Un trago amargo que todas las partes hubieran querido evitar
Tiene el mérito de ser la primera que se realiza desde que las relaciones entre el gobierno independentista catalán y el central de Madrid entraron en rumbo de colisión.
Pero una encuesta del diario El Periódico de Cataluña asegura que siete de cada diez ciudadanos rechazan la Declaración Unilateral de Independencia (la famosa DUI) y piden, en cambio, un llamado a elecciones regionales para superar la crisis.
Esto es, no quieren la intervención cuyas medidas concretará hoy el presidente Mariano Rajoy. Pero tampoco quieren la ruptura y el salto al abismo al que quiere llevarlos el gobierno de la Generalitat que preside Carles Puigdemont.
Para Rajoy no es una novedad. Él mismo no esconde que la intervención le disgusta y que hubiese preferido no llegar a ella.
Por varias razones. Porque es amarga; porque se sabe cómo empieza, pero no cómo termina, y porque, en perspectiva histórica, es la constatación de un quiebre de convivencia democrática inédito en 40 años de política española. Y le ha tocado a él.
Menos sorpresivo debería ser para el independentismo acérrimo de Puigdemont, dado que todos los días se le cae un pétalo más a la margarita de la ruptura sin costo, perjuicio ni consecuencias negativas que viene vendiendo a los suyos.
La semana pasada fue la economía. La fuga de empresas y capitales demostró que ese sueño no era real. Lo mismo con su futuro en la Unión Europea (UE). Puigdemont aseguró que el bloque abriría las puertas de par en par y que prestaría oídos a sus pedidos de mediación para un diálogo con el gobierno opresor de España.
No es que sea novedad. Pero ayer, en Oviedo, el triunvirato de autoridades europeas dejó claro que la realidad es muy distinta. Horas antes, lo mismo había recogido el propio Rajoy en Bruselas.
Para ser independiente alguien tiene que reconocerte como tal. Hasta ahora, la soledad absoluta de Puigdemont sólo encuentra consuelo en los hombros de la Venezuela de Nicolás Maduro y una promesa en la Rusia de Vladimir Putin.
Rápida, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, marcó ayer territorio. Aclaró que su partido “no quiere una DUI, tenga la forma que tenga”. Dicho de otra manera: no más declaraciones ambiguas de Puigdemont.
En la calle empieza a notarse cierto cansancio. La primera medida de “acción directa” con el anunciado retiro de fondos de los bancos catalanes que trasladaron su sede fuera de la región no pasó ayer de ser simbólica.
Una cosa es gritar en la calle. Otra, comprometer el dinero, el trabajo y los ahorros.
Por todo eso, no debería sorprender el dato de la encuesta. La gente empieza a tomar nota de la diferencia entre dicho y hecho. Una encuesta no es el guiso. Pero es una buena cucharada para demostrar cómo se va cociendo. El sabor está lejos del aroma a gloria del que habla la épica.
La intervención que se perfila hoy es igualmente amarga. Nadie sabe bien cómo funcionará. Lo que queda claro es que la única forma que tiene Puigdemont de frenarla es con resistencia popular. O con un llamado a elecciones.
Eso, precisamente, es lo que le pide la ciudadanía, de acuerdo, al menos, con la primera encuesta que se conoce sobre el estado de ánimo de la sociedad catalana al día de hoy.
Que tarde o temprano habrá elecciones, de eso no hay duda. La duda es cuál, sobre tres posibles, será el escenario para su convocatoria. Elecciones legales convocadas con un anuncio inminente por parte del Govern; elecciones legales convocadas desde la oscuridad de una intervención, o elecciones fuera del marco constitucional después de una declaración de independencia.
La respuesta la tiene Puigdemont. El reloj avanza. El plazo para evitar la intervención está abierto hasta que el Senado apruebe las medidas, lo que ocurrirá en los próximos días.
Mientras él medita, hoy, con el detalle de cómo será la intervención, comienza a revelarse la etapa más oscura del llamado “Proceso independentista”.