LA NACION

La muerte como eje de esperas, dolores y cotidianid­ades

- Jazmín Carbonell

Una pregunta pequeña y sencilla, pero que cala hasta los huesos, atraviesa la obra y queda suspendida en cada uno de los espectador­es. ¿Quién paseará al perro cuando su dueño ya no esté en este mundo? ¿Quién se ocupará de nuestras mascotas en nuestra muerte? Para hacerla más y más extensiva e interpelar­nos sobre el dolor, sobre la ausencia y sobre a quiénes extrañarem­os cuando ya no estén. El origen de esta pieza es croata y pocas veces asistimos a dramaturgi­as de esas latitudes (Guillermo Cacace subió a escena Mi hijo sólo camina un poco más lento, otra obra de Croacia). Y así como sucede ahora con el auge del cine rumano, algo seguro queda expuesto: los problemas del hombre son universale­s, los dolores y los pesares son iguales en todos los rincones del planeta y los temas en el arte son pocos. Así lo decía Abelardo Castillo en una de sus últimas entrevista­s: “No sé cuáles son mis temas esenciales. Podría decir que la locura o la muerte, pero son casi los temas esenciales de la literatura. Debe ser porque tenemos una franca tendencia a morirnos los seres humanos, por eso nos tiene preocupado­s el asunto”.

Pero en este caso el director de la obra es Matías Sendón, un nombre que es sinónimo de luz. Diseñador de luces sería preciso decir porque la tarea de Sendón se abocó a investigar cada espacio a iluminar, entender el hueso de la obra para poder trabajar desde allí y que no sea la luz un elemento externo que bombardee la escena. Sino lo contrario, que se mixture, se meta en el imaginario de la obra desde adentro y no como complement­o. Ahora se atreve a más y lo hace con soltura porque su trabajo lo ha llevado a investigar tanto la teatralida­d que puede moverse por los diferentes roles de una puesta sin dificultad.

La historia es sensible, llega a todos y es contundent­e, pero el director prefiere quedarse en el dispositiv­o teatral y buscar así los elementos que lo ayuden a hacer de este cuento una propuesta estética. Un hijo, un padre, una mujer son los tres personajes de esta historia. Una espera, el tiempo, la lluvia que no para, el dolor de sentirse frágil y mortal y la vida ordinaria que nos reclama atención en sus detalles más ínfimos constituye­n el marco. En medio del dolor, de lo trascenden­tal, de la vida en estado puro y el miedo a la muerte, los días cotidianos que reclaman: comprar una corbata, asistir a la entrega de un premio. Y la mujer (Vanina Montes, que hace un trabajo muy preciso) alternará su papel de ex novia con el de narradora de la historia, para extrañarla y poder así pensarla un poco más. El hijo, este día, tiene un dolor para contar y el padre experto en filosofía (este guiño es para algunos pocos porque el actor es Horacio Banega que además del teatro se dedica a la filosofía como docente) está por ser premiado. Los deseos y las urgencias se reclaman.

Curiosamen­te, en el programa de mano no hay diseño lumínico, será porque el propio director fusiona de tal forma la historia con la luz que los elementos se vuelven uno. Unas tablas sobre unos tachos de pintura conforman unos bancos y allí los personajes esperan, y en esa espera suceden los encuentros.

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Buenos actores, dirigidos por Matías Sendón

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