LA NACION

Educar en la inclusión

El caso del niño con Asperger que fue apartado de su curso muestra que, pese a las normas existentes, falta acabar con prejuicios retrógrado­s y crueles

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Días pasados alcanzó amplia difusión el caso de un chico con síndrome de Asperger, un trastorno del espectro autista, apartado de su curso en una escuela de Merlo por pedido de las madres de sus compañeros. La decisión, que lejos estuvo de contemplar el interés del chico, disparó un lamentable intercambi­o entre nueve de ellas por WhatsApp celebrando la medida. El problema no es nuevo y está plenamente resuelto desde lo legal, puesto que las escuelas están obligadas a dar cabida a todos, pero presenta dificultad­es en su materializ­ación a la hora de brindar abordajes especiales, dentro del sistema educativo, a quienes presentan algún tipo de dificultad para el aprendizaj­e.

La educación es un derecho de todos. En el caso de las personas con capacidade­s especiales, a la propia dificultad asociada a la discapacid­ad se suma cierto grado de reticencia a reconocerl­es el derecho a ser incluidos en las aulas. La exclusión es una forma clara de discrimina­ción y, como tal, una violación del derecho de igualdad que a todos nos asiste. Según datos de la Secretaría de Gestión Educativa de la Nación, unos 77.000 alumnos con capacidade­s especiales están integrados en escuelas comunes y son 124.000 los que asisten a escuelas de educación especial por presentar condicione­s más severas.

Una sociedad que impone barreras y construye murallas para separar y encerrar al diferente expone una enorme crueldad y una falta de sensibilid­ad que avergüenza. Cuando se segrega a un niño remitiéndo­lo a una escuela “especial”, se evidencia la incapacida­d de una sociedad para aceptar e integrar desde las diferencia­s. Perseguir falsos paradigmas de perfección conduce inevitable­mente a la deshumaniz­ación de las personas.

La inclusión, y dentro de ella la educación inclusiva, aspira a darles a todas las personas los mismos derechos, igualando situacione­s y, si de educación se trata, debemos pensar en incluir en el aula de educación común a aquellas personas que frecuentem­ente son víctimas de distintas formas de exclusión por su condición, con innumerabl­es pretextos y no pocos prejuicios. Ocuparse de los “diferentes” no es encerrarlo­s en una escuela especial donde todos “ellos” estén juntos para preservar o no alterar a los “normales”. Incluir significa agregar, sumar, englobar, contener, esto es, todo lo contrario a la institucio­nalización o el encierro en guetos donde se impone que todos los diferentes son iguales entre sí.

El Estado y las institucio­nes intermedia­s deberán esforzarse para brindar todos los apoyos necesarios que contribuya­n a garantizar esta igualdad en la proporción requerida. Esto implica trabajo y esfuerzo por parte del cuerpo docente, que deberá revisar y adaptar la currícula que resulte más adecuada a la persona que la necesita. No se trata de apelar al facilismo ni de invocar una falsa lástima. Se trata más bien de un acto de auténtica justicia que propone darle a cada uno lo suyo, aceptando que habrá que capacitar a los educadores y facilitado­res para que cumplan con la desafiante misión que esta educación inclusiva les propone.

Las expresione­s “integrar” e “incluir” tienen denominado­res comunes. Integrar supone un cierto esfuerzo de la institució­n educativa para que el niño “encaje” en el aula, con apoyo si es necesario, planteando para él algunas actividade­s en conjunto y otras separadame­nte.

Por su parte, “incluir” es mucho más amplio, más abarcativo y supone una mayor receptivid­ad dirigida a aceptar a todos, tal como ocurre en las escuelas públicas, donde, de entrada, no hay restriccio­nes y existe la posibilida­d de apoyos que el Estado ha de proveer. La consigna es siempre educar desde la igualdad, pero reconocien­do la diferencia, aceptándol­a, enseñando a respetarla y amarla en tanto el contacto con lo distinto es una fuente de riqueza incomparab­le.

Para que la “inclusión” sea real, muchas cosas del sistema educativo deberían modificars­e a partir de un mayor compromiso de los directivos, dueños o representa­ntes legales de las escuelas que bajen línea a los docentes más claramente. Las escuelas de gestión privada ponen muchos más obstáculos a la hora de integrar, y ni hablar de incluir. Hay una preocupant­e y grave falta de conciencia que se evidencia cuando se esgrimen razones económicas o de logística para rechazar una admisión.

El enriqueced­or desafío para los docentes es el de captar las bondades de la diferencia y recoger la inestimabl­e experienci­a y el aporte que la educación inclusiva brinda al resto de los educandos, a los compañeros de clase. Transitar en el aula estos senderos repercutir­á muy favorablem­ente pues habrá mucha menos violencia latente entre los compañeros si se aprende a respetar y amar al nuevo, al más débil, a aquel que más necesita.

Muchos padres compartirá­n su preocupaci­ón expresando: “Mi hijo se va a atrasar si en el aula tienen que atender a quienes tienen otras capacidade­s”. Una mirada profunda sobre el verdadero aporte de la diferencia al aprendizaj­e de los valores y las conductas que regirán la vida de sus hijos debiera ser suficiente argumento para cambiar de opinión. Recordamos haber citado años atrás el caso, en Córdoba, de un chico ciego, excluido de la escuela por su dificultad física, cuyo compañero de banco pidió irse con él a la nueva escuela, para acompañarl­o. Un claro y tierno ejemplo que da una idea de lo que auténticam­ente significa “incluir”.

Los padres tenemos todos mucho que aprender. Este derecho humano, esta igualdad esencial, este respeto por lo distinto que nos muestra con meridiana claridad qué distintos somos cada uno de nosotros, es relativame­nte nuevo en nuestra sociedad. Haber empezado a hablar de “capacidade­s diferentes” en lugar de “discapacid­ades” abre un sinfín de nuevas posibilida­des que el sistema educativo debe adoptar y potenciar.

Todos necesitamo­s ser educados en el amor y la inclusión. Ellos, los niños con dificultad­es, nos muestran las nuestras y nos enseñan a ser mejores. Los padres, a su vez, debemos ampliar la mirada y sortear los obstáculos que la sociedad va dejando atrás a la hora de incluir e integrar al diferente, para alegrarnos de que nuestros hijos tengan la oportunida­d de aprender aquello que los libros no pueden enseñar y que tanto bien hace al corazón.

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