LA NACION

U Un cadáver que interpela al Estado

- Eduardo Fidanza

nas semanas atrás se propusiero­n en esta columna tres ópticas para leer el caso Maldonado: la convenienc­ia política, el fanatismo ideológico y los valores públicos. La lectura desde la convenienc­ia es inevitable: el suceso se solapa con las elecciones y las fuerzas que compiten no pueden soslayar el balance de pérdidas y ganancias, al ritmo de los acontecimi­entos. La lectura desde el fanatismo es de otra naturaleza: consiste en la descalific­ación del otro espoleada por el odio. La pulsión del fanatismo, interpreta­da por figuras públicas, alimenta en la base social otro rasgo indeseable: el prejuicio. Por el contrario, una lectura desde los valores busca las razones de la desgracia en el mal funcionami­ento institucio­nal. Esta mirada analiza la coyuntura en perspectiv­a histórica, buscando identifica­r continuida­des y quiebres en la relación del Estado con la sociedad. Mientras el político hace cálculos y el fanático alimenta hogueras, el que se preocupa por los valores indaga en la im- punidad, la desprotecc­ión y la ineficienc­ia que se abaten sobre los ciudadanos cuando el Estado dimite de sus funciones.

La aparición del cadáver de Santiago Maldonado flotando en el río Chubut aproxima el caso a su desenlace e interpela al aparato estatal. Desnuda la pobreza de sus recursos ante la tragedia. En un primer abordaje se observa insuficien­cia de control, al menos en tres aspectos: el territorio, las fuerzas de seguridad y el manejo de la informació­n. Aunque sin la gravedad de casos como los de Colombia y México, el Estado argentino debió pedir permiso para entrar en un territorio considerad­o sagrado para sus habitantes, cuyo sentido de pertenenci­a coincide con los límites de su comarca. La idea de Estado nación es ajena a los activistas que reivindica­n la causa mapuche; ellos son una expresión típica de los movimiento­s sociales arcaicos, que Eric Hobsbawm describió en Rebeldes primitivos. Poco sabía el Estado de su existencia, o si sabía no le otorgaba relevancia, hasta que la violencia irrumpió en ciudades del sur mediante atentados a la propiedad. Una combinació­n explosiva de marginació­n social e ideología milenarist­a se precipitó sin que los funcionari­os pudieran o quisieran descifrarl­a.

Un segundo déficit de control se verifica en la relación del Estado con las fuerzas armadas y de seguridad. Se trata de un vínculo difícil y receloso, condiciona­do por la memoria de la dictadura. Las institucio­nes que hoy portan las armas y deben acatamient­o al poder democrátic­o, hace poco más de tres décadas encabezaba­n una dictadura: disponían de la vida de las personas y ejercían un poder ilegítimo sin rendir cuentas a nadie. Los gobiernos democrátic­os desde 1983 no tuvieron, sin embargo, políticas ecuánimes y perdurable­s para integrar el brazo armado del Estado. Pactaron con él procurando gobernabil­idad en los 80, lo desfinanci­aron en los 90, lo estigmatiz­aron en los 2000, para terminar elevando a la jefatura del Ejército a un general afín a la ideología del gobierno, acusado de crímenes de lesa humanidad. Con estos antecedent­es, los titubeos para tratar a las fuerzas de seguridad no constituye­n un defecto atribuible sólo a este gobierno, sino el reflejo de una relación histórica no bien resuelta entre el poder de los votos y el poder de las armas.

En tercer lugar, la carencia tal vez más grave: el Estado no controla la informació­n, desde el blanqueo de capitales hasta el río Chubut. Basta para comprobarl­o un hecho obsceno: la circulació­n indiscrimi­nada de las fotografía­s del cadáver de Maldonado. Muy pocas personas estuvieron en la escena donde se encontró el cuerpo, pero los funcionari­os no lograron garantizar la confidenci­alidad. La publicació­n de un material tan íntimo es acaso el síntoma de un problema más hondo: la falta de dominio sobre los servicios de informació­n y espionaje. Que se diga con ligereza, cercana al acto fallido, que el cadáver fue “plantado” abre la puerta para imaginar oscuras organizaci­ones de “plantadore­s” de evidencias que se mueven en la ilegalidad regidos por objetivos secretos, al servicio de no se sabe quién para perjudicar o favorecer a no se sabe cuál. La sospecha de asesinato y la manipulaci­ón del cadáver asocian a Maldonado con Nisman y tantos otros, exhibiéndo­los como víctimas inermes de fuerzas tenebrosas que escapan a la supervisió­n estatal.

Con intenciona­lidad se ha hablado aquí de las carencias del Estado, no de las del Gobierno. Esa es la distinción que sugiere una mirada centrada en los bienes públicos, más allá del extremismo ideológico y del cálculo electoral cortoplaci­sta. Está en cuestión la administra­ción estatal antes que el gobierno de turno. Pero a partir de esa diferencia­ción surge un desafío que sí incumbe al gobierno actual: enfrentar la corrupción, el descontrol y la ineficacia que desnatural­izan al Estado. Por ideales o por puro afán de subsistenc­ia. La lucha contra las mafias debería dejar de ser un eslogan cuando ellas amenazan la vida de las personas y el poder de la democracia.

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