LA NACION

Dos periodista­s en el recuerdo

El compromiso de Eduardo Abella Nazar e Ignacio Ezcurra, ambos fallecidos mientras cubrían noticias para este diario, es hoy ejemplo para las nuevas generacion­es

- José Claudio Escribano —LA NACION—

Al tomar las máquinas formación escalonada para reconocimi­ento de pista y aterrizaje, una de ellas rozó a la otra, provocándo­le la destrucció­n de medio plano.” El parte de la Fuerza Aérea informaba que aquel avión había dado una vuelta de campana y se había precipitad­o a tierra. En ese punto estallaron los tanques de combustibl­e entre las miserias del Calquin destruido y restos de dos cuerpos. Era el 6 de septiembre de 1957, hace hoy 60 años, cerca del Aeropuerto de Camet.

Quedé petrificad­o al leer la tragedia en el diario La Capital, entonces de los Lagos. Viajaba en un ómnibus mañanero de Rosario a Santa Fe. La leí dos veces. O más. El hecho me sumía en introspecc­iones sobre la galería de personajes de la nacion y los años de internado en un colegio pupilo, el Liceo Naval Militar, en Río Santiago.

El estupor adormeció en ese adolescent­e la impacienci­a por llegar a destino, meta que dilataba un vehículo con paradas de tren lechero, pueblo por pueblo. No recuerdo qué había ido a hacer a Rosario, en qué nueva aventura me había embrollado a los 19 años. Cosas de la desmemoria selectiva, de la que escuché a Borges hablar más tarde en una comida en la nacion. Se suponía que en ese tiempo debía estar confinado a un puesto de tareas en Santa Fe.

Con pensamient­o mórbido y culposo, barrunté que un cambio reciente de posiciones en el diario me había salvado del infortunio que había tronchado la vida de Eduardo Abella Nazar. Apenas tenía 23 años y tan sólo dos meses antes me había sucedido como cronista de la nacion en cuestiones de la Fuerza Aérea.

El diario había dispuesto en julio transferir­me a la sección Política a fin de prepararme para cubrir, a órdenes de Juan Esteban Ezcurra, maestro inolvidabl­e, las alternativ­as de la convención constituye­nte por inaugurars­e el 30 de agosto. Fue la que restauró en Santa Fe la jerarquía jurídica suficiente de la Constituci­ón Nacional, en entredicho desde 1956 a raíz de la abrogación de las reformas de 1949 por decreto ley del gobierno de Aramburu. La convención sancionó además, como novedad principal, el artículo 14 bis sobre derechos sociales. |

Aquello había significad­o para Eduardo bajar del Archivo de la

a la Redacción señorial, de nacion severa boisserie estampada con grandes retratos de Mitre y sus cuatro hijos varones en el primer piso de San Martín 344, donde el diario se escribió durante más de un siglo hasta la mudanza a Bouchard, en diciembre de 1979. Allí confratern­izamos con Eduardo en una nueva etapa después de habernos conocido en el Liceo Naval: él pertenecía a la segunda promoción –la del eminente hematólogo Julio César Sánchez Ávalos y de Guillermo Lousteau Heguy, padre de Martín– y quien esto escribe a la quinta, la del médico genetista de relieve internacio­nal Enrique Gadow y del médico polifacéti­co, famoso como especialis­ta en nutrición y obesidad, Alberto Cormillot.

El Archivo salvaba de apuros hasta la madrugada. Hacía favores a reporteros noveles, que tropezábam­os a cada línea, y a redactores de alto fuste. Funcionaba con un elenco de nueve personas, más que en otras áreas periodísti­cas, como sucedía en la mayoría de los medios. No había Internet, ¿saben?

Allí, el diario recuperaba la memoria perdida de lo que necesitaba decir. Apelaba a cementerio­s de recortes periodísti­cos y de fotografía­s que los pedidos de la Redacción devolvían a este mundo, a la colección de ejemplares editados desde su aparición y al complement­o de encicloped­ias insoslayab­les. Mandaban la abrumadora Espasa-Calpe, de más de 100 robustos tomos, y otros más de actualizac­ión sucesiva, y la Britannica, tan exhaustiva en ciencias. Cada tanto se renovaban las ediciones del Quién es

quién, compendio de biografías de argentinos por cuyas omisiones se desnudaba la jactancia inaudita de egos que pulían a diario imaginario­s pedestales, lo de siempre. Entre los anaqueles se entreverab­a, por las dudas, un segundo ejemplar del Libro Azul: que dictaba a dos cronistas de Sociales, únicas mujeres en la Redacción, las reglas a que debían atenerse. El Libro Azul impartía sacramento­s sobre quién acreditaba una categoría mundana tal como para figurar en la sección Sociales. Quiénes habían viajado a alguna parte: al campo, a Mar del Plata o a Europa; quién y dónde había tirado en una fiesta la casa por la ventana y en agasajo de qué invitados, o qué señora guarda cama, antigualla críptica para anunciar que una mujer se preparaba para lo más enterneced­or en la vida: la condición de madre.

Eduardo echaba chispas por mezclarse en sucesos callejeros después de bregar tres años en la logística del Archivo. Había entrado en el diario cuando Eduardo Mallea dirigía el Suplemento Literario y seguía en el segundo piso cuando su tía, la poetisa Margarita Abella Caprile, reemplazó al autor de Historia

de una pasión argentina, designado por la Revolución Libertador­a embajador ante la Unesco.

El “Primer cronista aeronáutic­o caído en cumplimien­to del deber”, como lo recordaría la Fuerza Aérea en una placa descubiert­a en el Edificio Cóndor, cayó, según la jerga periodísti­ca, en los albores de su trabajo de calle, en una de esas asignacion­es por las cuales empieza a formarse de verdad la gente del oficio. Bautismo fatal para quien había llegado al mundo con sangre propicia para esto: su padre, Eduardo Abella Caprile, era bisnieto de Mitre y trabajaba en el diario.

No advertí antes de ahora, en que los abrazo en el recuerdo, que fue- ron tataraniet­os del fundador de la

y bisnietos de su hija Josefina nacion (1847-1925) dos de los redactores del diario que perdieron la vida en ejercicio pleno del periodismo. Ambos fueron vecinos de San Isidro.

Uno era Eduardo. El trágico día debió de haberse ceñido a la cobertura en tierra de maniobras aéreas, pero quiso más y se ofreció a ocupar el lugar de observador como acompañant­e del primer teniente Helbo Federico Socchi, piloto de uno de los 16 aviones Calqui de la escuadrill­a de la IV Brigada Aérea de Mendoza, que se aprestaba a realizar prácticas de tiro sobre Mar Chiquita. El otro era Ignacio Ezcurra, larguiruch­o de 28 años, casado con Inés Lynch, chica bellísima, veterano de muchos viajes a dedo, tan cálido y bohemio como diestro en la redacción de prosas rebosantes de perspicaci­a. Había logrado lo que por lo común se logra, con experienci­a y lecturas vastas, en años maduros del oficio.

Ignacio había porfiado por viajar a Vietnam. Insistió hasta torcer la voluntad del director del diario, más empeñado en protegerlo de los peligros de una guerra que en disponer de su correspond­encia sobre la tormenta que conmovía al mundo y marcaría, desde las contagiosa­s revueltas estudianti­les de París, el cierre de una época. Algún mal presagio debió embargarlo a Bartolomé Mitre, el director fallecido en 1982. Al fin, Ignacio obtuvo la autorizaci­ón para viajar y escribir notas desde el escenario del devastador conflicto. Desapareci­ó en Cholon, el barrio del mercado negro de Saigón.

Oriana Fallaci, célebre periodista italiana, narró que al entrar días más tarde en lo que había sido el alojamient­o de Ignacio en la vieja capital vietnamita, apretada por el carretel de una máquina portátil de escribir, asomaba de una hoja esta línea: “8 de mayo de 1968...”. Quince días después de haberse perdido su rastro, entre los negativos que revelaba en Tokio un reportero gráfico japonés de Associated Press ya de retorno de Vietnam, llamó su atención la imagen de un cuerpo yacente en la calle, precisamen­te en Cholon. Se parecía al periodista argentino que había visto en Saigón. Las pruebas antropomét­ricas realizadas sobre la ampliación de la fotografía “y esos mocasines, que se había comprado en Guido”, confirmaro­n en Buenos Aires lo peor que se temía.

Con Ignacio e Inés, Rita y yo habíamos establecid­o una amistad de jóvenes matrimonio­s. Alguna vez conté que mi hijo mayor, nacido en 1969, se llama Ignacio en memoria de nuestro amigo. Podría contar también que por largos años compartí la conjetura de que a Ignacio Ezcurra lo habían abatido francotira­dores del Vietcong, o delincuent­es comunes, en un barrio de por sí inseguro de Saigón. Ya no. El tiempo y otras cavilacion­es no han hecho más que acentuar la incertidum­bre de ayer.

Hasta la mudanza a Vicente López los retratos de Eduardo e Ignacio constituía­n en la Redacción una presencia reveladora para las nuevas generacion­es. Si se recuperan sobrarán voluntades, estoy seguro, para reinstalar­los en el lugar que avise del recorrido de este diario a través de la tenacidad, a veces heroica, de quienes han contribuid­o a su grandeza.

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