Cuando el asesino narra el policial
“Sentí una especie de mareo, era como el dios de la muerte, dotado de un poder sin límites, capaz de decidir en cualquier momento sobre la vida y la muerte de esos transeúntes”, dice el narrador y protagonista de Una pizca de maldad, la novela del escritor chino Ah Yi, mientras camina en medio de una multitud y prueba su navaja automática.
Mucho después se informa por única vez que se llama Zhou, como si la prolongada ausencia del nombre reflejara la acuciante nada que lo aflige. Se trata de un adolescente que se mudó a “la capital de la provincia”, se hospeda en el departamento de sus tíos y está estudiando para el examen de ingreso a la universidad.
En el relato del muchacho va asomando un resentimiento soterrado que se manifiesta en diferentes actitudes (en un arranque de ira le pega una patada a un perro a su cuidado y le causa la muerte). Habla de su padre fallecido, que se arruinó los pulmones en una mina de carbón; de su mala relación con su tía, que desprecia a su familia (“sentía que éramos como una mancha para ella”) y del maltrato de un vecino.
Una serie de minuciosos preparativos cobra sentido cuando Zhou anuncia su intención de matar a alguien. El deseo de matar precede a la elección de la víctima. Ésta resulta ser Kong Jie (dueña del perro), una compañera de estudios. La cita en su departamento y le asesta treinta y siete puñaladas.
Ah Yi, seudónimo de Ai Guozhu, nació en la ciudad de Ruichang, provincia de Jiangxi (República Popular China), en 1976. Antes de dedicarse a la literatura y el periodismo ejerció la profesión policial durante cinco años. Ha publicado la novela Y ahora
qué debo hacer (2012) y dos recopilaciones de cuentos.
En Una pizca de maldad se aparta de las normas de las estructuras detectivescas tradicionales al adoptar el punto de vista del asesino y no el del investigador, además de eliminar el factor del enigma sobre quién cometió el crimen.
El inquietante atractivo del libro se centra en el autorretrato que su antihéroe permite traslucir a medida que describe sus acciones y sus pensamientos con la fría lucidez de un individuo, en apariencia, plenamente consciente de sus actos.
“Una de mis virtudes –dice– es que no me dejo manejar por mis emociones.” De su madre, “casi analfabeta”, comenta que ama el dinero y considera “algo infalible” ahorrar lo más posible. Al acuchillar a Kong Jie ve en sus pupilas “ese terror antiguo que también se ve en los animales” y concluye que el terror “es la única emoción que resulta imposible adulterar”.
¿Por qué la apuñala tantas veces? Para deshacerse de una sensación de pánico y para horrorizar a los forenses. Todas estas afirmaciones aportan rasgos de una personalidad cuya verosimilitud radica en que nunca se revela por completo; permanece siempre en una zona de indefinición y bien alejada de los estereotipos psicológicos.
La huida en tren y en barco a otra ciudad sumerge al adolescente en un aislamiento del mundo, y lo aflige la impresión de que nada tiene sentido, ni siquiera escapar. No sabe si entregarse o suicidarse. Esta atmósfera de absurdo crece luego de su captura y toma una dimensión kafkiana a lo largo del juicio.
Si hay un enigma elusivo a resolver, éste consiste en el motivo por el cual mata a la chica. En realidad, la obra se pregunta si es necesario que exista un motivo verdadero y concreto. En ese sentido, Zhou puede emparentarse con el Raskólnikov de
Crimen y castigo y más todavía con el Meursault de El extranjero.
Dostoievski plantea sus interrogantes en la Rusia de los zares, y Camus plantea los suyos en la Argelia francesa de la Segunda Guerra Mundial. Ah Yi, que sitúa a su protagonista en la China posmaoísta, demuestra que ciertas cuestiones morales y filosóficas trascienden escenarios y tiempos políticos circunstanciales para alcanzar la universalidad que anida en lo más profundo de la condición humana.