El poder sanador del humanismo
La imagen de Tomás Abraham y yo parados en una estación de tranvía junto al Danubio, viendo cómo Ágnes Heller, con sus 88 años y su diminuta talla, rechazaba nuestro auto y saltaba sola sobre el vagón, despidiéndonos con una sonrisa pícara mientras se alejaba, dice muchísimo sobre esta dama, una de las más conspicuas pensadoras vivas del mundo, que logró atravesar con cada vez mayor lucidez algunas de las más oprobiosas tragedias de la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. Su capacidad para transmitir la densidad de sus reflexiones, pero al mismo tiempo de un modo cordial y cálido, en una larga e inolvidable mañana en Pest, nos dejó a Tomás y a mí en estado de gracia intelectual y humana.
Nacida en la capital húngara en 1929, sobrevivió con su madre a la persecución nazi, mientras que su padre, quien había ayudado a mucha gente a escapar de Europa, paradójicamente terminó sus días en Auschwitz. La cuestión del Holocausto se volvió un tema indisoluble en la obra de Heller.
Formada como discípula de Georg Lukács –el célebre pensador húngaro marxista–, comenzó pronto a demostrar que la libertad de pensamiento era la condición
sine qua non de su periplo intelectual: en 1949 fue apartada del Partido Comunista; durante la revolución húngara de 1956 contra la opresión soviética –suceso crucial en su vida– pudo constatar en la práctica el abuso opresivo de la obra de Marx. Adhirió a la Escuela de Budapest en su búsqueda crítica de repensar el marxismo; decepcionada del régimen soviético, se exilió en Australia en 1977, y actualmente alterna sus clases en Nueva York con su residencia en uno de los complejos edilicios más modernos de Budapest, lo más parecido a Puerto Madero en esta capital.
Iniciada en las rigideces dogmáinspirar ticas y temáticas del marxismo de posguerra, Ágnes supo ir liberándose de los lastres que abismaban el pensamiento europeo del siglo XX y evolucionó hacia una mirada más sutil sobre la ética, la estética, la modernidad, la épica del individuo ante el determinismo marxista y los valores de la cotidianeidad.
Que recientemente Ágnes haya ofrecido conferencias en Buenos Aires y que el 23 de octubre –precisamente cuando se conmemoraron los 61 años de la Revolución Húngara, aquella trágica gesta del pueblo húngaro para preservar su libertad– la Universidad de Tres de Febrero le haya otorgado el doctorado honoris causa no es obra del azar, sino el resultado del interés de muchos argentinos en su obra. Ella ya ha visitado varias veces el país, donde cultiva amistades y cosecha admiradores de la talla del mencionado Tomás Abraham, Juan José Sebreli y Alejandro Katz, entre otros, hasta el punto de proyectos para editar sus obras en castellano.
Haber escuchado a Ágnes Heller debe tener numerosas y cruciales implicancias para nuestra Argentina actual. En primer lugar, nos recrea un puente con el tradicionalmente vigoroso pensamiento de Europa central y, sobre todo, húngaro. Un mundo intelectual que, para nuestra cultura, localizada en la periferia de la Europa occidental, nos resulta particularmente familiar.
Su presencia implica también una forma de reintegrarnos críticamente al mundo, con el cual a menudo hemos mantenido relaciones intelectuales dogmáticas, con réprobos y elegidos, preseleccionados más desde el poder o las pasiones que desde las bases de un pensamiento aplomado pero inconformista.
Embajador argentino en Budapest y miembro del Club Político Argentino