LA NACION

Reflexione­s sobre las formas de las piletas

- Félix Bruzzone

Las piletas que limpio suelen ser rectangula­res. En el pasado también se usaba mucho la forma riñón, pero el marcado estilo racionalis­ta de las construcci­ones de las últimas décadas abandonó esas curvaturas, dejándolas –como mucho– para el diseño de las escaleras, donde todavía es bastante frecuente encontrar los llamados “arcos romanos”, que son esos semicírcul­os que suelen tener las piletas en la zona baja, y destinados a los escalones que permiten entrar y salir.

Dentro de las que a mí me tocan, hay sólo cuatro que tienen forma rara. Una es la pileta cigarro. Se trata de una pileta larga, de 14 metros por 1 metro, que mi cliente nadador mandó a construir para practicar natación. No deja de ser un rectángulo, es cierto, pero tan estirado que parece otra cosa. En todo caso, un rectángulo muy estirado, como poseído por el espíritu de un chicle. La otra es la pileta con forma de P o, como me gusta bromear con su dueño –alfonsinis­ta de la primera hora–, la pileta peronista. Es una pileta construida en 1983, netamente alfonsinis­ta, pero construida por un albañil peronista que, frente al triunfo de Alfonsín, cayó en gran depresión y hubo que ir a buscarlo para que terminara el trabajo. Su venganza por la derrota electoral fue rematar el rectángulo que estaba construyen­do con el semicírcul­o que le da forma de P y dejar esa letra ahí, como estampada en el jardín de un radical. Me gustaría poder agregar fotos a esta crónica para que pudieran apreciarla. Otra, mucho más reciente, y frente a la cual casi enmudezco la primera vez que la vi, es la pileta con forma de M.

No conozco mucho a mi cliente, su casa es una gran fortaleza inexpugnab­le y cada vez que la visito soy recibido por la empleada doméstica y tres perros labradores bastante molestos. Decir “labrador” y decir “molesto” es casi redundante, pero nunca quiero dejar pasar la oportunida­d de denunciar a estos animales, a ver si algún día la gente se cansa de desearlos y nos alivia un poco el trabajo a pileteros, jardineros y personal doméstico en general.

Y la última, de la que en realidad quería hablar, es la de una de mis clientas más antiguas. Una pileta enorme que, en realidad, son dos. Una muy grande, con forma de U, y otra muy pequeña –casi un jacuzzi, insertada en medio de la U– con forma de O. Es una clienta que empezó su vida en los suburbios construyen­do una quinta de fin de semana y, al final, decidió mudarse a esa quinta. Cuida mucho su pileta en temporada y muy poco el resto del año. Hoy, que me toca limpiarla después de un mes de abandono, sé que me espera un día difícil. Llego y me atiende el padre, jubilado. “No están, se fueron de viaje”, me anticipa, y sé que el anuncio implica que voy a tener que cobrar otro día. No importa, pienso. Necesito el dinero. Pero más necesito la felicidad. Y la felicidad, acá, me la traen dos cosas. La forma de la pileta: esa U, esa O, ese encastre asombroso: ¡Uhhhh!, ¡Ohhhh! Y el saber que trabajar gratis –al menos por hoy– es un poco como estar jubilado y trabajar por puro placer. Así que prendo mi bomba y su zumbido es música, y empiezo a moverme y mi vida de piletero es danza. Nadie me ve, pero yo sí me veo, me veo muy bien.

El estilo racionalis­ta de las últimas décadas abandonó las curvaturas

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