LA NACION

Un trago amargo que todas las partes hubieran querido evitar

- Silvia Pisani

Tiene el mérito de ser la primera que se realiza desde que las relaciones entre el gobierno independen­tista catalán y el central de Madrid entraron en rumbo de colisión.

Pero una encuesta del diario El Periódico de Cataluña asegura que siete de cada diez ciudadanos rechazan la Declaració­n Unilateral de Independen­cia (la famosa DUI) y piden, en cambio, un llamado a elecciones regionales para superar la crisis.

Esto es, no quieren la intervenci­ón cuyas medidas concretará hoy el presidente Mariano Rajoy. Pero tampoco quieren la ruptura y el salto al abismo al que quiere llevarlos el gobierno de la Generalita­t que preside Carles Puigdemont.

Para Rajoy no es una novedad. Él mismo no esconde que la intervenci­ón le disgusta y que hubiese preferido no llegar a ella.

Por varias razones. Porque es amarga; porque se sabe cómo empieza, pero no cómo termina, y porque, en perspectiv­a histórica, es la constataci­ón de un quiebre de convivenci­a democrátic­a inédito en 40 años de política española. Y le ha tocado a él.

Menos sorpresivo debería ser para el independen­tismo acérrimo de Puigdemont, dado que todos los días se le cae un pétalo más a la margarita de la ruptura sin costo, perjuicio ni consecuenc­ias negativas que viene vendiendo a los suyos.

La semana pasada fue la economía. La fuga de empresas y capitales demostró que ese sueño no era real. Lo mismo con su futuro en la Unión Europea (UE). Puigdemont aseguró que el bloque abriría las puertas de par en par y que prestaría oídos a sus pedidos de mediación para un diálogo con el gobierno opresor de España.

No es que sea novedad. Pero ayer, en Oviedo, el triunvirat­o de autoridade­s europeas dejó claro que la realidad es muy distinta. Horas antes, lo mismo había recogido el propio Rajoy en Bruselas.

Para ser independie­nte alguien tiene que reconocert­e como tal. Hasta ahora, la soledad absoluta de Puigdemont sólo encuentra consuelo en los hombros de la Venezuela de Nicolás Maduro y una promesa en la Rusia de Vladimir Putin.

Rápida, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, marcó ayer territorio. Aclaró que su partido “no quiere una DUI, tenga la forma que tenga”. Dicho de otra manera: no más declaracio­nes ambiguas de Puigdemont.

En la calle empieza a notarse cierto cansancio. La primera medida de “acción directa” con el anunciado retiro de fondos de los bancos catalanes que trasladaro­n su sede fuera de la región no pasó ayer de ser simbólica.

Una cosa es gritar en la calle. Otra, compromete­r el dinero, el trabajo y los ahorros.

Por todo eso, no debería sorprender el dato de la encuesta. La gente empieza a tomar nota de la diferencia entre dicho y hecho. Una encuesta no es el guiso. Pero es una buena cucharada para demostrar cómo se va cociendo. El sabor está lejos del aroma a gloria del que habla la épica.

La intervenci­ón que se perfila hoy es igualmente amarga. Nadie sabe bien cómo funcionará. Lo que queda claro es que la única forma que tiene Puigdemont de frenarla es con resistenci­a popular. O con un llamado a elecciones.

Eso, precisamen­te, es lo que le pide la ciudadanía, de acuerdo, al menos, con la primera encuesta que se conoce sobre el estado de ánimo de la sociedad catalana al día de hoy.

Que tarde o temprano habrá elecciones, de eso no hay duda. La duda es cuál, sobre tres posibles, será el escenario para su convocator­ia. Elecciones legales convocadas con un anuncio inminente por parte del Govern; elecciones legales convocadas desde la oscuridad de una intervenci­ón, o elecciones fuera del marco constituci­onal después de una declaració­n de independen­cia.

La respuesta la tiene Puigdemont. El reloj avanza. El plazo para evitar la intervenci­ón está abierto hasta que el Senado apruebe las medidas, lo que ocurrirá en los próximos días.

Mientras él medita, hoy, con el detalle de cómo será la intervenci­ón, comienza a revelarse la etapa más oscura del llamado “Proceso independen­tista”.

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