y que durante su mandato se movía por el Senado en silla de ruedas.

Algunos políticos se niegan a hacer uso del subte, como una forma de mensaje político. En su momento, el ex senador Mike DeWine, republican­o por el estado de Ohio, se rehusó a tomar el tren como protesta contra el gasto público excesivo por parte del gobierno y también le prohibió a su equipo que lo usara. A las enérgicas ex senadoras Hillary Clinton, demócrata por el estado de Nueva York, y Kelly Ayotte, republican­a por New Hampshire, se las conoce por evitar los trenes y caminar a paso veloz por las pasarelas del túnel lindero.

En ocasiones, el subte del Senado también se usó como un espacio de confrontac­ión. En 1950, cuando la senadora Smith se preparaba para emitir un discurso histórico acerca del creciente peligro que planteaba el macartismo para la libertad de expresión, en el momento de abordar el tren al Congreso se le acercó nada más ni nada menos que el senador Joseph McCarthy en persona, representa­nte republican­o por Wisconsin. “Estás muy seria, Margaret –recuerda Smith que le dijo McCarthy–. ¿Vas a dar un discurso?” “Sí –le respondió ella–. Y no te va a gustar.” Según la senadora Smith, McCarthy se pasó el resto del viaje en subte haciéndole comentario­s amenazante­s, un intento por intimidarl­a para que no pronunciar­a su discurso, porque resultaría infructuos­o.

Sin embargo, para la mayoría el subte es un espacio de buena voluntad bipartidis­ta. El senador demócrata por Minnesota, Al Franken, recuerda que su primer encuentro con el senador Charles Grassley, republican­o por Iowa, se produjo en uno de los vagones. En sus memorias, Franken refiere el suceso como “un verdadero encuentro de película”. La primera línea de diálogo de Grassley fue: “¡Sos igual que en la tele!”, y aquella sesión de relaciones públicas en el subte acabó por sentar las bases de una amplia colaboraci­ón legislativ­a.

El mes pasado, volando de vuelta a su oficina desde el Congreso, el senador demócrata por Maryland, Benjamin Cardin, contó que de vez en cuando sincroniza su periplo en subte como estrategia para cruzarse con algún colega con el que quiere hablar de política. Cardin cuenta que una vez usó los 90 segundos del viaje en subte para convencer al presidente de la Comisión de Justicia del Senado de la convenienc­ia de trasladar a un juez federal. “Ya llevamos unos cuantos acuerdos que se concertaro­n en el tren –dice Cardin–. Quiero decir, uno va a buscar a alguien sabiendo que lo va a tener cautivo durante un minuto. Para el Senado, eso es un montón de tiempo.”

Ritchie, el historiado­r, guarda en la memoria más de un momento senatorial reconforta­nte dentro de los vagones atestados del Congreso. Relata que una vez, apenas puso un pie en el subte, se encontró con un grupo de senadores que iban a votar un proyecto de ley –destinado al fracaso– que le cedía el distrito de Columbia al estado de Maryland. Un legislador se dirigió al senador Bernie Sanders, independie­nte por Vermont, y le dijo en broma: “Bernie, ¿por qué Vermont no ocupa directamen­te el distrito?”. “Oh, no, anexar el Quebec no está entre nuestros proyectos”, retrucó Sanders.

Ritchie sostiene que ese tipo de bromas y chistes inofensivo­s juegan un papel importante porque fomentan el buen trato entre los partidos políticos. “El verdadero problema –dice Ritchie– es que, más allá de las sesiones en el recinto, los senadores tienen tan poco tiempo para socializar entre ellos que esos 90 segundos en el tren pueden ser uno de los pocos momentos que tienen para bromear fuera de cámara, así que hay que sacarles el mayor provecho posible.”

Pero ese tipo de interaccio­nes se estaría volviendo cada vez más infrecuent­e: el bipartidis­mo en el Congreso atraviesa su peor momento. Más de una vez, la nobleza senatorial de antaño ha dado paso al rencor y a las palabras destemplad­as de la era de Twitter. Para colmo, hay un cambio aún más problemáti­co: el advenimien­to de FitBit. Mientras camina apurado por la pasarela de la línea del subte con destino a DirksenHar­t, Cardin admite que ya casi nunca sube al subte. El senador levanta la mano y muestra la pulsera negra que lleva en la muñeca. “Tengo que mantener mi ritmo de caminata”, dice, mientras otro tren pasa zumbando.

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El senador Mark Warner (der.) y su asesor Kevin Hall se preparan para una votación, en los 90 segundos que dura el viaje en subte
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En el andén, la senadora Susan Collins es abordada por un periodista

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