Elogio de los mandatos familiares
Tan malos no deben de ser los llamados “mandatos familiares”. Es que algo bueno o al menos útil debe existir en ellos si han perdurado tanto, como sistema eficaz, a lo largo de la milenaria historia de nuestra especie.
Los llamados mandatos, es decir, el sistema de traspaso de una generación a otra de algunas ideas, conocimientos, valores, imperativos, criterios y horizontes, forman parte de la evolución no sólo mental, sino también cultural y social de nuestra especie, y habrá que ser prudente a la hora de pretender abolirlos sin antes averiguar un poco de qué se trata la cuestión.
Debemos decirlo: el prestigio actual de los mandatos familiares es bajo o nulo, ya que se los acusa de cosas horribles que, dicen, arruinarían la vida de aquellos que desean vivir ajenos a todo determinismo. La idea de romper con los mandatos familiares es vendida, sin más, como un signo de liberación, lo que lleva a algunas confusiones, orfandades y, sobre todo, a la incorporación de otros mandatos, a veces iguales o peores que aquellos con los que se rompió.
Es verdad que hay mandatos “malos” o, para ser más precisos, malamente aplicados o producto de distorsiones que pueden ser aniquilantes. Esos mandatos hacen daño de muy diversas maneras, no por ser mandatos, sino por ser tóxicos o, incluso, perversos.
Un ejemplo de la cuestión puede ser la extorsión del padre o madre que asfixia afectivamente al hijo si éste no cumple con algún imperativo producto del egoísmo parental. Sería algo así como “serás doctor o si no no serás nada, no te querré más, te quedarás sin apoyo y sin identidad”. Claro, no hace falta que sea manifestada así de literalmente la cuestión, pero a buen entendedor…
Otro mandato podría ser “los hombres no lloran nunca, y si lo hacen, no son hombres de verdad” o “de vos no puede salir nada bueno”, ejemplos de mandatos que llevan veneno adentro, se tramitan a modo de maldición y cargan implícito un castigo: la pérdida de amor si no se cumplen.
Insistimos, no es culpa de los mandatos, sino de su mal uso. Con esto defendemos las tradiciones culturales, los valores éticos que atraviesan generación tras generación, la sabiduría acuñada que se transfiere a la progenie, las pasiones de los padres que se “contagian” genuinamente a los hijos, las sanas costumbres, las maneras que tiene cada familia de querer, de respetar, de vivir la espiritualidad, de valorar las cosas…
Con el tiempo, y con algo de maduración, es la persona la que termina llevando el mandato y no el mandato el que lleva a la persona. A la vez, debemos percatarnos de que hay un gigantesco mandato que dice que no hay que tener mandatos: una paradoja de aquéllas.
En relación con lo dicho, vale aquella frase que dice que “la cuestión no es cambiar de amo, sino dejar de ser perro”. Es que, defenestradas “por default” la función del mandato familiar y sus referencias culturales, éticas y emocionales, el terreno se abre a quienes imponen otros, en general, de dudosa intención.
El mandato no es una cárcel, sino un punto de inicio. No es más libre el que lo rompe que aquel que no. Cuando son parte del amor, son alimento que viene pasando de generación en generación, quizá desde siempre. En cambio, cuando son ofrecidos con la intención de sojuzgar más que para ayudar a crecer, son fallutos, asfixiantes y falsos, y es por eso que hay que desecharlos.
Vale perder el miedo a ofrecer a los hijos algunas nociones de lo que se espera de ellos. No es tan terrible aquello de los mandatos. Si no hay extorsión de por medio ni intensión espuria, todo estará bien. De última, ellos, los hijos, transformarán ese legado según su deseo, pero habrán recibido la arcilla primordial sobre la cual luego moldearán su vida según lo que les parezca.