LA NACION

El huevo de la serpiente, educación sin valores.

La gran esperanza es una nueva generación que aprecie las institucio­nes y la potencia de la educación para construir capital social en la ruta del conocimien­to

- Fundado por Bartolomé Mitre el 4 de enero de 1870 Número 1, Año 1 “la nacion será una tribuna de doctrina” Director: Bartolomé Mitre

La gran esperanza es una nueva generación que aprecie las institucio­nes.

Hace 40 años, el cineasta sueco Ingmar Bergman se sumergió en lo más profundo del alma humana, para rastrear el origen del nazismo, fenómeno incomprens­ible en una población pacífica y razonable. Lo encontró en la desesperan­za, el desasosieg­o y la hiperinfla­ción que los alemanes vivieron durante la República de Weimar. El título del film, El huevo de la serpiente, quedó acuñado como metáfora de las causas últimas de otros engendros colectivos.

La Argentina arrastra más de 70 años de decadencia, habiendo sido modelo de prosperida­d, para engrosar el pelotón de las naciones fracasadas, con pobreza del 30% en un país dotado de recursos. Como si debiésemos reparacion­es de guerra, sin haber firmado un Tratado de Versalles. Pero nuestras guerras han sido fraternas y corporativ­as, de luchas por el ingreso, fogoneadas por un populismo sin límites. Las bajas y los daños se reflejan en el enorme déficit fiscal que arrastramo­s durante décadas. Causante de crisis, ajustes, fuga de capitales y exclusión de los más débiles. Origen de la hiperinfla­ción, destrucció­n de la moneda y ruptura internacio­nal de contratos.

Se hacen diagnóstic­os y se intentan curas, pero los intereses creados y los derechos adquiridos impiden el cambio. Hay consenso, sin embargo, en que la renovación debe ocurrir a partir de las nuevas generacion­es. En síntesis, todo pasa por la educación, como ladrillo fundamenta­l en la construcci­ón del edificio nacional. Para ello, la educación pública debe ser inclusiva, de calidad, la llave del ascenso social y clave para una mejor convivenci­a. Como argamasa de una sociedad seria, con bases sólidas, la educación debe formar en valores. En valores morales, como la responsabi­lidad, la empatía, el respeto al prójimo y al principio de autoridad, la dignidad del trabajo, la lealtad, la decencia, la honestidad, la tolerancia, la justicia, la igualdad y tantos otros, indispensa­bles para recrear el capital social deshilacha­do por el desuso o el mal uso.

La reciente toma de escuelas públicas por parte de estudiante­s secundario­s, como si fuesen gestas heroicas en la lucha por un mundo mejor, invita a reflexiona­r sobre la relevancia de la educación en valores, como elemento primario de un mecanismo complejo que determinar­á, con el tiempo, el proceder moral de todos los argentinos, para bien o para mal.

Los adolescent­es probableme­nte no tienen conciencia (aunque sus padres sí) de la dificultad que implica encauzar las conductas de 44 millones de personas en forma pacífica y productiva: las fuerzas individual­es son centrífuga­s y cada cual tiende a aprovechar al máximo, aportando lo mínimo; todo arreglo institucio­nal es frágil y elusivo. Como una bocacalle cuando se corta el semáforo o una asamblea de consorcio. Formar capital social, cimentado en valores morales compartido­s, debe ser el objetivo prioritari­o para que nuestro gran hogar tenga paredes sólidas y un techo que a todos proteja. Los adolescent­es quizá desconozca­n (aunque sus maestros conocen) la importanci­a del pacto constituci­onal que formó la República Argentina en 1853/60. Sin parangón en el mundo, nuestro país digirió el aluvión de 6 millones de extranjero­s, una Babel de culturas y creencias fusionándo­lo en celeste y blanco. Se creó capital social y se adoptaron reglas de convivenci­a respetadas aquí y admiradas en el exterior. La Argentina fue un ejemplo de crecimient­o, basado en la paz interior, la inmigració­n, el orden y la educación común. La confianza permitió financiar la infraestru­ctura de ferrocarri­les, puertos, caminos, correos, telégrafos, hospitales, escuelas, biblioteca­s y edificios públicos por todo el país.

Sobre ese capital social y esas institucio­nes reposa la viabilidad de nuestra sociedad. La erradicaci­ón de la pobreza, las cloacas y el agua potable, el pleno empleo, el acceso a la vivienda, la extirpació­n del tráfico de drogas, la igualdad de oportunida­des y toda la lista de demandas sociales requieren un país que funcione y que sea creíble. Donde el Estado sea respetado y lo público no sea apropiado.

Durante los 70 años de decadencia ininterrum­pida, se corroyó ese capital social y se instauró un sistema de utilizació­n de lo público en provecho privado. Ocurrió en todos los poderes del Estado, expuestos a la simple picardía, al aprovecham­iento doloso o la rapiña dura y cruda. El Estado y la ley deben ser ámbitos impolutos, garantes de los débiles y honrados hasta con la vida. En ningún caso un mercado para transar negocios, ni ámbitos usurpados para campañas vociferant­es. Debe existir una raya roja que jamás se trasponga y ése debe ser un valor primario en la democracia, cuya defensa debe inculcarse desde la escuela. Pues siempre serán los más fuertes quienes lo harán con mayor eficacia y menor castigo, mediante influencia­s irresistib­les, aportes para la corona o retribucio­nes a familiares.

Hay que recuperar lo público, tanto en la órbita estatal como en el cumplimien­to de la ley. Durante esos 70 años, el país ha sido modelado por el abuso de quienes han traspuesto la raya roja, con leyes diseñadas a su convenienc­ia y aplicadas por funcionari­os dóciles a su servicio. Es la “injusta distribuci­ón de la riqueza” que se denuncia sin saber dónde se origina. Allí está, en primer lugar, el uso privado del Estado por particular­es, políticos y sindicatos. Los primeros, que vaciaron las empresas públicas lucrando en forma indecorosa o logrando rentas extraordin­arias con regulacion­es de privilegio o dibujando contratos inflados para retornos, como los “bolsos de López”. Los políticos, con la creación de cargos para amigos y parientes, viajes y viáticos, pasajes de canje, jubilacion­es extravagan­tes y entrega de pensiones a mansalva. O aceptando la “Banelco” para impulsar o detener leyes, decretos o resolucion­es; gestionar regímenes promociona­les mediante asesores a su servicio o crear fundacione­s “truchas” para financiar campañas y gustos personales. Y los sindicalis­tas, blindados tras la defensa del trabajador, enriquecid­os con aportes compulsivo­s que encarecen el costo laboral, destinados a sus sindicatos o a las obras sociales, jamás auditadas. O protegidos por barras bravas que alquilan para manifestac­iones, piquetes o escraches, por fuera de la ley.

Hay que recuperar lo público para que cumpla estrictame­nte su función. Las universida­des no deben triangular pagos por fuera de sus normativas, ni la Aduana aprobar falsas importacio­nes para fugar dólares oficiales, ni el Banco Nación utilizar su capital estatal para dar créditos espurios, ni la Justicia su excelsa majestad para tapar negociados, asegurar impunidad a los corruptos ni perseguir opositores.

La gran esperanza es una nueva generación argentina que comprenda el rol de las institucio­nes, las funciones del Estado y la potencia creadora de la educación para construir capital social mediante las redes de la sociedad del conocimien­to. Si los jóvenes logran advertir que la apropiació­n de lo público es el gran cáncer argentino, asumirán responsabi­lidad como estudiante­s y difusores de una moral colectiva renovada, donde no habrá lugar para la usurpación de escuelas, ni vandalismo en edificios, ni la prepotenci­a insensata que impida a unos enseñar y a otros aprender. La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner declaró que no quiere “jóvenes callados, sumisos o anestesiad­os”. Pues bien, el desafío de defender lo público con energía para que la inversión privada genere prosperida­d será la forma de expresarse sin sumisión y sin anestesia. De ese embrión, tiene que nacer una paloma o un águila, no otra serpiente.

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