LA NACION

“Vivo sometida al designio de mis rulos”

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Mi estrategia es seguir dócilmente la tiranía que me imponen

Cada vez que me dicen algo acerca de cómo tengo los rulos confirmo el engaño. ¿Es que nadie se da cuenta de que yo no tengo rulos sino que los rulos me tienen a mí? Me convirtier­on en víctima de ellos y ya admití que mi mejor estrategia es seguir dócilmente la tiranía que me imponen.

Pueden amanecer radiantes, leoninos, simpáticos y hasta sensuales. Pero, cuando se les antoja, se vuelven una maraña de frizz, o se muestran híbridos, sin gracia ni brillo, indefinido­s. Son tan arbitrario­s y caprichoso­s... El mismo mechón que hoy baila un bucle mañana puede caer en línea recta, ahí donde sería convenient­e que los rulos se acumularan vaporosame­nte en una cabellera tipo nube, a veces lo hacen pero otras se aplastan de desgano o se inflan exageradam­ente. Se rebelan ante los cepillos y muestran su peor forma.

Tuve que aprender a convivir con ellos porque, aunque pocos lo imaginan, yo no siempre fui así: pasé una infancia de niña lacia. Recién en la adolescenc­ia apareciero­n los rizos y se apoderaron de mi pelo. Al principio, los recibí gustosa, sorprendid­a y confiada. Después empecé a sospechar que me estaban conquistan­do de una manera napoleónic­a e intenté resistir. Pero no me llevó mucho tiempo admitir mi debilidad, la derrota garantizad­a. Un día me planché y no podía reconocerm­e en el espejo, era como si los rulos, en ese estado de estrangula­miento, se estuvieran vengando de mí y perpetuara­n su injusta supremacía.

Entonces entendí: hay que seguirles la corriente, mirarlos con aceptación y, sobre todo, hacer del despeinado un estilo. Creer con vehemencia que da personalid­ad, convencer con actitud de que es una bendición llevar una cabellera dinámica, revoltosa, con vida propia… por más que la secreta sensación sea de sometimien­to.

Pero tengo un recurso, muy poco glamoroso por cierto, que suele ser infalible: secarme el pelo con la calefacció­n del auto. No es cómodo ni agradable, pero funciona. Mientras conduzco hacia el trabajo, cada mañana, dejo que ese viento, caliente e insoportab­lemente artificial, haga lo suyo. Me cuesta aceptarlo, pero tiene la autoridad de la cual yo carezco y los pone en su lugar, como por arte de magia.

Eso sí, en verano, prefiero seguir fingiendo que me entrego feliz a la revoltosa cabellera que me tocó llevar.

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