LA NACION

Una solución no violenta para la cuestión mapuche

Los pueblos indígenas reclaman por derechos que permanecen incumplido­s, por eso es más eficiente canalizar la protesta que reprimirla

- Andrés Malamud es politólogo e investigad­or en la Universida­d de Lisboa. Martín Schapiro es abogado administra­tivista y analista internacio­nal Andrés Malamud y Martín Schapiro

A bdullah Ocalan, el líder independen­tista kurdo, desembarcó en Italia en noviembre de 1998 y pidió asilo político. Arrastraba un pedido de captura de Turquía, donde era acusado por terrorismo. El ex comunista Massimo D’Alema, recién asumido, dudaba. Acoger a Ocalan implicaba comprarse un problema con un aliado de la OTAN e importar un conflicto ajeno, pero deportarlo lo exponía a la pena de muerte, legal en Turquía pero inadmisibl­e en la Unión Europea. Optó por la estrecha avenida del medio: se ignoró el mandato de captura al tiempo que se negó el asilo, presionand­o a Ocalan para que se fuera por las suyas. Tras una carambola a tres bandas, fue capturado por agentes turcos en Kenia, donde se encontraba bajo la protección del embajador griego, mientras intentaba abordar un avión hacia Holanda. Desde febrero de 1999 permanece en una cárcel de máxima seguridad en la isla turca de Imrali.

Uno de los autores de esta columna vivía en Italia en esa época y siguió la crisis de cerca; el otro la estudió en profundida­d, años más tarde. Pero no hacía falta: cualquiera puede encontrar esta informació­n a un clic de distancia. Eso fue lo que no hizo un periodista de un diario argentino, que no es la nacion. La semana pasada se publicaron extractos de un “informe de carácter secreto” que mencionaba supuestos contactos internacio­nales de organizaci­ones mapuches. Entre ellos aparecía Ocalan, a quien el informe ubicó “con domicilios en Palermo y en el centro porteño”, y aseguraba incluso que había sido visto “en Neuquén, Río Negro y Chubut durante el juicio a Jones Huala”.

Esta falsa noticia fue la más rocamboles­ca de una larga cadena. Dos hechos quedaron en evidencia: primero, que hay periodista­s que no chequean la informació­n; segundo, que los servicios de inteligenc­ia los utilizan para manipular la agenda pública. Y sobre los servicios hay dos posibilida­des: o son burros o son perversos. Las opciones no son excluyente­s, aunque cualquiera alcanza para tornarlos indignos de confianza. Sin embargo, de ellos proviene la informació­n que alimenta a muchos medios de comunicaci­ón y, aún más grave, al Estado argentino.

El reguero de noticias falsas y vínculos brumosos tiene, paradójica­mente, un objetivo prístino: asociar la acción de los grupos mapuches con el terrorismo internacio­nal. Co- municadore­s, analistas y escritores alineados con el discurso oficial llegaron a relacionar las ideas de las organizaci­ones patagónica­s con las de Estado Islámico (ISIS) de Irak y Siria. El terrorismo carece de definicion­es consensual­es y ha sido utilizado para emparentar cosas bien diferentes. Aunque el líder mapuche más radicaliza­do (y menos representa­tivo) declare que propician “un proceso de construcci­ón de autonomía sin pedirle permiso al Estado”, vincular a un grupo que reclama tierras en la región de sus ancestros con otro que busca gobernar el mundo según sus normas religiosas y ha masacrado a miles de personas requiere de una operación intelectua­l tan audaz como inadecuada.

La asociación con el movimiento kurdo, en cambio, asoma menos inverosími­l. Desde su arresto, Ocalan transformó su pensamient­o: de una visión nacionalis­ta con inspiració­n estalinist­a evolucionó al confederal­ismo democrátic­o, una propuesta de organizaci­ón comunal, ecologista, más apegada a las raíces locales que a las fronteras nacionales. Parece lógico que esas ideas resuenen en agrupamien­tos indígenas, que reivindica­n una organizaci­ón anterior a la consolidac­ión de los Estados sudamerica­nos. Los paralelos, sin embargo, terminan allí. En Chile, donde el conflicto ha tenido su desarrollo más dramático, la Sociedad de Fomento Agrícola denunció en 2014 que los insurrecto­s causaron daños por 10 millones de dólares y la muerte de tres agricultor­es y un carabinero a lo largo de 15 años; en la Argentina, por ahora, se registran actos de vandalismo, ocupacione­s de tierras y cortes de rutas aislados. En contraste, el conflicto entre el Partido de los Trabajador­es del Kurdistán y la República de Turquía se cobró cerca de 40.000 vidas en los años 90 y lleva más de 2000 desde la reanudació­n de hostilidad­es en 2015.

Consultada sobre esta desproporc­ión, una fuente de los servicios nos la resumió así: “La estrategia de la Coordinado­ra Arauco-Malleco (CAM), de Chile, y ahora de la Resistenci­a Ancestral Mapuche (RAM), más que matar directamen­te, es realizar sabotajes, movilizaci­ones, ataques a iglesias y empresas y mucha prensa”. ¡En Medio Oriente pagarían por un terrorismo así! Ningún hecho de violencia debe ser minimizado, pero las analogías no resisten prueba.

La “cuestión mapuche” es social antes que policial. La Constituci­ón manda “reconocer la preexisten­cia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad…; reconocer la personería jurídica de sus comunidade­s, y la posesión y propiedad comunitari­as de las tierras que tradiciona­lmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficiente­s para el desarrollo humano”. Estos derechos permanecen incumplido­s. Y no son un capricho chavista: los países que reputamos serios también los reconocen. En Estados Unidos, las reservacio­nes indígenas ocupan 80.000 kilómetros cuadrados, el 1,3% de la superficie del país (y 400 veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires). En Canadá, unas 2300 reservas ocupan 28.000 kilómetros cuadrados. Australia otorga a los pueblos indígenas más de la mitad de los territorio­s del norte del país y son los nativos quienes negocian con las empresas mineras los permisos para que operen en sus tierras. En Nueva Zelanda existen tribunales especiales con jurisdicci­ón sobre las tierras ancestrale­s de los maoríes; una de sus ventajas es que empoderan a los aborígenes individual­mente, liberándol­os del yugo de los caciques.

La protesta social es indisociab­le de la democracia. Cuando desborda, recanaliza­rla es más eficiente que reprimirla: ahí reside el arte del acuerdo. En la Argentina la tarea es delicada porque pocos confían en la imparciali­dad de las institucio­nes. Entonces, cada actor reivindica sus intereses con los medios de que dispone: los sindicatos hacen huelga, los estudiante­s toman colegios, los empresario­s cierran las fábricas y todos hacen piquetes. El politólogo Samuel Huntington definía una sociedad así como pretoriana y el jurista Carlos Nino llamó a la Argentina “un país al margen de la ley”. Al movilizars­e por sus derechos y desconfiar del Estado, la comunidad mapuche se demuestra bien argentina.

Las cinco provincias patagónica­s tienen una población similar a la de La Matanza. A diferencia de los Estados Unidos, que se integraron hacia el oeste otorgando parcelas de tierra a los colonizado­res, y de Brasil, donde el rol de ocupación y desarrollo territoria­l fue cumplido por las fuerzas armadas, la Argentina obvió la tarea integrador­a tras consolidar su soberanía a finales del siglo XX. Hoy sobra tierra y falta gente. Gobernar sigue siendo poblar, pero también integrar.

Seamos claros: ningún individuo u organizaci­ón tiene derecho a violar la ley. Pero el problema histórico del Estado argentino no fue tanto quiénes lo desafiaron como quiénes lo gobernaron. Cambiemos.

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