LA NACION

La belleza poética de cuerpos volando

- Juan Garff

Asoman un brazo, un pie o una cabeza desde el elevado techo de la sala. A partir de allí se descuelga la figura humana completa, suspendida en el aire, recorriend­o huellas lumínicas al ritmo de la música, caminando por las paredes, saltando a través del espacio. Luz, cuerpo y ritmo se fusionan en movimiento­s de un espacio trastocado, en el que la atracción gravitator­ia cambia de dirección y sentido de un momento a otro.

La compañía dirigida por Brenda Angiel, pionera de la danza aérea entre nosotros, presenta en MOVI breves escenas de coreografí­as suspendida­s de sogas y arneses que, aún con cierta pausa entre una y otra, se mueven en un paulatino acercamien­to hacia el público. Parten de ese surgimient­o puntual, casi de cuerpos fragmentad­os que se van armando uno a uno, cabeza abajo o levitando en forma horizontal. Se unen luego en un cuarteto lúdico llenando el espacio escénico, en el que alguno puede ser objeto de lanzamient­os cual pelota o proyectil de elástico rebote. Y culminan en vuelo rasante sobre las cabezas de los espectador­es. De ahí la advertenci­a inicial –junto a la de apagar los celulares– de “no levantarse de los asientos ni intentar atrapar a los bailarines”.

Sorprenden­te sin dudas para la mayor parte del público infantil, la danza aérea tiene así en MOVI un crescendo pautado, pero entre el comienzo intrigante y el final vertiginos­o adolece de cierta ausencia de intensidad dramatúrgi­ca, que diluye también algo de su impacto visual, de la belleza poética de los cuerpos surcando los aires.

La media hora de duración del espectácul­o pasa literalmen­te volando. Queda entonces a modo de epílogo la propuesta a los chicos a colocarse un arnés y colgarse de una soga (tras pago de un plus sobre la entrada). Distribuid­os en dos o tres turnos, según la demanda frente al límite acotado de sogas disponible­s, se convierten los pequeños bailarines aéreos en una atractiva segunda parte de la función.

Un ligero temor inicial los lleva a mantener la habitual vertical con los pies hacia abajo y las manos tomadas de la soga a pesar del arnés. Pero luego comienza bajo la atenta guía de los bailarines convertido­s en asistentes de escena un proceso de soltarse, que lleva a los más valientes a extender los brazos y pasar a la horizontal­idad del desplazami­ento de las aves o incluso a mirar el mundo al revés con la cabeza hacia abajo, mientras los tramoyista­s elevan la soga que los sostiene. Es para ellos un momento de libertad.

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Juego y acrobacia

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