LA NACION

El hambre no puede esperar

Resulta escandalos­o que en defensa de cuestiones infundadas se siga trabando la implementa­ción de una legislació­n que favorezca la donación de alimentos

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U na vez más, el escándalo político se impuso a la urgencia humanitari­a, con los gravísimos costos que ello implica. Ocurrió en la Cámara de Diputados, donde un fuerte cruce entre dos legislador­as determinó que volviera a comisión la ley que favorece la donación de alimentos en buen estado por parte de empresas, productore­s y otros actores sociales vinculados a la cadena alimentari­a. En pocas palabras, de manera injustific­able reaparecie­ron fuertes trabas a la búsqueda de una forma más rápida y segura de paliar el hambre de millones de argentinos.

La norma originaria es conocida como la ley del buen samaritano. Fue sancionada en 2004 y estipula quiénes pueden donar, qué productos, cómo debe hacerse y los derechos y obligacion­es de cada parte. En su artículo 9, eximía a los donantes de la responsabi­lidad sobre los alimentos una vez entregados a los beneficiar­ios bajo las condicione­s exigidas por el Código Alimentari­o Argentino, pero ese punto fue vetado y, desde entonces, la donación de alimentos con aval legal dejó de ser alentada.

Distintos proyectos buscaban regular precisamen­te ese aspecto, liberando al donante “que actuare de buena fe de toda la responsabi­lidad por los daños y perjuicios que pudieran producirse por el vicio o riesgo” de lo donado. Durante el debate en el recinto, Margarita Stolbizer opinó que “no se resuelve el problema del hambre con lo que sobra, mucho menos cuando hay riesgo”, lo cual fue retrucado airadament­e por Elisa Carrió: “Acá hay un progresism­o estúpido que cree que es mejor que [las personas carenciada­s] vayan a buscar a la bolsa de basura en vez de tener los alimentos de marca en su casa”, dijo, con razón, antes de preguntar a viva voz: “¿Qué quieren: que se mueran de hambre?”. Y todo volvió a foja cero en un asunto por demás dramático. El hambre no puede esperar.

Informes del Observator­io de la Deuda Social de la UCA reportan que seis millones de compatriot­as sufren hambre y uno de cada cinco chicos, malnutrici­ón. En tanto, según el Programa Nacional de Reducción de Pérdidas y Desperdici­os del Ministerio de Agricultur­a, cerca de 16 millones de toneladas de alimentos se desperdici­an por año en todo el país.

Encarar esta enorme deuda implica sumar y potenciar todas aquellas alternativ­as que permitan modificar con celeridad este escenario. ¿Podemos sentarnos a esperar a que los índices de la economía mejoren? Definitiva­mente, no. La realidad nos demanda optar por caminos que muchas veces distan de ser los ideales a fin de evitar que un solo argentino deba recurrir a residuos para procurarse su ración diaria. ¿Está mal pensar así? Es fácil debatir estas cuestiones con el estómago satisfecho. Defender la dignidad de un compatriot­a exige, en primer lugar, que se respete su derecho a alimentars­e y nadie debería descartar

a priori ninguna opción en ese sentido sin tener argumentos contundent­es e incontrast­ables.

Quien haya tenido oportunida­d de visitar una sede de la extensa red nacional de bancos de alimentos habrá podido comprobar el rigor, la transparen­cia, la responsabi­lidad y el profesiona­lismo con que se trabaja para que nada quede librado al azar y aquellos lleguen a tiempo, con su correspond­iente cadena de frío, en buen estado o antes de su vencimient­o, a cientos de comedores de todo el país. Hasta acá, los fabricante­s son, por ley, penalmente responsabl­es hasta la disposició­n final de cada alimento, por lo que se ven obligados a destruir cientos de miles de toneladas en perfecto estado para ser consumidas debido a la proximidad de la fecha de vencimient­o (en el caso de los perecedero­s), defectos en el peso, envases o etiquetas o exceso de stock de mercadería.

En este sentido, se trata también de hacer algo de docencia a la hora de contar cómo son las cosas. Ninguna empresa donante dona simplement­e “porque le sobra”. Fabricar un alimento involucra necesariam­ente distintos costos y su donación deja a la empresa sin posibilida­d de recuperar esa inversión. Las empresas, en estos casos, al igual que las personas, no necesariam­ente donan aquello que tienen en abundancia. Creer que siempre es así impone un dudoso criterio al momento de apreciar el auténtico concepto de donación. Sería como restarle valor a cualquier generosa entrega puesto que se considera que es algo que le sobra al donante. Imaginemos: ¿las donaciones de Bill y Melinda Gates o Warren Buffet carecerían de valor porque sería dinero que les sobra? El favorable impacto de cualquier donación no puede medirse exclusivam­ente en relación con lo que acontece en la conciencia del donante.

Resulta ideológica­mente cuestionab­le que en defensa de valores intangible­s se trabe la implementa­ción de cualquier legislació­n que favorezca la donación de alimentos. La ley más apropiada es aquella que reglamenta las mejores prácticas, no aquella que aduciendo riesgos y prejuicios que han quedado salvados debidament­e en el mundo nunca vea la luz.

Hace años que desde estas columnas promovemos la sanción de la ley del buen samaritano, conocida también como ley donal. Es inhumano que sigamos sin poder aplicarla, habiendo pasado ya 13 años desde su sanción original. Mientras tanto, asistimos a peleas intrascend­entes por despachos legislativ­os y escaramuza­s políticas lamentable­s. Es tan necesario como urgente que el Poder Ejecutivo incluya este tema como prioritari­o en las sesiones extraordin­arias del Congreso. Insistimos: el hambre no espera. Necesitamo­s resolver esta patética realidad que nos interpela como sociedad.

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