La perfección suiza en un paseo por Ginebra
El tren de alta velocidad partió de la parisina Gare de Lyon con puntualidad estricta rumbo a Ginebra.
El viaje atravesando los túneles en los Alpes devorando kilómetros no es en absoluto fatigoso y luego de tres horas y unos pocos minutos se llega a Cornavin, la estación ferroviaria de andenes limpios y febril actividad, puesto que pareciera que los más de ochenta mil viajeros diarios que la atraviesan saben bien a dónde ir y el mejor horario para trasladarse.
En caso de dudas, hay pequeños mostradores donde acudir para hacer consultas en francés, el idioma oficial que se habla en el cantón al que corresponde Ginebra, o bien en inglés. También hay tiendas, cafeterías y bureau
de change donde cambiar divisas por francos suizos, imprescindibles para moverse en el país.
Con sólo cruzar la calle el hotel Bernina nos aguardaba con su rica historia labrada desde 1860, personal correcto y un pase para viajar de manera gratuita en su red de transporte muy bien conectada. Es una ciudad pequeña –apenas 16 km2 –y en pocos minutos se llega a todas partes.
En el lago Lehman, el más grande de Europa Occidental, también conocido como Ginebra, donde flamean orgullosas las banderas de la Confederación Suiza como también las hay en distintos puntos de la ciudad, aunque no se trate de edificios públicos, lo primero que se ve es el Jet d’eau, el chorro de agua que se eleva a casi ciento cincuenta metros de altura. Sorprende, aunque no enamora como sí lo hacen los cisnes que son los dueños indiscutidos del lago.
Ginebra no sólo es uno de los centros financieros más importantes del mundo, también es sede de los principales organismos internacionales y, como es sabido, es la cuna de los mejores mecanismos de relojería.
El paseo por el casco antiguo (la cité antique) lleva al pasado por los monumentos que lo pueblan, pero a la vez es un lugar vivo y actual. La catedral de Saint Pierre en lo alto de la colina es sobria, puesto que la espiritualidad protestante responde a la palabra y no al culto de la imagen. En medio de vitrales restaurados a fines del siglo XIX guarda –impecablemente conservada–la silla que perteneció a Juan Calvino, uno de los padres de la Reforma, también puede apreciarse el púlpito desde el que se dirigía a la feligresía. La catedral posee el Gran Órgano Metzler: es grandioso.
En el barrio antiguo abundan las tabernas, las galerías de arte y las tiendas de antigüedades.
Antes de abandonarlo caminando por sus estrechas calles empedradas, se llega al Arsenal, un edificio del siglo XV donde sus arcadas albergan cañones de la época napoleónica e impactantes murales de mosaicos que describen la historia de la ciudad.
En el corazón ginebrino se alza el Parc des Bastions, un precioso paseo a la sombra de grandes árboles donde puede disfrutarse del silencio solamente interrumpido por pasos acallados por la grava y el canto de los pájaros.
En Ginebra es usual cruzarse con personas de las más diversas nacionalidades y culturas.
Para Jorge Luis Borges –quien descansa en Plainpalais, el pequeño cementerio a orillas del Ródano– esta ciudad es “sabiduría y respeto” y, tal como lo escribió en Los Conjurados (1985) “Los cantones ahora son veintidós./ El de Ginebra, el último,/ es una de mis patrias./ Mañana serán todo el planeta./ Acaso lo que digo no es verdadero,/ ojalá sea profético.”