LA NACION

Una cachetada al planeta sin tener en cuenta los riesgos

- Rafael Mathus Ruiz.

Inédita para un presidente norteameri­cano, la decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel fue la última –y, quizá, más peligrosa– bofetada al mundo, y otra reafirmaci­ón de su osadía y temeridad para imponer su visión, cueste lo que cueste, sin importar los riesgos.

Afecto a subir la apuesta, Trump ha desplegado una política exterior arraigada en una doctrina del repliegue sin sopesar consecuenc­ias o advertenci­as, siempre con un mismo denominado­r común: le dio la espalda al resto del planeta, para el deleite de su “base” y sus propios intereses.

Tal como ocurrió al abandonar el acuerdo climático de París –Estados Unidos es, hoy, el único país afuera–, o la alianza del transpacíf­ico, o el acuerdo nuclear de Irán, Trump ahora hizo oídos sordos, otra vez, a los consejos de presidente­s, el Papa o los “globalista­s” o moderados en la Casa Blanca, o el Departamen­to de Estado.

Como antes, poco pesaron, ahora, las advertenci­as que llegaron desde Estambul, París, Roma, El Cairo, Riad o Amán. O las Naciones Unidas o Washington. No lo detuvo siquiera el peligro de una nueva intifada.

Trump siente que llegó a lo más alto del poder en la capital más poderosa del mundo como un outsider enviado a llevarse puesto al sistema.

Sus críticos se toman la cabeza con cada volantazo, pero, quienes lo respaldan, sus seguidores, ven coraje y valentía para romper el statu quo, y brindar nuevas soluciones.

“Prometí mirar los desafíos del mundo, con los ojos abiertos y un pensamient­o muy fresco. No podemos resolver nuestros problemas haciendo las mismas suposicion­es fallidas y repitiendo las mismas estrategia­s fallidas del pasado”, definió, al abrir su discurso.

“Viejos desafíos exigen nuevos enfoques”, justificó.

Bajo el mantra de “Estados Unidos, primero”, esa mirada fresca parece seguir, como premisas, el camino de debilitar el multilater­alismo y destruir el legado ya no sólo de su antecesor, el demócrata Barack Obama, sino de décadas de política exterior.

Disenso

Ahora, al evitar un reconocimi­ento explícito a las aspiracion­es palestinas en Jerusalén, Trump socavó otro consenso global: la llamada “solución de los dos Estados”, que prevé preservar la ciudad como capital de palestinos e israelíes.

Por eso la movida causó escozor en el mundo árabe y en las potencias occidental­es, y fue recibida como un hito histórico por el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, cuyo gobierno ha sumido a Israel en el aislamient­o.

Trump y Netanyahu se mueven en solitario, pero, de nuevo, poco parece importarle­s.

Trump no busca romper sólo por destruir. Trump quiere dejar su huella. Quiere un nuevo acuerdo climático, un nuevo Nafta con México y Canadá, poner de rodillas a Irán y cerrar, entre palestinos e israelíes, un “acuerdo definitivo”, que ahora parece más lejano que nunca.

Otros líderes invirtiero­n años –sino décadas– en dar pasos para encontrar soluciones y resolver problemas. Así llegaron el acuerdo de París o el acuerdo nuclear de Irán, tras eternas horas de diplomacia. Ninguno brindó una respuesta final, pero marcaron avances, y han sido los dos grandes logros del último tiempo del multilater­alismo.

Trump denosta esos esfuerzos. Basta, como recordator­io, una frase que dejó, al hablar del “sistema”, cuando aceptó su candidatur­a presidenci­al: “Sólo yo puedo arreglarlo”.

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