La belleza poética de cuerpos volando
Asoman un brazo, un pie o una cabeza desde el elevado techo de la sala. A partir de allí se descuelga la figura humana completa, suspendida en el aire, recorriendo huellas lumínicas al ritmo de la música, caminando por las paredes, saltando a través del espacio. Luz, cuerpo y ritmo se fusionan en movimientos de un espacio trastocado, en el que la atracción gravitatoria cambia de dirección y sentido de un momento a otro.
La compañía dirigida por Brenda Angiel, pionera de la danza aérea entre nosotros, presenta en MOVI breves escenas de coreografías suspendidas de sogas y arneses que, aún con cierta pausa entre una y otra, se mueven en un paulatino acercamiento hacia el público. Parten de ese surgimiento puntual, casi de cuerpos fragmentados que se van armando uno a uno, cabeza abajo o levitando en forma horizontal. Se unen luego en un cuarteto lúdico llenando el espacio escénico, en el que alguno puede ser objeto de lanzamientos cual pelota o proyectil de elástico rebote. Y culminan en vuelo rasante sobre las cabezas de los espectadores. De ahí la advertencia inicial –junto a la de apagar los celulares– de “no levantarse de los asientos ni intentar atrapar a los bailarines”.
Sorprendente sin dudas para la mayor parte del público infantil, la danza aérea tiene así en MOVI un crescendo pautado, pero entre el comienzo intrigante y el final vertiginoso adolece de cierta ausencia de intensidad dramatúrgica, que diluye también algo de su impacto visual, de la belleza poética de los cuerpos surcando los aires.
La media hora de duración del espectáculo pasa literalmente volando. Queda entonces a modo de epílogo la propuesta a los chicos a colocarse un arnés y colgarse de una soga (tras pago de un plus sobre la entrada). Distribuidos en dos o tres turnos, según la demanda frente al límite acotado de sogas disponibles, se convierten los pequeños bailarines aéreos en una atractiva segunda parte de la función.
Un ligero temor inicial los lleva a mantener la habitual vertical con los pies hacia abajo y las manos tomadas de la soga a pesar del arnés. Pero luego comienza bajo la atenta guía de los bailarines convertidos en asistentes de escena un proceso de soltarse, que lleva a los más valientes a extender los brazos y pasar a la horizontalidad del desplazamiento de las aves o incluso a mirar el mundo al revés con la cabeza hacia abajo, mientras los tramoyistas elevan la soga que los sostiene. Es para ellos un momento de libertad.