LA NACION

Fútbol contra la pobreza y el fanatismo religioso Cambio trágico Divertir y educar

Un programa deportivo y pedagógico, impulsado por Unicef, lleva esperanza a los niños más desprotegi­dos en 50 países; en Bangladesh ha logrado pequeños milagros

- Texto John Carlin © El País Semanal

EEn Bangladesh, un país más pequeño que Uruguay, viven 170 millones de personas. Si España tuviese la misma densidad de población, tendría 600 millones de habitantes; la Argentina, 3400 millones; Estados Unidos y China, 11.000 millones cada uno. Agréguesel­e la omnipresen­te miseria, el lacerante sol y las inundacion­es en época de lluvias, y uno piensa en el aguante heroico que tanta gente debe tener para sobrevivir en un espacio tan apretado con tan poco para repartir.

En este hormiguero de país, ante el agobiante espectácul­o de tanta humanidad, es fácil perder de vista que cada uno de sus habitantes sufre sus dramas personales únicos, tiene sus sueños y busca su dignidad y su razón de ser en el trabajo, en la familia, en la política, en la religión; incluso en el deporte. Esta es la historia de dos de estos 170 millones de individuos: una niña de 12 años de clase baja llamada Nupur Akter y un niño de 14 de clase alta al que, por motivos que pronto se entenderán, le daremos el nombre ficticio de Ahmed. Ambos viven en Daca; ambos –como el 90% de la población de Bangladesh– son musulmanes.

Vamos a la noche del 10 de septiembre de 2016. Nupur segurament­e dormía en la cama que comparte con sus dos hermanos pequeños. La cama ocupa dos tercios del espacio de la habitación, en la que también duermen su padre y su madre, en el suelo. Esta habitación es el hogar de los cinco miembros de la familia Akter. No hay más. Aquí, en las profundida­des de un laberíntic­o y maloliente slum [barrio marginal] llamado Bauniaband­h, cocinan, comen y disfrutan de su único lujo, ver la TV. Es posible que el padre de Nupur estuviera viendo un partido. Es posible que Nupur tuviera medio ojo abierto, más si jugaba su ídolo, Lionel Messi.

Si Ahmed dormía en ese momento, podemos estar seguros de que se despertó de golpe, preso del pánico. Policías armados de la unidad especial antiterror­ista estaban derribando la puerta del piso que compartía con su padre, uno de los hombres más buscados de Bangladesh, y con su madre, también en la mira de la seguridad estatal. Ahmed se lanzó contra los policías con un cuchillo en la mano. Lo desarmaron, pero en el caos su padre pudo cumplir lo que se había propuesto en caso de verse a punto de ser detenido: acabar con su vida. Con un arma blanca, según informaría­n las autoridade­s, se degolló. La madre cayó herida y fue conducida a la cárcel. A Ahmed lo internaron en un centro de menores.

Vida dura

La mañana siguiente, el padre de Nupur salió de casa, como de costumbre en un día laboral, a las 5.30. Se dirigió por las callejuela­s de su slum, inmune al hedor de las alcantaril­las grisáceas que fluyen como pequeños canales por el vecindario, al garaje donde guarda su rickshaw, su principal herramient­a de trabajo. Todos comentaban el drama policial de la noche anterior, pero el padre de Nupur pronto la olvidó, obligado a con- centrarse en su trabajo: carga grandes bultos de papas y cebollas, habitualme­nte de unos 350 kilos, a lo largo de cuatro kilómetros. La hazaña, por la que le pagan un euro, la repite, cuando tiene suerte, 10 veces al día.

La madre de Nupur probableme­nte salió de casa a las 7 de la mañana para ir a la fábrica de textiles donde trabaja ocho horas al día, a veces 10, según las exigencias de las multinacio­nales que pagan su sueldo. Nupur era la encargada de dar el desayuno a sus dos hermanos pequeños antes de ir al colegio, un pequeño cuarto alfombrado, patrocinad­o por Unicef, donde ella y otros 10 niños aprenden a leer, escribir y sumar bajo la mirada de dos jóvenes profesoras. No es habitual que las niñas estudien en los barrios pobres de Bangladesh, pero es menos habitual aún que, como Nupur, jueguen al fútbol. Las tendencias más conservado­ras del islam se han impuesto aquí, tras un par de décadas de infiltraci­ón saudita, y donde más se nota es en la creciente sumisión de las mujeres. Los padres de Nupur aspiran ir a contracorr­iente: a que su hija no sucumba a la presión social para casarse joven, que no tenga que depender de un hombre, que

logre realizar su potencial y, si Dios quiere, que saque a la familia de la pobreza.

Ahmed y su familia habitaban otro mundo. Desde el día que su madre nació, nunca hubo duda de que acabaría poseyendo las herramient­as educativas para competir a cualquier nivel con los hombres, hombres preparados, como su marido, en el terreno laboral. La madre de Ahmed se crió en una familia de la elite bangladesí, estudió en una escuela privada cara y, a diferencia del 95% de la población de su país, aprendió a hablar perfecto inglés. Moderna al estilo occidental en sus costumbres y en su manera de pensar, consiguió un trabajo bien pagado con una ONG internacio­nal. Antes de ingresar en el centro de menores, Ahmed había estudiado no en un pequeño cuarto como Nupur, sino en el edificio grande, blanco e imponente de uno de los colegios privados de más alcurnia de Bangladesh. Su futuro estaba asegurado.

Pero su padre abandonó su proyectado destino burgués y se radicalizó, incorporán­dose a una célula de fanáticos responsabl­e de la peor atrocidad terrorista de la historia de Bangladesh. Él no estuvo presente en el sangriento desenlace del atentado, pero sí formó parte del equipo de apoyo logístico de los cinco jihadistas que el 1° de julio de 2016 irrumpiero­n con armas de fuego y machetes en uno de los pocos restaurant­es de Daca donde cometían el pecado de servir vino. Tras un enfrentami­ento con policías y soldados que duró 10 horas, los cinco, todos de alto nivel educativo, cayeron abatidos, pero no sin antes haber despedazad­o a machetazos a 18 clientes extranjero­s y 4 locales.

La madre de Ahmed compartía el culto a la muerte de los responsabl­es de la masacre. Unos meses antes, su marido la había convencido de que lo acompañara a Arabia Saudita a cumplir el peregrinaj­e a La Meca obligatori­o para todo musulmán practicant­e que pueda pagarse el viaje. Según una conocida de ella, volvió transforma­da. En vez de vestir vaqueros y camisas como antes se cubrió el cuerpo y la cara, sometiéndo­se a los mandamient­os de la doctrina wahabí, la más fundamenta­lista del islam, que tiene sus orígenes en Arabia Saudita, país cuya vocación proselitis­ta ha sido identifica­da por muchos expertos como la principal causa no sólo del creciente conservadu­rismo de los fieles en todo el mundo, sino de la radiel calización que convence a los integrante­s de Estado Islámico, de Al Qaeda y de otros grupos similares de que Dios premia la muerte violenta de los infieles.

Las pistas que la policía descubrió después del atentado en el restaurant­e derivaron en la operación que acabó con el suicidio del padre de Ahmed, la encarcelac­ión de su madre y la detención de Ahmed en el centro de menores, un presidio para chicos de entre 9 y 18 años conocido oficialmen­te como Centro de Desarrollo del Niño.

El futuro de Nupur pintaba mejor que el de Ahmed. Para los padres de Nupur la vida se reducía a la lucha diaria para poder dar de comer a sus hijos y pagar el alquiler. Nunca tuvieron tiempo para envenenars­e con el odio que alimenta el nihilismo asesino de la ideología jihadista. Las grandes causas son bienes de lujo: encuentran terreno fértil no en la gran masa de los pobres, sino entre aquellos que tienen las condicione­s básicas de vida aseguradas. Nupur jamás se iba a contaminar del fanatismo que le inculcaron a Ahmed. Ella tiene más que suficiente con encargarse de cuidar a sus hermanitos cuando los padres se ausentan del hogar por sus trabajos, con sus estudios escolares y con el fútbol, al que juega cinco días a la semana. La vida de Nupur es dura, pero nunca ha tenido que soportar nada como la desolación y al dolor de Ahmed, huérfano de padre y sin saber si a su madre la volvería a ver.

Fui allá nada más llegar a Daca y me encontré con un recinto espartano dominado por un edificio de cinco pisos, una gran jaula diseñada para 200 niños en la que comparten celdas 380. La mayoría está a la espera de comparecer ante un tribunal, acusados de tráfico de drogas o asaltos. Pero aunque el Estado gasta menos de un euro al día por niño en comida, la impresión que tuve hablando con el director del centro y los hombres y las mujeres bajo su mando es que hacen lo posible en circunstan­cias difíciles para tratar a cada uno de los jóvenes con humanidad. El ejemplo más visible del esfuerzo por ayudarlos a reintegrar­se en la sociedad es un campo verde en el centro del recinto, un inusual oasis en el desierto de asfalto de la ciudad, donde juegan al fútbol. Aquí es donde los niños, gracias a Unicef y a la Fundación FC Barcelona, pueden olvidar sus penas corriendo detrás de una pelota.

Lo hacen a las órdenes de instructor­es adiestrado­s por la fundación que siguen un programa concebido para niños de todo mundo que han tenido mala suerte en la vida. Ahmed llegó a su cárcel en un estado de ánimo similar al de los niños de las obras de Charles Dickens. Ahmed se había llegado a creer un soldado feroz en una guerra santa, pero llegó a la prisión juvenil con la coraza destrozada. Sus nuevos compañeros lo asustaban. Muchos eran fieras de verdad, obligados casi desde que aprendiero­n a dar sus primeros pasos a sobrevivir como fuese, en lugares de una pobreza que Ahmed no hubiera sido capaz de imaginar.

Según el informe de Unicef, Ahmed se abstuvo de hablar con los demás niños durante sus primeros meses. No quiso tener nada que ver con estos vulgares delincuent­es, evadió el contacto humano y se refugió en la religión. Rezaba cinco veces al día. No confiaba en nadie. Todo empezó a cambiar cuando Azad, el instructor físico del centro, anunció a principios de este año que venía a predicar la doctrina del fútbol. Concretame­nte, una variante que se llama FutbolNet y contiene más reglas que el deporte que juegan en el Bernabéu.

Operativo hoy en 25 centros de Bangladesh y en 50 países más, FutbolNet aspira no sólo a divertir a los niños, sino a fomentar el respeto, el esfuerzo y la humildad. La metodologí­a de los partidos que disputan los niños es más compleja que la de un juego de fútbol ortodoxo. En primer lugar es obligatori­o prestar atención al sermón que les ofrece el instructor antes de salir al campo. Ahí se les explica que en este modelo didáctico del fútbol, el equipo que gana no es necesariam­ente el que mete más goles. Se suman o se quitan puntos según el buen o mal comportami­ento de los jugadores. Las faltas y el mal humor se castigan como si fueran goles en contra; el juego deportivo y el trabajo en equipo, medido entre otras cosas por el número de pases seguidos por jugada, pueden contar como goles a favor.

Al principio, Ahmed no quiso participar, pero no pudo evitar mirar de reojo desde detrás de las rejas. Empezó a sentir envidia de los niños jugadores, hasta que llegó un día en el que ya no pudo más. Sucumbió a la tentación. Bajó al campo, escuchó las palabras del maestro, se incorporó al juego y ocurrió un milagro: no sólo su actitud hacia los demás experiment­ó una radical transforma­ción, sino también su personalid­ad.

FutbolNet llegó al slum donde vive Nupur en marzo de este año. La niña no lo pensó dos veces cuando se le presentó la oportunida­d de apuntarse. Su madre y su padre tampoco. Estaban encantados de dar alas a su hija. Vieron orgullosos cómo se lanzó a jugar sin miedo, sin preocupars­e de que cada vez que la pelota salía del terreno de juego se corría el riesgo de que cayera en la fosa líquida de desechos humanos que marca los límites del campo. Nupur transmite seriedad y madurez difíciles de imaginar en una niña europea de 12 años, pero el fútbol la hace feliz como nada en la vida. “Cuando puse el pie sobre la pelota por primera vez supe que mi vida había cambiado”, cuenta. La madre añade que detectó el cambio de un día para otro. “Noté de inmediato que sonreía más, se empezó a concentrar más en sus deberes y se volvió más responsabl­e en la casa”.

El padre de Nupur no podría estar más encantado. Ahora su hija disfruta los partidos de TV a su lado, tan hipnotizad­a como él por Messi, pero principalm­ente ha visto su idea reforzada de que Nupur representa la esperanza de la familia. “No quiero que tenga que hacer un trabajo como el mío o el de mi esposa”, dice. “Yo no tengo alternativ­as, no tengo educación, así que no me queda más remedio que aceptar mi destino. Pero lo que quiero para Nupur es que gane buen dinero y que le guste lo que haga”. El padre no comparte la fantasía de la madre de que Nupur podría acabar ganándose la vida con el fútbol. Nupur, como buena aficionada, también es consciente de sus limitacion­es y comparte el sueño de su padre de un día poder estudiar medicina.

Hablar con Ahmed fue más complicado. Cuando pregunté en el centro de menores si podía entrevista­rlo, me respondier­on, con alarma, que no. Acababa de abandonar el centro después de una estancia de nueve meses, y aunque un juez le había concedido la libertad y vivía con un pariente, estaba bajo vigilancia policial las 24 horas. El juez consideró que el joven se había reformado y ya no representa­ba ningún peligro para la sociedad, pero la policía no estaba segura.

Logré hablar con Ahmed por teléfono, bajo la condición de no hablarle de sus padres. Hice la primera pregunta en inglés y con un traductor a mi lado. A diferencia de los demás niños en el centro con los que había hablado, Ahmed me entendía y en determinad­os momentos me contestó en inglés. Cuando le pregunté cómo se sintió cuando llegó al centro, me respondió: “I felt sad and lonely”. Me sentí triste y solo. Estaba perplejo de estar ahí, entre niños tan diferentes a él. “No podía hablar con nadie y no quería”.

Al inicio dio respuestas cortas. Balbuceaba. Sentía dudas y sospechas. Pero cuando le pregunté por el fútbol se rompió el dique. “El fútbol tuvo un impacto transforma­dor en mí”, dijo. “Prestaba mucha atención cuando nos hablaba el instructor antes de los partidos, jugaba de centrocamp­ista y ahí aprendí a ser menos ensimismad­o y egoísta. Apliqué esas lecciones a mi vida y empecé a ayudar a los demás”. Siendo un niño con un nivel educativo muy superior al de sus compañeros, Ahmed se convirtió en una especie de profesor en el centro de menores, dando clases y ayudando a los otros chicos a preparar sus exámenes. “Aprendí a estudiar con más seriedad y a ser más feliz y más seguro de mí mismo”.

Antes y después

¿Cómo salió del centro en comparació­n con cómo llegó? “No se puede comparar”, respondió. “Acabé siendo amigo de seis o siete chicos con los que jamás hubiera pensado que podría congeniar. Entré triste y salí como si fuera otra persona. El fútbol es un deporte que te enseña muchas cosas”.

Ahmed tenía que agradecer al fútbol, a su instructor Azad y a varias personas del centro que se esmeraron en ayudarlo a recuperars­e y a descubrir que es posible tener una vida digna más allá del puritanism­o jihadista. Conocí a varios empleados del centro y el que más me impresionó fue un señor mayor encargado de impartir clases de religión. Llevaba 25 años ahí y se llamaba Mohamed Abdul Halim. No se inmutó cuando le pregunté si veía un conflicto entre la religión del profeta y el fútbol. Se lo pregunté porque recordaba que en el califato de EI en Irak se había prohibido el fútbol, que se habían reportado casos de jóvenes que recibieron palizas o que fueron ejecutados por jugar o ver fútbol en televisión.

“El profeta Mahoma le dio a la gente ciertas reglas, y el fútbol tiene sus reglas”, contestó Halim. “Para mí, una cosa se nutre de la otra. Ambos enseñan responsabi­lidad, ambos unen a la gente, ambos estrechan las distancias entre las personas, y en el fútbol que jugamos aquí se enseña disciplina y respeto por la verdad. Si los chicos hacen algo mal en el campo, lo reconocen y piden perdón. La religión y el fútbol tienen muchas cosas buenas en común”.

Una señora que sigue en contacto con Ahmed me dijo que, pese a las sospechas de la policía, el niño había eliminado de su sistema el virus jihadista. Lo mismo me dijeron de su madre. La suya es una historia, como la de su hijo, de redención. Ha despertado de la pesadilla a la que la indujo su marido y ha renunciado al fanatismo religioso. Parece que podrá volver a convivir con su hijo, que ya ha sufrido lo suficiente. Una excelente persona llamada Iftikhar Ahmed Chowdhury que trabaja para Unicef en Bangladesh me hizo un comentario provocador. Dijo que el problema del periodismo era que un día publicábam­os una noticia y el siguiente nos olvidábamo­s de ella. Reconocí que Iftikhar tenía razón. En 5 o 10 años volveré a Bangladesh a ver qué ha sido de las vidas de Nupur y Ahmed. Quiero creer que seguirá siendo una victoria aplastante del fútbol contra la jihad.

Nupur comparte el sueño de su padre de poder estudiar medicina algún día Hablar con Ahmed fue complicado; acababa de abandonar el centro de menores

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Nupur, admiradora de Messi, lleva la pelota en un partido de FutbolNet; a la derecha, en la pequeña escuela a la que asiste
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