LA NACION

Otro 5 de septiembre en el que la Argentina nutrió a sus demonios

- Cristian Grosso LA NACIoN

O tro 5 de septiembre sombrío y espectral. Los ojos desorbitad­os, el Monumental impávido. No son Colombia y su balet, pero se parece a una

remake del 93. Son los despreocup­ados venezolano­s que, ajenos a la crisis que acaban de desatar junto al Río de la Plata, celebran su fecha histórica: por primera vez se llevan de Buenos Aires un punto. La Argentina está espantada. Tiembla porque la peor pesadilla toca a su puerta. ¿Quizá no se clasifique para el Mundial de Rusia? Quizá. La selección sufre un helado sudor en la espalda.

Uno de los milagros del fútbol es su capacidad de reinvenció­n. Cuando la tristeza parece haber llegado para quedarse, cuando la desdicha es el peor de los inquilinos, la esperanza renace a una velocidad insólita. Pero la Argentina no encuentra el antídoto y sufre de pánico. Con la selección todo falla, apresada por una pegajosa inercia negativa. Como si después de tantas decepcione­s, el destino estuviese demorando el mazazo final sólo para regodearse de su maldad.

La cosecha de puntos de la Argentina como local es parte del derrumbe. En Buenos Aires y en el interior desperdici­ó oportunida­des que le duelen en el alma. Perdió en River ante Ecuador y perdió en Córdoba contra Paraguay. También en el Monumental repartió puntos con Brasil y Venezuela. Crece la tensión; dentro de un mes, cuando venga Perú, la atmósfera se cortará con un cuchillo. La credibilid­ad sigue en fuga. No renació ni con la cómplice colaboraci­ón de Venezuela, un actor arrumbado que el fixture parecía depositar con un oportunism­o reparador.

La Argentina salió golpeada de la doble fecha, sin lograr desentende­rse de ese quinto puesto que la esclaviza. Y algunos resultados le hicieron un guiño, porque las derrotas de Chile y Paraguay, por lo menos, le permitiero­n aferrarse a un repechaje, un puesto que al comienzo de la ruta eliminator­ia habría sido calificado como deshonroso. Ya es momento de empezar a valorarlo. La Argentina no está en condicione­s de subestimar nada. Los arqueros Muslera y Faríñez fueron las figuras en el Centenario y en el Monumental, pero eso no sirve como consuelo. Jugar con angustia es desesperan­te.

La Argentina no se pone de pie. Los simbolismo­s gravitan en el fútbol, que en definitiva es un estado de ánimo. Moscú sigue siendo un punto lejano, cubierto por una neblina que no deja filtrar ni la esperanza. La selección no se quitó ningún estigma; al contrario, alimentó sus demonios. Si hasta el gol no fue propio, sino en contra. Dio otro paso al precipicio, como invitado consciente a una decapitaci­ón. La suya.

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