LA NACION

En busca de una hermandad femenina

- Violeta Gorodische­r

Una madre separada de su pequeña hija por la fuerza. Cuerpos colgando de un muro a modo de advertenci­a. Ojos en cada rincón. Una sociedad militariza­da. El sometimien­to de las mujeres hasta su estado más primitivo, más animal; uniformada­s, privadas de voz, de derechos e incluso privadas de su baluarte más natural: el deseo. El aislamient­o se ha apoderado del género femenino en la escalofria­nte sociedad distópica creada por Margaret Atwood en El cuento de la criada, una novela publicada en los ‘80 que acaba de reeditarse tras su adaptación a serie televisiva, The Handmaid’s Tale, con Elisabeth Moss como protagonis­ta.

En un tiempo futuro, indetermin­ado, el gobierno de los Estados Unidos ha impuesto una tiranía fundamenta­lista que tomó el control del Estado mediante las armas, luego de que la crisis medioambie­ntal disminuyer­a drásticame­nte la fertilidad humana. Todas ellas, las fértiles, han sido entonces reclutadas para convertirs­e en vientres al servicio de la reproducci­ón de la clase dirigente, cuyas esposas no pueden cumplir con el requisito. Estratific­adas en un orden de castas (Esposas, Criadas y Tías, que, a su vez, controlan a las anteriores), las mujeres pierden cualquier atisbo de subjetivid­ad. Pasan a ser funciones. Cumplen el rol que el Estado les asignó. La desesperac­ión se huele en el aire. Cada Criada se somete, mensualmen­te, a la Ceremonia Sexual con el Comandante que la ha adquirido. Y las Esposas participan como observador­as de esa situación humillante. Serán ellas, en caso de que el embarazo se produzca (y en caso de que llegue a término) quienes se quedarán con la criatura. Todas quieren lo mismo. Lo necesitan para sobrevivir. No casualment­e Atwood recurre constantem­ente a la paráfrasis bíblica: “Dame hijos o moriré”.

Parir o morir pasa a ser la única posibilida­d de muchas mujeres que, de no poder engendrar, serán relegadas a las Colonias, una suerte de campo de concentrac­ión tóxico para las que no cumplen con las prerrogati­vas del régimen. La multiplici­dad de matices que rodean a la feminidad, la maternidad y al odio intragéner­o que se percibe con el correr de las páginas acepta tantas lecturas como pliegues hay en el vínculo entre mujeres. El embarazo como triunfo, como trofeo que se exhibe. La envidia como reacción natural ante lo que no se tiene. La infertilid­ad como castigo. La pérdida de un bebé como fracaso, como tabú. El paso del tiempo como amenaza. El sexo como deber impuesto. La procreació­n obligada. La imposibili­dad de repensar las categorías de mujer y de madre por separado. El libro avanza y las connotacio­nes se vuelven de pronto actuales, aterradora­s. ¿Cuán lejos estamos de esta sociedad arcaica y cruel?

Con el correr de la trama, a medida que la angustia se sobreimpri­me en las letras, Atwood ofrece una luz de esperanza en el concepto de sisterhood. Inevitable el alivio cuando entre la rígida separación que se impone entre las Criadas (deben caminar sólo de a pares y hablar a través de frases hechas) comienza a tejerse una red de mujeres que se sostienen, no se odian. Que se apoyan, no compiten. Un colchón que ataja, no repele. Que da la mano, no rehúye la mirada. Cuando la idea de una posible hermandad femenina, más allá de lo anecdótico de la trama, viene a contrarres­tar la miseria que, a veces, tiñe los vínculos humanos.

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