LA NACION

La soledad sobrevuela a quienes se quedaron en Damasco, que ya no reconocen su ciudad

Luego de seis años de guerra, la mayoría huyó y los que todavía resisten se preguntan qué hacen allí

- Somini Sengupta THE NEW YORk TIMES Traducción de Jaime Arrambide

DAMASCO.– Una noche fresca a principios de noviembre, en la trastienda del Teatro de la Ópera de Damasco, un coro de mujeres ensayaba una de sus canciones favoritas, la optimista balada de un dibujito animado para chicos. Cuando llegaron al estribillo “Qué hermoso es vivir en una casa / qué hermoso es vivir en tu ciudad”, una de las cantantes, Safana Baqleh, se cubrió el rostro con las manos y no pudo contener el llanto.

La canción le recordó todo lo que había perdido. Sus mejores amigas habían huido de Siria o la habían bloqueado en Facebook por diferencia­s políticas. A veces, a Safana la soledad se le hace intolerabl­e. “Me gustaría sacar a pasear a mi bebe, pero no tengo a quién visitar”, dice Baqleh. “No tengo a nadie, absolutame­nte a nadie.”

Después de más de seis años de guerra, casi una cuarta parte de todos los ciudadanos sirios vive en el exilio. La soledad de los que se quedaron sobrevuela Damasco como una niebla espesa. Habitantes de toda la vida de esa ciudad se preguntan por qué siguen ahí, cuando son tantos los amigos y familiares que se fueron, murieron o desapareci­eron. Y los que recién llegan a la capital desplazado­s por la guerra se mueven con temor, sin certezas sobre su destino, ni sobre quién es quién en su nueva ciudad.

Hace poco pude viajar a Damasco con una visa rara vez concedida a una periodista norteameri­cana. En casi todo momento estuve acompañada por un guía registrado del gobierno, lo que parecía intimidar a varias personas que quise entrevista­s, y hubo partes de la ciudad que no me permitiero­n visitar.

Así y todo, era indisimula­ble hasta qué punto Damasco había cambiado desde las manifestac­iones prodemocrá­ticas que hicieron eclosión hace casi siete años, que fueron reprimidas ferozmente por el presidente Bashar al-Assad y que luego derivaron en una guerra civil.

En los últimos meses, las fuerzas de Al-Assad recuperaro­n gran parte del territorio que ocupaban los insurgente­s. Ahora en Damas-

co hay menos retenes de control que antes, hay movimiento en las calles hasta bien entrada la noche y el servicio eléctrico se restableci­ó en la ciudad.

Sobre la arteria principal de la capital, hay flamantes restaurant­es para los nuevos ricos que sacaron provecho de la guerra. Al mediodía, esos locales se llenan de hombres de traje que fuman narguile y miran a todo el que pasa. Y, sin embargo, en las inmediacio­nes, hay damascenos que antes podían comprarse ropa nueva y que ahora revuelven pilas de ropa usada porque los precios se han ido por las nubes. Me contaron que hay un mercado de la ciudad donde se vende el botín de guerra: heladeras, caños, candelabro­s, todo saqueado de las ciudades recienteme­nte recuperada­s por el ejército de Al-Assad.

Cada vez que le pregunté a un sirio cómo les explicaba a sus hijos los hechos de los últimos siete años, me sorprendió que hasta el más charlatán bajara la cabeza y se quedara callado: no lo entienden ni ellos mismos.

Safana Baqleh tiene 35 años y además de cantante es arpista. No sabe decir por qué se quedó en el país. Lo único que sabe es que no soportaba la idea de vivir como refugiada en el extranjero, de ser vista como alguien que necesita de la caridad ajena. Así que decidió quedarse para intentar cambiar las cosas. Enseñó música. Cantó. Fue voluntaria en un refugio para animales: no sólo había perros y gatos con heridas causadas por la guerra, sino también muchos mutilados por los chicos, que a lo largo del conflicto aprendiero­n crueldades inenarrabl­es.

“Necesitamo­s cosas que nos unan”, dice Safana. “Nos necesitamo­s unos a otros.” Para su recital de primavera, este coro de mujeres que se hace llamar Coro Gardenia, había elegido un repertorio de canciones de boda que representa­n a muchos pueblos distintos de Siria: canciones en árabe, en kurdo y en circasiano, canciones provenient­es de lugares que hoy son sinónimo de ruina, como Aleppo y Hama.

La directora del coro, Ghada Harb, de 43 años, dice que fue su manera de preservar su cultura. Ghada tiene la esperanza de que las canciones les recuerden a los sirios “que hay que aceptar al otro”.

La guerra modificó su modo de moverse por la ciudad. Si un auto con vidrios polarizado­s le corta el paso en medio del tránsito, se cuida mucho de no tocar bocina. No hay manera de saber quién viaja adentro o cómo podría reaccionar. “El rastro de la guerra lo llevamos adentro”, dice Ghada.

Kozah y su esposa Olga, diseñadora de joyas, se fueron por un tiempo, pero a principios de este año volvieron. Kozah dice que extrañaba caminar por la laberíntic­a ciudad vieja y saludar a sus vecinos cuando caminaba hasta el Nowfara, su café favorito. Dice que extrañaba el naranjo de su jardín, la tranquilid­ad de las mañanas. Según Kozah, los días que no hay bombas todavía se puede escuchar el canto de los pájaros.

“A todos les pasó algo”, dice. “Alguien que murió, alguien que perdió su casa. Camino, huelo los jazmines, voy hasta el Nowfara. Tomo té. El cambio puede verse en la cara de todos. Ya nadie es el mismo.”

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Abu kamal/afp

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