El huevo de la serpiente, educación sin valores.
La gran esperanza es una nueva generación que aprecie las instituciones y la potencia de la educación para construir capital social en la ruta del conocimiento
La gran esperanza es una nueva generación que aprecie las instituciones.
Hace 40 años, el cineasta sueco Ingmar Bergman se sumergió en lo más profundo del alma humana, para rastrear el origen del nazismo, fenómeno incomprensible en una población pacífica y razonable. Lo encontró en la desesperanza, el desasosiego y la hiperinflación que los alemanes vivieron durante la República de Weimar. El título del film, El huevo de la serpiente, quedó acuñado como metáfora de las causas últimas de otros engendros colectivos.
La Argentina arrastra más de 70 años de decadencia, habiendo sido modelo de prosperidad, para engrosar el pelotón de las naciones fracasadas, con pobreza del 30% en un país dotado de recursos. Como si debiésemos reparaciones de guerra, sin haber firmado un Tratado de Versalles. Pero nuestras guerras han sido fraternas y corporativas, de luchas por el ingreso, fogoneadas por un populismo sin límites. Las bajas y los daños se reflejan en el enorme déficit fiscal que arrastramos durante décadas. Causante de crisis, ajustes, fuga de capitales y exclusión de los más débiles. Origen de la hiperinflación, destrucción de la moneda y ruptura internacional de contratos.
Se hacen diagnósticos y se intentan curas, pero los intereses creados y los derechos adquiridos impiden el cambio. Hay consenso, sin embargo, en que la renovación debe ocurrir a partir de las nuevas generaciones. En síntesis, todo pasa por la educación, como ladrillo fundamental en la construcción del edificio nacional. Para ello, la educación pública debe ser inclusiva, de calidad, la llave del ascenso social y clave para una mejor convivencia. Como argamasa de una sociedad seria, con bases sólidas, la educación debe formar en valores. En valores morales, como la responsabilidad, la empatía, el respeto al prójimo y al principio de autoridad, la dignidad del trabajo, la lealtad, la decencia, la honestidad, la tolerancia, la justicia, la igualdad y tantos otros, indispensables para recrear el capital social deshilachado por el desuso o el mal uso.
La reciente toma de escuelas públicas por parte de estudiantes secundarios, como si fuesen gestas heroicas en la lucha por un mundo mejor, invita a reflexionar sobre la relevancia de la educación en valores, como elemento primario de un mecanismo complejo que determinará, con el tiempo, el proceder moral de todos los argentinos, para bien o para mal.
Los adolescentes probablemente no tienen conciencia (aunque sus padres sí) de la dificultad que implica encauzar las conductas de 44 millones de personas en forma pacífica y productiva: las fuerzas individuales son centrífugas y cada cual tiende a aprovechar al máximo, aportando lo mínimo; todo arreglo institucional es frágil y elusivo. Como una bocacalle cuando se corta el semáforo o una asamblea de consorcio. Formar capital social, cimentado en valores morales compartidos, debe ser el objetivo prioritario para que nuestro gran hogar tenga paredes sólidas y un techo que a todos proteja. Los adolescentes quizá desconozcan (aunque sus maestros conocen) la importancia del pacto constitucional que formó la República Argentina en 1853/60. Sin parangón en el mundo, nuestro país digirió el aluvión de 6 millones de extranjeros, una Babel de culturas y creencias fusionándolo en celeste y blanco. Se creó capital social y se adoptaron reglas de convivencia respetadas aquí y admiradas en el exterior. La Argentina fue un ejemplo de crecimiento, basado en la paz interior, la inmigración, el orden y la educación común. La confianza permitió financiar la infraestructura de ferrocarriles, puertos, caminos, correos, telégrafos, hospitales, escuelas, bibliotecas y edificios públicos por todo el país.
Sobre ese capital social y esas instituciones reposa la viabilidad de nuestra sociedad. La erradicación de la pobreza, las cloacas y el agua potable, el pleno empleo, el acceso a la vivienda, la extirpación del tráfico de drogas, la igualdad de oportunidades y toda la lista de demandas sociales requieren un país que funcione y que sea creíble. Donde el Estado sea respetado y lo público no sea apropiado.
Durante los 70 años de decadencia ininterrumpida, se corroyó ese capital social y se instauró un sistema de utilización de lo público en provecho privado. Ocurrió en todos los poderes del Estado, expuestos a la simple picardía, al aprovechamiento doloso o la rapiña dura y cruda. El Estado y la ley deben ser ámbitos impolutos, garantes de los débiles y honrados hasta con la vida. En ningún caso un mercado para transar negocios, ni ámbitos usurpados para campañas vociferantes. Debe existir una raya roja que jamás se trasponga y ése debe ser un valor primario en la democracia, cuya defensa debe inculcarse desde la escuela. Pues siempre serán los más fuertes quienes lo harán con mayor eficacia y menor castigo, mediante influencias irresistibles, aportes para la corona o retribuciones a familiares.
Hay que recuperar lo público, tanto en la órbita estatal como en el cumplimiento de la ley. Durante esos 70 años, el país ha sido modelado por el abuso de quienes han traspuesto la raya roja, con leyes diseñadas a su conveniencia y aplicadas por funcionarios dóciles a su servicio. Es la “injusta distribución de la riqueza” que se denuncia sin saber dónde se origina. Allí está, en primer lugar, el uso privado del Estado por particulares, políticos y sindicatos. Los primeros, que vaciaron las empresas públicas lucrando en forma indecorosa o logrando rentas extraordinarias con regulaciones de privilegio o dibujando contratos inflados para retornos, como los “bolsos de López”. Los políticos, con la creación de cargos para amigos y parientes, viajes y viáticos, pasajes de canje, jubilaciones extravagantes y entrega de pensiones a mansalva. O aceptando la “Banelco” para impulsar o detener leyes, decretos o resoluciones; gestionar regímenes promocionales mediante asesores a su servicio o crear fundaciones “truchas” para financiar campañas y gustos personales. Y los sindicalistas, blindados tras la defensa del trabajador, enriquecidos con aportes compulsivos que encarecen el costo laboral, destinados a sus sindicatos o a las obras sociales, jamás auditadas. O protegidos por barras bravas que alquilan para manifestaciones, piquetes o escraches, por fuera de la ley.
Hay que recuperar lo público para que cumpla estrictamente su función. Las universidades no deben triangular pagos por fuera de sus normativas, ni la Aduana aprobar falsas importaciones para fugar dólares oficiales, ni el Banco Nación utilizar su capital estatal para dar créditos espurios, ni la Justicia su excelsa majestad para tapar negociados, asegurar impunidad a los corruptos ni perseguir opositores.
La gran esperanza es una nueva generación argentina que comprenda el rol de las instituciones, las funciones del Estado y la potencia creadora de la educación para construir capital social mediante las redes de la sociedad del conocimiento. Si los jóvenes logran advertir que la apropiación de lo público es el gran cáncer argentino, asumirán responsabilidad como estudiantes y difusores de una moral colectiva renovada, donde no habrá lugar para la usurpación de escuelas, ni vandalismo en edificios, ni la prepotencia insensata que impida a unos enseñar y a otros aprender. La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner declaró que no quiere “jóvenes callados, sumisos o anestesiados”. Pues bien, el desafío de defender lo público con energía para que la inversión privada genere prosperidad será la forma de expresarse sin sumisión y sin anestesia. De ese embrión, tiene que nacer una paloma o un águila, no otra serpiente.