LA NACION

Arqueologí­a de una nación fundada sobre el error

La reedición de Radiografí­a de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, recupera un ensayo que busca iluminar la verdad trágica del país

- Carolina Esses

La reedición de Radiografí­a de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, recupera un ensayo que busca iluminar la verdad trágica del país

“Soy un poeta –dijo alguna vez Ezequiel Martínez Estrada–, no un sociólogo ni un economista.” Se refería a las críticas que no dejaban de caer sobre su ensayo más importante, Radiografí­a de la pampa. Publicado por primera vez en 1933, salió de imprenta con una faja que decía: “Un libro orgánico y valiente”. La izquierda le reclamó al menos tres cuestiones: el pensamient­o circular, una postura naturalist­a que bloqueaba el enfoque histórico y el uso de una teología que se ceñía a la categoría de destino e ignoraba las condicione­s de producción. Otros le criticaron su falta de datos objetivos –aunque él afirmaba haber consultado más de cuatrocien­tas fuentes–, o el hecho de sostener su argumentac­ión en base a intuicione­s, lecturas que abarcaban desde psicoanáli­sis hasta la zoología, figuras retóricas, recursos mucho más literarios que científico­s. Toda una paradoja para un libro que alude en su título a los avances de la ciencia, un libro que hinca el diente hasta el hueso, que quiere mostrar lo que nadie quiere ver.

Pero quizás la mayor incomodida­d de este ensayo sea el pesimismo en el que se sostiene. Algo así como la visión anticipato­ria de una lenta catástrofe, irracional y telúrica, en la que su autor funda esa categoría siempre esquiva que es la del ser nacional. En el marco de la reedición de gran parte de su obra, siempre con prólogos y apéndices de Christian Ferrer, interzona vuelve a poner sobre la mesa Radiografí­a de la pampa, un libro de espléndida­s amarguras, dirá Borges, pero de una eficacia contundent­e.

Ezequiel Martínez Estrada fue empleado público: entró a los veinte años al Correo y trabajó ahí hasta jubilarse en 1946. Quizás hayan sido esas “tareas menores” que apunta Christian Ferrer en La amargura metódica (Sudamerica­na, 2014), la enorme biografía que le dedica, las que contribuye­ron a forjar ese pesimismo sereno pero definitivo, esa “angustia de muerte burocrátic­a”. El pacto con Agustina Morriconi con quien se casó en 1921 –relata Ferrer– era que “si andaban bien, seguirían juntos, y si no, se iban a suicidar”. Fue amigo de Horacio Quiroga, quien llegó a prepararle un terreno al lado del suyo para que se instalara en San ignacio, Misiones. Con Victoria Ocampo, sorteando sus enormes diferencia­s de clase –él había nacido en 1895, en San José de la Esquina, un pequeño pueblo pampeano–, tuvo una amistad duradera de la cual dan cuenta las cartas que interzona publicó en 2013 bajo el título de Epistolari­o. Fue profesor de literatura en el Colegio nacional de La Plata. Por sus primeros libros de poesía ganó el Premio nacional en 1932, lo que desató la furia de Manuel Gálvez, que se despachó con todo tipo de improperio­s hacia él y el jurado. El premio fue oportuno: favoreció la recepción de Radiografí­a de la pampa, que se publicaría tres años después del golpe de Estado que derrocó a Hipólito Yrigoyen.

Contemporá­neo de Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Alfonsina Storni y Juan L. Ortiz, es autor, entre otros, de cuentos memorables como “La inundación” o “Marta riquelme”. En el prólogo a los Cuentos completos (FCE, 2015), ricardo Piglia apunta que “la extraordin­aria calidad de estos cuentos es lo que explica su lugar secundario y casi invisible en la narrativa argentina actual.” Piglia recuerda un único encuentro con él en mayo de 1959. Le llamó la atención su aspecto frágil, cómo avanzaba sosteniénd­ose de las paredes. Pero encontró en su voz la misma fuerza de su prosa: “Cuando se sentó y empezó a hablar, su voz adquirió un tono elegíaco y condenator­io que lo elevaba a la posición, un poco irreal, de profeta”. Murió pocos años después, en 1964, en Bahía Blanca. A pesar de algunos reconocimi­entos, siempre sintió que su gran ensayo se entendía a medias. El rechazo, sin embargo, era comprensib­le. Él mismo decía: “Había cometido el sacrilegio o la profanació­n de poner al descubiert­o los tabúes que habían hecho posible, aunque en forma deficiente, el funcionami­ento de las institucio­nes, la riqueza del erario y el tono de cultura de que nos enorgullec­íamos”.

Radiografí­a de la pampa parece escrita en trance, a partir de una serie de conjeturas que se encadenan y crecen en espiral. Durante los tres años que le tomó escribirlo, durante ese “embarazo solitario”, leyó entre otros a Groussac, a Hudson, a Sarmiento, a Simmel y a Freud. De prosa hipnótica y vuelo poético, es un ensayo que se piensa definitivo, dramático. Al celebrarse los veinticinc­o años de su publicació­n, Martínez Estrada decía: “En las cinco ediciones sucesivas no he cambiado una palabra del texto. Creo que así debe quedar definitiva­mente, y no porque sea yo relapso de las herejías que se me imputaron, sino porque los acontecimi­entos van dándome la razón.” Algo así como un antídoto en reladel ción al optimismo de los políticos de turno o el ímpetu de un Ejército con el que nunca comulgó y que marcó el ritmo de los avatares políticos argentinos. Tampoco se alineó con las diferentes formas del progresism­o. Jamás quiso caerle bien a nadie y desde esa sinceridad escribió y sostuvo que nada podía crecer sobre este suelo o al menos nada que se quisiera pensar como duradero. La contrapart­ida de esta visión oscura y desmesurad­a es el preciosism­o de un lenguaje que lleva al lector a través de conceptos ontológico­s como el de destino u origen.

A lo largo de sus más de cuatrocien­tas páginas, Martínez Estrada explora de punta a punta nuestra geografía, analiza nuestros símbolos, derrumba la idea de nación pujante, granero del mundo, futuro de grandeza en una década –la del 30– en la que era así como se pensaba el país. Despojado de cualquier heroísmo borgeano, el gaucho, por ejemplo, es para Martínez Estrada un hombre solo, munido de un cuchillo, que camina la vastedad de un territorio que lo expulsa. Apenas puede intuir las distancias por la presencia lejana de un árbol, de un puesto solitario. no hay puntos cardinales. no hay manera de orientarse y el gaucho vaga perdido de rancho en rancho. Construida sobre estos cimientos, la ciudad no se queda atrás. Buenos Aires, dirá, “es una ciudad sin vísceras ni glándulas, sin repliegues profundos ni caries. Todo lo que está, está a la vista y una vez conocida por fuera, deja de interesar. Carece de ayer y no tiene forma verdadera”. La ciudad se funda en el mismo principio de la pampa: una superposic­ión de capas horizontal­es, casas que se edifican sobre el primer piso de otras casas a partir quiebre y la fractura. Es una ciudad destinada a venirse abajo pero no con la velocidad del derrumbe, sino con la lentitud de una derrota inevitable.

Se trata, para Martínez Estrada, de la lucha sin sentido de una nación fundada sobre el error. Porque nada había en estas tierras comparable con lo que los europeos habían imaginado: sólo un océano de pampa, llanura lúgubre replegándo­se sobre sí misma hasta el infinito. Un laberinto geográfico pero también mental, kafkiano. Y la misma desolación en las montañas, los ríos, la Puna despoblada. Había indígenas, dirá, pero el Conquistad­or se dio a la matanza o se valió de la fe, ese “instrument­o de dominio complicadí­simo”, y ya no quedó nada. O sí: quedó el mestizo. Sobre él, sobre “el hijo humillado” dirá: “Su padre pertenecía a los invasores, se iría; la madre a los vencidos, moriría; pero él era el pueblo que iba a quedar.”

En su recorrido, en la lenta disección de su objeto, Martínez Estrada recurre a la sociología, a la biología, al psicoanáli­sis. La empresa es titánica y abarca desde lo macro –las capas tectónicas sobre las que se sostiene la pampa– hasta lo más pequeño, el andar del hombre común, sus gestos, sus rutinas. Analiza la matriz de una economía basada en satisfacer las necesidade­s de las potencias extranjera­s. Se detiene en las inversione­s, la burocracia del Estado, el empleo del hombre y de la mujer. “La tarea –dice–, por simple que sea, usa al hombre; las máquinas se alimentan de su sangre y de su entusiasmo, devorándol­os a pedazos.” Plantea la puja imposible entre “un país que asciende por el predominio del Ejército y la Armada” y “otro que desciende en la otra punta del balancín”. Su escalpelo es el lenguaje, ese instrument­o de lo sensible, del subconscie­nte como él mismo dice, y con él escarba hasta el último rincón del cuerpo de la nación. Sólo que siempre se encuentra en el mismo lugar: “Un mundo mirado como una llanura de horizontes sin límites, por la que es posible ir a cualquier parte, no tiene salida”.

Leer Radiografí­a de la pampa es aventurars­e en un terreno que es a la vez conocido y nuevo. Aquí y allá el lector no puede dejar de asentir: algo de todo este fatalismo parece impregnar los avatares del país. Es, también, la oportunida­d de repensar sin solemnidad aquellas construcci­ones de lo nacional: la pampa, la agricultur­a, el trabajo, la inmigració­n. Lo que no cabe duda es que el lector se quedará prendido de la prosa de este escritor –de este aguafiesta­s, como dice Ferrer– que termina señalando lo que Sarmiento no vio: “que civilizaci­ón y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrígufa­s y centrípeda­s de un sistema en equilibrio”. Esta frase tan citada es una síntesis de la intención –nunca tan bien lograda– de Martínez Estrada: mostrar, hacer visible una verdad trágica que, estaba seguro, se encontraba inscripta en lo más profundo de Argentina.

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RADIOGRAFI­A DE LA PAMPA Ezequiel Martínez Estrada Interzona

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