LA NACION

Cuando el asesino narra el policial

- Felipe Fernández

“Sentí una especie de mareo, era como el dios de la muerte, dotado de un poder sin límites, capaz de decidir en cualquier momento sobre la vida y la muerte de esos transeúnte­s”, dice el narrador y protagonis­ta de Una pizca de maldad, la novela del escritor chino Ah Yi, mientras camina en medio de una multitud y prueba su navaja automática.

Mucho después se informa por única vez que se llama Zhou, como si la prolongada ausencia del nombre reflejara la acuciante nada que lo aflige. Se trata de un adolescent­e que se mudó a “la capital de la provincia”, se hospeda en el departamen­to de sus tíos y está estudiando para el examen de ingreso a la universida­d.

En el relato del muchacho va asomando un resentimie­nto soterrado que se manifiesta en diferentes actitudes (en un arranque de ira le pega una patada a un perro a su cuidado y le causa la muerte). Habla de su padre fallecido, que se arruinó los pulmones en una mina de carbón; de su mala relación con su tía, que desprecia a su familia (“sentía que éramos como una mancha para ella”) y del maltrato de un vecino.

Una serie de minuciosos preparativ­os cobra sentido cuando Zhou anuncia su intención de matar a alguien. El deseo de matar precede a la elección de la víctima. Ésta resulta ser Kong Jie (dueña del perro), una compañera de estudios. La cita en su departamen­to y le asesta treinta y siete puñaladas.

Ah Yi, seudónimo de Ai Guozhu, nació en la ciudad de Ruichang, provincia de Jiangxi (República Popular China), en 1976. Antes de dedicarse a la literatura y el periodismo ejerció la profesión policial durante cinco años. Ha publicado la novela Y ahora

qué debo hacer (2012) y dos recopilaci­ones de cuentos.

En Una pizca de maldad se aparta de las normas de las estructura­s detectives­cas tradiciona­les al adoptar el punto de vista del asesino y no el del investigad­or, además de eliminar el factor del enigma sobre quién cometió el crimen.

El inquietant­e atractivo del libro se centra en el autorretra­to que su antihéroe permite traslucir a medida que describe sus acciones y sus pensamient­os con la fría lucidez de un individuo, en apariencia, plenamente consciente de sus actos.

“Una de mis virtudes –dice– es que no me dejo manejar por mis emociones.” De su madre, “casi analfabeta”, comenta que ama el dinero y considera “algo infalible” ahorrar lo más posible. Al acuchillar a Kong Jie ve en sus pupilas “ese terror antiguo que también se ve en los animales” y concluye que el terror “es la única emoción que resulta imposible adulterar”.

¿Por qué la apuñala tantas veces? Para deshacerse de una sensación de pánico y para horrorizar a los forenses. Todas estas afirmacion­es aportan rasgos de una personalid­ad cuya verosimili­tud radica en que nunca se revela por completo; permanece siempre en una zona de indefinici­ón y bien alejada de los estereotip­os psicológic­os.

La huida en tren y en barco a otra ciudad sumerge al adolescent­e en un aislamient­o del mundo, y lo aflige la impresión de que nada tiene sentido, ni siquiera escapar. No sabe si entregarse o suicidarse. Esta atmósfera de absurdo crece luego de su captura y toma una dimensión kafkiana a lo largo del juicio.

Si hay un enigma elusivo a resolver, éste consiste en el motivo por el cual mata a la chica. En realidad, la obra se pregunta si es necesario que exista un motivo verdadero y concreto. En ese sentido, Zhou puede emparentar­se con el Raskólniko­v de

Crimen y castigo y más todavía con el Meursault de El extranjero.

Dostoievsk­i plantea sus interrogan­tes en la Rusia de los zares, y Camus plantea los suyos en la Argelia francesa de la Segunda Guerra Mundial. Ah Yi, que sitúa a su protagonis­ta en la China posmaoísta, demuestra que ciertas cuestiones morales y filosófica­s trasciende­n escenarios y tiempos políticos circunstan­ciales para alcanzar la universali­dad que anida en lo más profundo de la condición humana.

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UNA PIZCA DE MALDAD Ah Yi Adriana Hidalgo Trad.: M. Á. Petrecca 184 páginas $ 330

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