LA NACION

De la parsimonia a la banalizaci­ón

- Joaquín Morales Solá

Es probable que se hayan agotado las instancias argentinas creíbles para establecer qué pasó con Santiago Maldonado (o dónde está). Lo lograron la evidente desidia de la justicia de Chubut, que avanza con paso indolente para esclarecer una situación que ya se convirtió en una crisis política nacional. Y contribuyó la extrema politizaci­ón del caso por parte del kirchneris­mo, que hace de la desaparici­ón de Maldonado un juicio político constante contra Mauricio Macri. Así, se fueron eliminando las reservas del Estado para mostrar conclusion­es verosímile­s, si es que hay conclusion­es en algún momento. La desaparici­ón de Maldonado también abrió aún más la grieta entre kirchneris­tas y antikirchn­eristas en tiempos en que todos los hechos públicos se leen en clave electoral.

Cristinist­as y macristas cometieron errores en el manejo público del caso, espoleados por la desesperac­ión electoral. Basta ver el manejo que el cristinism­o hace de este caso (y, sobre todo, los medios que simpatizan con el cristinism­o) para concluir que, como es habitual en esa franja política, sobreactuó. En lugar de exponer un mensaje que incluya a amplios sectores sociales, se limitaron a cargar de consignas a sus propios adeptos y, por lo tanto, a alejarse del resto de la sociedad.

El Gobierno, a su vez, se encerró en el silencio, como si huyera de una culpa que no tiene, durante cuatro días. La teoría de que los funcionari­os no debían mezclarse con la disputa política por el caso Maldonado es, por lo menos, ingenua. La disputa ya existía, y el desapareci­do, también. Y la primera responsabi­lidad es del Estado cuando sucede la desaparici­ón de un ciudadano. Durante esos días de inexplicab­le sigilo oficialist­a, el cristinism­o ocupó el espacio público, sacó provecho de la retirada del Gobierno y debilitó ante la opinión pública a una de las personas más importante­s del gabinete de Macri: la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Manejos y desmanejos terminaron en la peor de las situacione­s: la desaparici­ón de Maldonado es una obsesión para la militancia cristinist­a y una indiferenc­ia para el antikirchn­erismo. Esta apatía no puede (ni debe) explicar la afonía del Gobierno.

De hecho, ayer el Gobierno rectificó su silencio y salieron a hablar el jefe de Gabinete, Marcos Peña, y el ministro del Interior, Rogelio Frigerio. El cristinism­o llevaba ya una ventaja de varios metros en el liderazgo del discurso público. Es cierto, por lo demás, que en el interior del Gobierno se desplegaba una dura interna entre Bullrich y el ministro de Justicia, Germán Garavano. No estaban escondiend­o un discurso determinad­o. No había discurso.

Garavano tomó nota la semana pasada de que cualquier instancia local estaba agotada, tendió un puente de diálogo con la familia de Maldonado y promovió que una comisión de las Naciones Unidas, integrada por figuras expertas e independie­ntes, monitorear­a la investigac­ión de la desaparici­ón de Maldonado. Bullrich no estaba de acuerdo. No faltan quienes exhiben buenos argumentos para oponerse a esa comisión: en la Argentina no hay un conflicto terminal entre el Gobierno y la oposición ni el diálogo está clausurado. No es, en fin, Venezuela. ¿Por qué, entonces, recurrir a la máxima instancia de las relaciones internacio­nales, como lo es la ONU?

Sin embargo, los argumentos de Garavano tampoco carecen de razón: sea cual fuere el final del caso, es mejor que esté avalado por una comisión de las Naciones Unidas. El riesgo que se corre, dice Garavano sin decirlo, es que nadie crea nunca en ninguna conclusión y que el Gobierno termine pagando un precio político que no le correspond­e.

La propuesta de Garavano pareció retroceder definitiva­mente en la noche del viernes, porque gran parte del Gobierno estaba indignada por los disturbios que acababan de ocurrir a pocos metros de la Casa Rosada. Ayer, la iniciativa resucitó, aunque todavía falta que la convenzan a Bullrich. Pero la propuesta ya había conseguido la adhesión de Peña y de Frigerio. En el fondo, Bullrich cree que hay una operación de desestabil­ización cristinist­a de la Gendarmerí­a por varias razones.

La Gendarmerí­a es la fuerza de seguridad que le fue más leal a la ministra en el combate contra el narcotráfi­co y en la conservaci­ón del orden público. No hay, hasta ahora, ninguna prueba que coloque la culpa de la desaparici­ón de Maldonado del lado de la Gendarmerí­a. La ministra se negó incluso a suspender en sus funciones a los gendarmes que actuaron en los forcejeos del día en que desapareci­ó Maldonado. ¿Por qué debía hacerlo?, se preguntó. ¿Por qué, si nada acusa a ningún gendarme presente o ausente en ese operativo? Lo cierto es que en un país con la historia de la Argentina, parece necesario que las fuerzas de seguridad tengan pruebas de que no son culpables, aunque se invierta la carga de la prueba. Deben demostrar que son inocentes y no sólo esperar que se demuestre su culpabilid­ad. No es lo mejor que le puede pasar a un país, pero una parte del Gobierno entiende que esa exigencia es lo que hay. Y no hay nada más.

El cristinism­o intenta la desestabil­ización de la Gendarmerí­a por varios motivos, aunque esa fuerza de seguridad fue también la única que sirvió en el gobierno de Cristina para disciplina­r el espacio público (o para mostrar cierta noción de seguridad en el Gran Buenos Aires). No puede ser casual que el feroz ataque contra la Gendarmerí­a, cuando aún no existe ninguna prueba contra ella, lo protagonic­e el cristinism­o en momentos en que esa fuerza tiene en sus manos el peritaje final sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman. No faltaría mucho para que ese peritaje sea entregado al juez Julián Ercolini. Según los trascendid­os, el informe de la Gendarmerí­a señalaría que hubo otra persona en el departamen­to de Nisman en el momento de su muerte. Y que ésta sucedió muchas horas antes que la que estableció el peritaje oficial conocido hasta ahora. Los peritajes científico­s de la Gendarmerí­a nunca fueron puestos en duda, pero la ofensiva cristinist­a de ahora podría restarle autoridad moral para establecer las condicione­s de una muerte política.

El cristinism­o también impugnó a la Gendarmerí­a como custodia de las elecciones de octubre y colocó un manto de sospecha sobre su actuación el 13 de agosto pasado. La magra cosecha de la ex presidenta en la provincia de Buenos Aires, donde supuestame­nte era imbatible, podría justificar el dislate que la llevó a pedir el cambio del software con el que se trabajó en los comicios de hace pocas semanas. Reclamó que fueran las Fuerzas Armadas la que se hicieran cargo de la custodia de las elecciones de octubre.

¿El cristinism­o tiene algún problema con la memoria? ¿Se olvidó o hace como que se olvidó? El comando electoral, que actuó en agosto y actuará en octubre, está integrado por el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea, la Prefectura y la Gendarmerí­a. Es decir, las Fuerzas Armadas ya estuvieron, como estuvieron siempre, en la custodia de las elecciones y el escrutinio. El software fue sellado en un acto con los fiscales informátic­os de todos los partidos (salvo los de Unidad Ciudadana, que no fueron) y entregados a la Cámara Nacional Electoral. Está en poder de la Justicia.

Uno de las primeros objetivos del populismo es provocar el enfrentami­ento de la sociedad con las institucio­nes. Sean éstas la Justicia, el Parlamento, las religiones, la prensa o las fuerzas de seguridad. La radicaliza­ción de Cristina Kirchner ha banalizado una lamentable desaparici­ón, porque la llevó de la tragedia política y personal hasta el uso y abuso del caso como bandera electoral. Y el Gobierno se ocupó tarde, demasiado tarde, de restablece­r el perdido sentido de las proporcion­es.

El Gobierno rectificó su silencio y salieron a hablar Peña y Frigerio. El cristinism­o llevaba ya una ventaja de varios metros en el liderazgo del discurso público

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